Sin mayores preámbulos, un documento incontestable, con el que el lector establece una grata conversa a sottovoce...
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María Zambrano: “Por qué se escribe”
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María Zambrano: “Por qué se escribe”
«Escribir
es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota
desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que,
precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un
descubrimiento de relaciones entre ellas.
Pero
es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que necesitar de una
justificación. El escritor defiende su soledad, mostrando lo que en ella y
únicamente en ella, encuentra.
Habiendo
un hablar, ¿por qué el escribir? Pero lo inmediato, lo que brota de nuestra
espontaneidad, es algo de lo que íntegramente no nos hacemos responsables,
porque no brota de la totalidad íntegra de nuestra persona; es una reacción
siempre urgente, apremiante. Hablamos porque algo nos apremia y el apremio
llega de fuera, de una trampa en que las circunstancias pretenden cazarnos, y
la palabra nos libra de ella. Por la palabra nos hacemos libres, libres del
momento, de la circunstancia apremiante e instantánea. Pero la palabra no nos recoge, ni por tanto, nos crea y, por el contrario, el
mucho uso de ella produce siempre una disgregación; vencemos
por la palabra al momento y luego somos vencidos por él, por la sucesión de
ellos que van llevándose nuestro ataque sin dejarnos responder. Es una continua
victoria que al fin se transmuta en derrota.
Y
de esta derrota, derrota íntima, humana, no de un hombre particular, sino del
ser humano, nace la exigencia de escribir. Se escribe para reconquistar la
derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente.
Y la
victoria sólo puede darse allí donde ha sido sufrida la derrota, en las mismas
palabras.
Estas mismas palabras tendrán ahora en el escribir distinta función; no estarán
al servicio del momento opresor; ya no servirán para justificarnos ante el
ataque de lo momentáneo, sino que, partiendo del centro de nuestro ser en
recogimiento, irán a defendernos ante la totalidad de los momentos, ante la
totalidad de las circunstancias, ante la vida íntegra.
Hay
en el escribir siempre un retener las palabras, como en el hablar hay un
soltarlas, un desprenderse de ellas, que puede ser un ir desprendiéndose ellas
de nosotros. Al escribir se retienen las palabras, se hacen propias, sujetas a
ritmo, selladas por el dominio humano de quien así las maneja. Y esto,
independientemente de que el escritor se preocupe de las palabras y con plena
conciencia las elija y coloque en un orden racional, esto es, sabido. Lejos de
ello, basta con ser escritor, con escribir por esta íntima necesidad de librarse
de las palabras, de vencer en su totalidad la derrota sufrida, para que esta
retención de las palabras se verifique. Esta voluntad de retención se encuentra
ya al principio, en la raíz del acto mismo de escribir y permanentemente le
acompaña. Las palabras van así cayendo, precisas, en un proceso de
reconciliación del hombre que las suelta reteniéndolas, de quien las dice en
comedida generosidad.
Toda
victoria humana ha de ser reconciliación, reencuentro de una perdida amistad,
reafirmación después de un desastre en que el hombre ha sido la víctima;
victoria en que no podría existir humillación del contrario, porque ya no sería
victoria, esto es, gloria para el hombre.
Y
así, el escritor busca la gloria, la gloria de una reconciliación con las
palabras, anteriores tiranas de su potencia de comunicación. Victoria de un
poder de comunicar. Porque no sólo ejercita el escritor un derecho requerido
por su atenazante necesidad, sino un poder, potencia de comunicación, que
acrecienta su humanidad, que lleva la humanidad del hombre a límites recién
descubiertos, a límites de la hombría, del ser hombre, que va ganando terreno
al mundo de lo inhumano, que sin cesar le presenta combate. A este combate del
hombre con lo inhumano, acude el escritor, venciendo en un glorioso encuentro
de reconciliación con las tantas veces traidoras palabras. Salvar a las palabras de su vanidad, de su vacuidad, endureciéndolas,
forjándolas perdurablemente, es tras de lo que corre, aun sin saberlo, quien de
veras escribe.
Porque
hay un escribir hablando, el que escribe “como si hablara”; y ya este “como si”
es para hacer desconfiar, pues la razón de ser algo ha de ser razón de ser esto
y sólo esto. Y el hacer una cosa “como si” fuese otra, le resta y socava todo
su sentido, y pone en entredicho su necesidad.
Escribir
viene a ser lo contrario de hablar; se habla por necesidad momentánea inmediata
y al hablar nos hacemos prisioneros de lo que hemos pronunciado, mientras que
en el escribir se halla liberación y perdurabilidad -sólo se encuentra
liberación cuando arribamos a algo permanente-. Salvar a las palabras de su
momentaneidad, de su ser transitorio, y conducirlas en nuestra reconciliación
hacia lo perdurable es el oficio del que escribe.
Mas
las palabras dicen algo. ¿Qué es lo que quiere decir el escritor y para qué
quiere decirlo? ¿Para qué y para quién?
Quiere
decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad;
y las grandes verdades no suelen decirse hablando. La verdad de lo que pasa en
el secreto seno del tiempo, en el silencio de las vidas, y que no puede
decirse. “Hay cosas que no pueden
decirse”, y es cierto. Pero esto que no puede decirse, es lo que se tienen que
escribir.
Descubrir
el secreto y comunicarlo, son los dos acicates que mueven al escritor. El
secreto se revela al escritor mientras lo escribe y no si lo habla. El hablar
sólo dice secretos en el éxtasis, fuera del tiempo, en la poesía. La poesía es
secreto hablado, que necesita escribirse para fijarse, pero no para producirse.
El poeta dice con su voz la poesía, el poeta tiene siempre voz, canta dice o
llora su secreto. El poeta habla, reteniendo en el decir, midiendo y creando en
el decir con su voz las palabras. Se rescata de ellas sin hacerlas enmudecer,
sin reducirlas al solo mundo visible, sin borrarlas del sonido. La poesía
descubre con la voz el secreto. Pero el escritor lo graba, lo fija ya sin voz.
Y es porque su soledad es otra que la del poeta. En su soledad se le descubre
al escritor el secreto, no del todo, sino en un devenir progresivo. Va
descubriendo el secreto en el aire y necesita ir fijando su trazo para acabar
al fin por abarcar la totalidad de su figura… Y esto, aunque posea un esquema
previo a la última realización. El esquema mismo ya dice que ha sido preciso
irlo fijando en una figura; irlo recogiendo trazo a trazo.
Afán
de desvelar y afán irreprimible de comunicar lo desvelado; doble tábano que
persiguen al hombre, haciendo de él un escritor. ¿Qué doble sed es ésta? ¿Qué
ser incompleto es éste que produce en sí esta sed que sólo escribiendo se
sacia? ¿Sólo escribiendo? No; sólo por el escribir; pues lo que persigue el
escritor, ¿es lo escrito, o algo que por lo escrito se consigue?
El
escritor sale de su soledad a comunicar el secreto. Luego ya no es el secreto
mismo conocido por él lo que le colma, puesto que necesita comunicarle. ¿Será
esta comunicación? Si es ella, el acto de escribir es sólo medio, y lo escrito,
el instrumento forjado. Pero caracteriza el instrumento el que se forja en
vista de algo, y ese algo es lo que presta su nobleza y esplendor. Es noble la
espada por estar hecha para el combate, y su nobleza crece si la mano de obra
la forjó con primor, sin que esta belleza de forma socave el primer sentido: el
estar formada para la lucha.
Lo
escrito es igualmente un instrumento para este ansia incontenible de comunicar,
de “publicar” el secreto encontrado, y lo que tiene de belleza formal no puede
restarle su primer sentido; el de producir un efecto, el hacer que alguien se
entere de algo.
Un
libro, mientras no se lee, es solamente un ser en potencia, tan en potencia
como una bomba que no ha estallado. Y todo libro ha de tener algo de bomba, de
acontecimiento que al suceder amenaza y pone en evidencia, aunque sólo sea con
su temblor, a la falsedad.
Como
quien pone una bomba, el escritor arroja fuera de sí, de su mundo y, por tanto,
de su ambiente controlable, el secreto hallado. No sabe el efecto que va a
causar, qué va a seguir de su revelación, ni puede con su voluntad dominarlo.
Por eso es un acto de fe, como el poner una bomba o el prender fuego a una
ciudad; es un acto de fe como lanzarse a algo cuya trayectoria no es por
nosotros dominable.
Puro
acto de fe el escribir, y más, porque el secreto revelado no deja de serlo para
quien lo comunica escribiéndolo. El secreto se muestra al escritor, pero no se
le hace explicable; es decir, no deja de ser secreto para él primero que para
nadie, y tal vez para él únicamente, pues el sino de todo aquel que
primeramente tropieza con una verdad es encontrarla para mostrarla a los demás
y que sean ellos, su público, quienes desentrañen su sentido.
Acto
de fe el escribir, y como toda fe, de fidelidad. El escritor pide la fidelidad antes que cosa alguna. Ser fiel a aquello
que pide ser sacado del silencio. Una mala trascripción, una
interferencia de las pasiones del hombre que es escritor destruirían la
fidelidad debida. Y así hay el escritor opaco, que pone sus pasiones entre la
verdad transcrita y aquellos a quienes va a comunicársela.
Y
es que el escritor no ha de ponerse a sí mismo, aunque sea de sí de donde saque
lo que escribe. Sacar de sí mismo es todo lo contrario que ponerse a sí mismo.
Y si el sacar de sí con seguro pulso la fiel imagen da transparencia a la
verdad de lo escrito, el poner con vacua inconsciencia las propias pasiones
delante de la verdad, la empaña y oscurece.
Fidelidad
que, para lograrse, exige una total purificación de las pasiones, que han de
acallarse para hacer sitio a la verdad. La verdad necesita de un gran vacío, de
un silencio donde pueda aposentarse, sin que ninguna otra presencia se
entremezcle con la suya, desfigurándola. El que escribe, mientras lo hace
necesita acallar sus pasiones y, sobre todo, su vanidad. La vanidad es una
hinchazón de algo que no ha logrado ser y se hincha para recubrir su interior
vacío. El escritor vanidoso dirá todo lo que debe callarse por su falta de
entidad, todo lo que por no ser verdaderamente no debe ser puesto de
manifiesto, y por decirlo, callará lo que debe ser manifestado, lo callará o lo
desfigurará por su intromisión vanidosa.
La
fidelidad crea en quien la guarda la solidez, la integridad de ser uno mismo. La fidelidad excluye la vanidad, que es apoyarse en lo que no es, en lo
que es verdad. Y esta verdad es lo que ordena las pasiones, sin
arrancarlas de raíz, las hace servir, las pone en su sitio, en el único desde
el cual sostienen el edificio de la persona moral que con ellas se forma, por
obra de la fidelidad a lo que es verdadero.
Así,
el ser del hombre escritor se forma en esta fidelidad con que transcribe el
secreto que publica, siendo fiel espejo de su figura, sin permitir la vanidad
que proyecte su sombra, desfigurándola.
Porque
si el escritor revela el secreto no es por obra de su voluntad, ni de su
apetito de aparecer él tal cual es (es decir, tal cual no logra ser) ante el
público. Es que existen secretos que exigen ellos mismos ser revelados,
publicados.
Lo
que se publica es para algo, para que alguien, uno o muchos, al saberlo, vivan
sabiéndolo, para que vivan de otro modo después de haberlo sabido; para librar
a alguien de la cárcel de la mentira, o de las nieblas del tedio, que es la
mentira vital.
Pero a este resultado no puede tal vez llegarse cuando es querido por sí mismo,
filantrópicamente. Libera aquello que, independientemente de que lo pretenda o
no, tenga poder para ello, y por el contrario, sin este poder de nada sirve
pretenderlo. Hay un amor impotente que se llama filantropía. “Sin la caridad,
la fe que transporta las montañas no sirve de nada”, dice San Pablo, pero
también: “La caridad es el amor de Dios”.
Sin fe, la caridad desciende a impotente afán de liberar a nuestros semejantes de una cárcel, cuya salida ni tan siquiera presentimos, en cuya salida tan ni siquiera creemos. Sólo da la libertad quien es libre. “La verdad os hará libres”. La verdad, obtenida mediante la fidelidad purificadora del hombre que escribe.
Hay
secretos que requieren ser publicados y ellos son los que visitan al escritor
aprovechando su soledad, su efectivo aislamiento, que le hace tener sed. Un ser
sediento y solitario necesita el secreto para posarse sobre él, pidiéndole, al
darle su presencia progresivamente, que la vaya fijando, por palabra, en trazos
permanentes.
Solitario
de sí y de los hombres y también de las cosas, pues sólo en soledad se siente
la sed de verdad que colma la vida humana. Sed también de rescate, de victoria
sobre las palabras que se nos han escapado traicionándonos. Sed de vencer por
la palabra los instantes vacíos, idos, el fracaso incesante de dejarnos ir por
el tiempo.
En
esta soledad sedienta, la verdad aun oculta aparece, y es ella, ella misma la
que requiere ser puesta de manifiesto. Quien ha ido progresivamente
viéndola, no la conoce si no la escribe, y la escribe para que los demás la
conozcan. Es que en rigor si se muestra a él, no es a él, en cuanto a individuo
determinado, sino en cuanto individuo del mismo género de los que deben
conocerla, y se muestra a él, aprovechando su soledad y ansia, su acallamiento
de la algarabía de las pasiones. Pero no es a él a quien se le muestra propiamente,
pues si el escritor conoce según escribe y escribe ya para comunicar a los
demás el secreto hallado, a quien en verdad se muestra es a esta conjunción
de una persona que dice a otras, a esta comunicación, comunidad espiritual del
escritor con su público.
Y
esta comunicación de lo oculto, que a todos se hace mediante el escritor, es la
gloria, la gloria que es la manifestación de la verdad oculta hasta el
presente, que dilatará los instantes transfigurando las vidas. Es la gloria que
el escritor espera aún sin decírselo y que logra, cuando escuchando en su
soledad sedienta con fe, sabe transcribir fielmente el secreto desvelado.
Gloria de la que es sujeto recipiendario después del activo martirio de
perseguir, capturar y retener las palabras para ajustarlas a la verdad. Por
esta búsqueda heroica recae la gloria sobre la cabeza del escritor, se refleja
sobre ella. Pero la gloria es en rigor de todos; se manifiesta en la comunidad
espiritual del escritor con su público y la traspasa.
Comunidad
de escritor y público que, en contra de lo que primeramente se cree, no se
forma después de que el público ha leído la obra publicada, sino antes, en el
acto mismo de escribir el escritor su obra. Es entonces, al hacerse patente el
secreto, cuando se crea esta comunidad del escritor con su público. El público
existe antes de que la obra haya sido o no leída, existe desde el comienzo de
la obra, coexiste con ella y con el escritor en cuanto a tal. Y sólo llegarán a
tener público, en la realidad, aquellas obras que ya lo tuvieren desde un
principio. Y así el escritor no necesita hacerse cuestión de la existencia de
ese público, puesto que existe con él desde que comenzó a escribir. Y eso es su
gloria, que siempre llega respondiendo a quien no la ha buscado ni deseado,
aunque sí la presente y espere para transmutar con ella la multiplicidad del
tiempo, ido, perdido, por un solo instante, único, compacto y eterno».
(Fuente: “Hacia un saber sobre el alma”, María
Zambrano, Alianza Literaria)
4 comentarios:
Muchas gracias por tan bello texto, es alentador para mi y mis alumnos, en estos días tan diversos. edna aponte
Muchas gracias edna, lo consideramos una misión, la que se hace con afecto.
Saludos.
lacl
Es un magnífico texto de una densidad cristalina, que avasalla de lúdico goce su lectura y nos permite penetrar el alma que fuera María Zambrano, como ser de la filosofía.
Muchas gracias, EWO Montiel. Creo que la humanidad sólo tendrá salvamento si vuelve a un cultivo del alma. Leer autores como María Zambrano pueden ayudarnos a corregir el rumbo.
Un cordial saludo,
lacl
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