Addenda del 07 de Junio - A medianoche se nos fue Eugenio Montejo…
Consigno el poema de Montejo a que hiciéramos alusión el día de ayer, bajo el triste influjo de la noticia de su retorno al otro mundo o, para decirlo con Rilke, al otro lado del espejo...
Los árboles, poema inicial del libro Algunas palabras, poemario que viniera a dar conmigo recién salido de las prensas de Monteávila editores y que aún conservo, por fortuna, es un poema de esos que pueden pasar a ser fundamentales en la vida de un escucha… Todo lector es primeramente un escucha si, con Robert Graves, aceptamos que todo hombre porta un oído interno. * Montejo tuvo la gracia de cultivar la diafanidad del habla natural, habla que como un añejado vino se vierte directamente en el cántaro del oído que gusta de hospedarse en el lecho del humano corazón. Acaso sea por ello que muchos de sus escritos nos hablan de un habla de las cosas y se nos presentan como un dialogar con el anima mundi. Acaso sea ésa la razón por la que tomamos sus imágenes de cuerpo entero. Quiero decir con esto último que las imágenes de sus poemas se deleitan en pintarnos una meta-imagen. Y el sabor que queda, luego de la lectura de sus poemas (en voz alta o baja, pero siempre en voz que desemboca el canto hacia el oído interno) es el de un musitar en el alma, un murmurar en la memoria de quien tuvo la gracia de prestarse para ser escucha… Fiel ejemplo de lo que digo es ese primer fresco suyo que leí siendo un joven de veintiún o veintidós años, los árboles.
Puedo sentirme afortunado. Entre mis lecturas de esos años (felizmente desordenadas) se contaron muchos poetas que no he abandonado desde entonces. Montejo fue uno de ellos. En parte, gracias a mi amistad con mi compadre, Douglas Parra, hijo de poeta y poeta él también. Largas, larguísimas (y sin embargo cortas) fueron las horas que pasamos leyendo poesía en voz alta, en el techo de su casa. Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, Pessoa, Milosz, Whitman. Todos los poetas venezolanos de los que conseguíamos libros, consagrados o no, aunque Ramos Sucre era el catalizador (Douglas fue un conciudadano de aquella república virtual de la bohemia caraqueña a la que se conoció como “del Este”). Vallejo, Huidobro, Neruda, Girondo, Borges, Paz, Gelman, Nerval, Donne, Pound, Barba Jacob, Thomas, Sandburg, Burroughs, García Lorca… Un día llegué muy orondo con la noticia de este “nuevo” poeta, Douglas no sólo lo había leído, sino que lo conocía, dado que era consuetudinario de un taller literario del Celarg al que Montejo tuvo que entrar para suplir al responsable inicial. De hecho me decía Douglas que, a su juicio, era la más sólida voz poética que hubiera aparecido en Venezuela por aquellos días. En lo que estuve (y sigo estando) de acuerdo. De Douglas heredé las conversas con su querido padre, el poeta José Parra, de quien haré memoria en otro momento.
Muchos conocerán Los árboles y el resto de poemas de Montejo que agrego más abajo. Pero leámoslos haciendo eco de la voz de quien nos habla o (como me atrevo pensar que a él habría placido) haciendo eco de la voz de aquello que nos habla. En su memoria…
Los árboles
Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.
Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no se cómo anotarlo.
La vida
a Vicente Gerbasi
La vida toma aviones y se aleja,
sale de día, de noche, a cada instante
hacia remotos aeropuertos.
La vida se va, se fue, llega más tarde,
es difícil seguirla: tiene horarios
imprevistos, secretos,
cambia de ruta, sueña a bordo, vuela.
La vida puede llegar ahora, no sabemos,
puede estar en Nebraska, en Estambul,
o ser esa mujer que duerme
en la sala de espera.
La vida es el misterio en los tableros,
los viajantes que parten o regresan,
el miedo, la aventura, los sollozos,
las nieblas que nos quedan del adiós
y los aviones puros que se elevan
hacia los aires del deseo.
Las cigarras
De la cigarra, animal melancólico,
insecto de líricos hábitos,
sólo nos queda la ceniza
y anillos secos en los árboles.
Mas de su canto entre los bosques
cuando está marzo en las acacias
y el flamboyán, el árbol fénix, se abre
entre los patios,
la persistencia nos envuelve
y derivamos con sus gritos
por los más altos aires.
A esta vuelta del año
alguna hora entre las otras
traerá el rumor, el coro denso
que crece hasta llegar a las ciudades.
Después el día se enciende
y las mujeres flotan
en el sonido interminable…
No todo lo que amamos, si ellas cantan,
se aleja de las manos.
Aún marzo las acerca, aún confiamos
que las oiremos en los aires.
Sería terrible morir en una tierra
donde no vuelvan las cigarras.
Vida
Cuanto me das con una de tus manos,
con otra me lo arrancas.
Cuanto me das del día lo vuelves noche,
llenas, vacías mis ojos,
borras las calles donde paso,
los portales en donde toco.
Te pareces a las nubes pero las cambias
para que nadie te conozca.
Te pareces al rumor del Orinoco.
Vida te llaman moviéndose los árboles
hasta que huyes llevándote las hojas.
La casa
En la mujer, en lo profundo de su cuerpo
se construye la casa,
entre murmullos y silencios.
Hay que acarrear sombras de piedras,
leves andamios,
imitar a las aves.
Especialmente cuando duerme
y en el sueño sonríe
–nivelar hacia el fondo,
no despertarla,
seguir el declive de sus formas,
los movimientos de sus manos.
Sobre las dunas que cubren su sueño
en convulso paisaje,
hay que elevar las altas paredes,
fundar contra la lluvia, contra el viento,
años y años.
Un ademán a veces fija un muro,
de algún susurro nace una ventana,
desmontamos errantes a la puerta
y atamos al caballo.
Adentro de su cuerpo la casa nos espera
y la mesa servida con las palabras limpias
para vivir, tal vez para morir,
ya no sabemos
porque al entrar nunca se sale.
Setiembre
a Alejandro Oliveros
Mira setiembre nada se ha perdido
con fiarnos de las hojas.
La juventud vino y se fue, los árboles no se movieron
El hermano al morir te quemó en llanto
pero el sol continúa.
La casa fue derrumbada, no su recuerdo.
Mira setiembre con su pala al hombro
cómo arrastra hojas secas.
La vida vale más que la vida, sólo eso cuenta.
Nadie nos preguntó para nacer,
¿qué sabían nuestros padres?
¿Los suyos qué supieron?
Ningún dolor les ahorró sombra y sin embargo
se mezclaron al tiempo terrestre.
Los árboles saben menos que nosotros
y aún no se vuelven.
La tierra va más sola ahora sin dioses
pero nunca blasfema.
Mira setiembre cómo te abre el bosque
y sobrepasa tu deseo.
Abre tus manos, llénalas con estas lentas hojas,
no dejes que una sola se te pierda.
Manoa
No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire,
ningún indicio de sus piedras.
Seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas.
Crucé el río de los tigres
y el hervor del silencio en los pantanos.
Nada vi parecido a Manoa
ni a su leyenda.
Anduve absorto detrás del arco iris
que se curva hacia el sur y no se alcanza.
Manoa no estaba allí, quedaba a leguas de esos mundos,
-siempre más lejos.
Ya fatigado de buscarla me detengo,
¿qué me importa el hallazgo de sus torres?
Manoa no fue cantada como Troya
ni cayó en sitio
ni grabó sus paredes con hexámetros.
Manoa no es un lugar
sino un sentimiento.
A veces en un rostro, un paisaje, una calle
su sol de pronto resplandece.
Toda mujer que amamos se vuelve Manoa
sin darnos cuenta.
Manoa es la otra luz del horizonte,
quien sueña puede divisarla, va en camino,
pero quien ama ya llegó, ya vive en ella.
.
* Hay un el ensayo de Robert Graves que se titula precisamente El oído interno, el cual fue traducido al español y recogido en un volumen de ensayos que lleva por título Los dos nacimientos de Dionisio. Fue publicado por Alianza Editorial hace bastantes años; no sé si existe reimpresión.
.
Fuentes:- Algunas palabras, Monteávila Editores, Caracas, 1976.
- TERREDAD, Monteávila Editores, Caracas, 1978.
- Una edición antológica de su poesía es la realizada por bid&co editor
Poemas selectos, bid&co editor, Caracas, 2004.
.
Eugenio Montejo, en su voz...
Mi amor
En
otro cuerpo va mi amor por esta calle,
siento sus pasos debajo de la lluvia,
caminando, soñando, como en mí hace ya tiempo…
Hay ecos de mi voz en sus susurros,
puedo reconocerlos.
Tiene ahora una edad que era la mía,
una lámpara que siempre se enciende al encontrarnos.
Mi amor que se embellece con el mal de las horas,
mi amor en la terraza de un Café
con un hibisco blanco entre las manos,
vestida a la usanza del nuevo milenio.
Mi amor que seguirá cuando me vaya,
con otra risa y otros ojos,
como una llama que dio un salto entre dos velas
y se quedó alumbrando el azul de la tierra.
siento sus pasos debajo de la lluvia,
caminando, soñando, como en mí hace ya tiempo…
Hay ecos de mi voz en sus susurros,
puedo reconocerlos.
Tiene ahora una edad que era la mía,
una lámpara que siempre se enciende al encontrarnos.
Mi amor que se embellece con el mal de las horas,
mi amor en la terraza de un Café
con un hibisco blanco entre las manos,
vestida a la usanza del nuevo milenio.
Mi amor que seguirá cuando me vaya,
con otra risa y otros ojos,
como una llama que dio un salto entre dos velas
y se quedó alumbrando el azul de la tierra.