Muy distinguido señor:
Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya
grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo
más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus
versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que,
para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos
acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos
equívocos más o menos felices.
Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de
expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los
acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló
palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de
arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere,
perdura.
Dicho esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen
aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya,
iniciando algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último poema:
"Mi alma". Ahí hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando
cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos versos "A Leopardi"
parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande, tan solitario. Aun
así, sus poemas no son todavía nada original, nada independiente. No lo es
tampoco el último, ni el que dedica a Leopardi. La bondadosa carta que los
acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer sus
versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que
le corresponda.
Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a
mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas
literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas
redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien - ya que me permite darle
consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera,
y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar
ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo.
Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese
móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su
propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no
le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada
de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca
de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro
de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces,
conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora
de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio
de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si
fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de
amor.
Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes:
son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para
poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte,
brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra
a los que cada día le ofrece su propia vida.
Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.
Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él.
Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse
sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco
lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se
hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos
ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa
riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo?
Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones
de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha
su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el
estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este
sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le
ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se
interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural
riqueza: trozo y voz de su propia vida.
Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una
íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba
el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso,
muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí
mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará
la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin
tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que
está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su
peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera.
Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo
dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.
Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo
y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho,
sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el
intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá
sido inútil : en todo caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos
propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de
cuanto puedan expresar mis palabras.
¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda
debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se
desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto,
no podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se
empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior llegue la respuesta a
unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más callada de sus horas,
acierte quizás a contestar.
Fue para mí una gran alegría el hallar en su carta el
nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este amable sabio una profunda
veneración y una gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de
expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que aun se
acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.
Le devuelvo los adjuntos versos,
que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la
magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y
concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos un poco más
digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad. Con todo afecto y simpatía,
Rainer Maria Rilke
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