Arte y poesía: vigencia de toda expresión lúdica, gesto o acto non servil en tiempos tan obscuros como los actuales. Disertaciones sobre el culto añejo de ciertos antagonismos: individuo vs estado, ocio y contemplación vs labor de androides, dinero vs riqueza. Ensayos de libre tema, sección sobre ars poética, un muestrario de literatura universal y una selección poética del editor. Luis Alejandro Contreras Loynaz.
Si en Venezuela estilamos ser toderos, ese envite de torear la vida en cuanta empresa se nos plante ante la vista, yo debo decir que he sido -y acaso aún soy- un fervoroso nadero, suerte de lance para nadar en las enaguas de la susodicha. Pues en lugar de ser un profesional en todo, he sido un amateur en nadas; en el más feliz de los casos, un entendedor, siempre a la chista callando. Las naderías suelen causar gran fascinación sobre las almas distraídas, entre las que me incluyo, y no sé que hado les haya legado su encanto a las primeras. Y, aunque cursé más de cien créditos en la Escuela de Letras de la UCV, nunca me mortificó el comprobar que ese sistema de jerarquías con que el hombre gusta de mortificarse la carne, también hubiese ganado espacios en ese querido recinto y que, en virtud de ello, hubiese materias que disfrutaban de cierta prelación sobre otras. Iba por puro gusto. Nada hay como explayarse. El resto es aburrido y desmesuradamente empalagoso. Por otra parte, ¿quién no tuvo, alguna vez, que pasar por el trance de mancillarse las manos al hacer algún oficio? Pocos, muy pocos.
Hará unos dos o tres meses desde que hice uno de
esos ejercicios de ludismo. Tomé un libro de poesía china, el titulado La
pagoda blanca, que contiene cien poemas de la Dinastía Tang. Abrí el libro a la
espera de un hallazgo y el primer poema me resultó tan sugestivo y feliz, amén
de que versaba sobre la venerada luna blanca, que me quedé un buen rato paladeándolo.
Luego abrí otra página al azar, un tanto más adelante. Y allí estaba otra vez, la luna amparando a
los soñadores con sus velos blancos. Entonces me dije: apuesto a que en el próximo
poema que abra al azar hará su aparición la diosa blanca. Abro, pues, el libro hacia
el final y nuevamente aparece la médula blanca besando la arena. Hago, en
atrevido envite, un cuarto y quinto intentos y allí está, la límpida faz de la
diosa iluminando primero la soledad del viajero y develando, luego, la soledad
de los caminos que las tropas no desean hollar…
Allí me detuve. Preferí pensar que en todos los cantos
de la poesía china haría su aparición la diosa de plata. Y si no transcribí ni divulgué
este racimo de cantos lunares en ese momento, fue porque en esas fechas (que
hasta el día de hoy se han extendido) el tempo exterior no se acomodaba ni amoldaba,
tal como debiera, al tempo interior, habida cuenta de tantos ultrajes de los
que hemos tenido que ser testigos. Pero hoy traemos estos cantos a la mesa,
pues el tiempo nos dice que hay que alimentar la templanza, que toda vida es un
suspiro en el concierto celeste y porque hay una suerte de épico lirismo en esas
soledades que se cantan entre los rezos de esa gran pagoda blanca que es la poesía
china.
Salud!
lacl
*****
44. ME INTERNO EN EL DESIERTO
Cen
Shen
Avanza
mi corcel hacia el oeste a punto de tocar el cielo.
Tras
la despedida, miré dos veces la luna llena.
Ignoro
si esta noche habrá un albergue.
Diez
mil leguas de planicie arenosa sin sombra humana.
75. LA FLAUTA NOCTURNA DE SHOUXIANG
Li
Yi
Ante
la cumbre Gozo de Volver, la arena semeja nieve.
Fuera
de los muros de Shouxiang, la luna parece escarcha.
No
se sabe dónde se lamenta una flauta.
De
noche, los soldados miran hacia la tierra natal.
91.
ANCLAR EN QUINHUAI
Du
Mu
La
niebla cubre las heladas aguas y la luna besa la arena.
Anclar
de noche cerca de Quinhuai. La taberna.
La
cantante desconoce el odio del país derrotado.
Al
otro lado del río aún entona “Las flores del patio”.
10. ME ALBERGO EN EL RIO JIANDE
Meng
Haoran
Avanzo
con mi barca y me detengo en el islote de niebla.
Anochece.
Se renueva la nostalgia de viajero.
En
la amplitud silvestre, el cielo presiona los árboles,
Por
el río cristalino se me acerca la luna.
21. POEMA CANTADO
Wang
Changling
Brillante
luna de los Quin, murallas de los Han.
Tras
recorrer mil leguas nadie regresa.
Si
en Longcheng está el general volador,
las
tropas de Hu no cruzarán el monte Yin.
La
pagoda blanca, Cien poemas de la dinastía Tang, Poesía Hiperión, Madrid, 2001. Edición a cargo de Guillermo Dañino.
.
. GUARIDA DE LOS POETAS / Poesía de la dinastía Tang
https://www.youtube.com/watch?v=C-0pd89N7uQ
Un añeja y combativa glosa, en memoria de Don
Pompeyo Márquez.
¡Oh! Divina Caja de Pandora
I.-
“…No country can suppress
truth and live well…”
E.
Pound
Tiene razón un amigo mío al indicar que nada hay
más apuntado en esta hora que apelar a los términos de “actor” o “actores”
cuando “hablamos de”, “escuchamos a” o “pensamos en” aquellos abnegados señores
de las circunstancias que dedican las horas más preciadas de sus vidas a
cultivar esa ciencia hermética -en sus propósitos- y errabunda -en sus logros-
que se ha dado en llamar “la política”. ¡Oh! Divina Caja de Pandora que
incansablemente se afanan en forzar esos abnegados cultores de ciencia tan
esquiva; tales señores se caracterizan por su indoblegable pregonar del bien
del prójimo, mientras se benefician de la caída del próximo distraído que se
deje embelesar por su verbo enfermo.
Pero no deja de ser eso una verdadera injusticia
con el noble oficio del actor, si lo entendemos como vocación sincera de quien
desea comulgar con sus congéneres, todas las miserias y alegrías que comporta
el hecho de haber nacido dentro de un saco de piel con nombre de hombre, mas
sin la nobleza de aquel ser que nació con piel de lobo. Se le achaca al lobo
toda suerte de innoblezas, mas no es su culpa. Siempre ha sido culpa de un
pregón con aspiraciones escénicas, sea éste un “político de oficio” o un
actor-perseguidor de subsidios gobierneros, calamitosa especie que también se
ha prodigado en nuestras tierras.
Quienes en la antiguedad presenciaban una escena
teatral, hijos de la polis, eran conceptuados sencillamente como espectadores,
gracias a los atributos inmanentes del hecho teatral: a esa propiedad suya de
emular la realidad o de poder representar o invocar una realidad mítica como
algo factible. Pero las artes escénicas han sido trastocadas (para su
beneficio) por la experimentación implícita en la modernidad, con lo cual hoy
se reclama una participación más activa de parte de quienes van curiosos a ver
qué sucede sobre las tablas, la arena, la calle, o donde sea que se monte una
fábula.
En ese aspecto el teatro y su culto han avanzado
por nuevos derroteros, han tocado puertos más lejanos de los que cabría esperar
de la política. Desgraciadamente, bellas artes y cultura han sido siempre unas
cenicientas sin príncipe ante política y juego diplomático. Y, siendo el teatro
una suerte de ritual cultural, su influjo ha llegado a menos gentes de lo que
sería deseable. El actor creyente de su misión (y con ello quiero decir que el
actor son todos los que viven por y para el teatro) es, grosso modo, una
persona que vive por y para la polis, mas raramente logra entrar en comunión
con ella “in extenso”, debido a que no persigue imponerse a la manera en que lo
hacen los políticos.
La paradoja la tendremos plantada ante nuestras
narices si observamos a los “cultores” de la oscura y errática ciencia de la
política, esos señores cuyos desmayos deberían ser ocupados por la polis real,
por esa comunidad que vive entre breves alegrías y hondos padeceres. Tales
señores -de quienes acaso infructuosamente todos esperamos que antepongan bien
común a su beneficio personal- encarnan, en su gran mayoría, un enorme
despropósito, tanto en terrenos del entendimiento como del sentimiento, en lo
que corresponde a su particular noción de la política y lo que debería ser su
verdadera actuación, es decir, su labor en pro de la polis. En su gran mayoría
han adquirido un lamentable gusto por el ademán histriónico, la pantomima, la
payasada: toda una red de simulacros que les ayuda a sacar provecho de quienes
les dieron un voto de confianza para regir los destinos del colectivo. Y si tal
despropósito ha echado raíces en esa su noción de la política, es gracias a una
aberrada valoración del prójimo, a quien tan sólo pueden ver como simples
espectadores de un circo en el que ellos ponen el gran pan o la gran torta. A
la par, sufren de una aberrada valoración de sí mismos, lo que equivale a decir
que adolecen de una aberrada valoración del humanismo.
Pero no comparto yo el que algunas personas
pretendan colocar a “casi” todo mundo en idéntico saco (lo que para mí no es
otra cosa que poner a todo mundo en saco roto), cuando se refieren a los
“actores políticos” que hoy dirimen la conducción del poder político en
Venezuela mientras, de paso, se le confiere un cariz de “diablo en masa” a la
gente de a pie que reclama su derecho al libre albedrío o manifiesta
abiertamente su desacuerdo con quienes hoy ejercen ese poder político de modo
autoritario y ramplón. Presiento que tal masa no es tan etérea o amorfa como
algunos predican. Acaso tampoco sea tan vasta, pues es una suma de
individualidades. Y si no hubiere individualidades latiendo allí, entonces
asumo mi error o mi infante credulidad en la existencia de las infinitas
vertientes que confluyen en esa experiencia única, irrepetible de ser persona
indivisible. Pero siempre preferiré pensar (y esperar) que no muy lejos hay una
dama o un caballero, un niño o un anciano; una excelsa minoría para siempre
inmensurable que bastará para definir nuestros pasos, pechos y gestos en la
vida. Al fin y al cabo, es esa suma de individualidades la que, conjuntándose,
hace la vida de la polis.
Suelen argüir, quienes se dan a comparaciones que
no implican una ética toma de posiciones, que el actual gobierno y sus
opositores son caimanes de un mismo pozo. Dicen, por ejemplo, que los canales
mediáticos del gobierno actual son “menores” que los de quienes se le oponen y
que, amén de disponer, el llamado “frente opositor”, de mayores medios de
difusión, adolece a su vez de los mismos vicios y males que el gobierno, en
mayor o menor grado. Yo diría que más que comparar la cantidad de los mensajes
de uno y otro bando, lo que tenemos que hacer es atender a la calidad de los
mismos y a develar su uniformidad cuando sea patente, lo cual ciertamente es
muy común. ¡Pero, por favor! ¿Es que nadie ha escuchado las propuestas sinceras
del señor Pompeyo Márquez, plenas de sentido común, clamando por la
reconciliación del país, en los últimos meses? ¿Cómo podría alguien, con un
mínimo grado de sentido común, decir que el señor Márquez es copia exacta de un
vicepresidente (¡cómo rima con José Vicente!) que ha transgredido todos los
linderos del cinismo y la desvergüenza? No señor. Ni calvo, ni con dos pelucas.
Y no podemos permitirnos el dejar de lado lo
siguiente:
a) que no son “menores” ni subestimables los
canales de fuerza del gobierno actual ante el poderío mediático de una parte,
óigase bien, sólo una parte de sus opositores;
b) que tal gobierno pareciera reclamar el abismo a
gritos, pues sus voceros se regodean en un palabrerío perdido, barnizado de
civismo pseudo místico, una suerte de sectarismo-democrático (!?!), mientras no
les tiembla el pulso para lanzar a la nación por un despeñadero, al conferirles
“don de mando” a mediatizados micos, para que cuiden los pertrechos militares y
dicten cátedras de moral y luces tan “ejemplarizantes” como un concierto de
latigazos en la espalda. Mediatizar y soltar a sus micos fue fácil, difícil
será el recogerlos;
c) que tal gobierno desmenuza ampulosamente la
acomodaticia noción de “Estado”, cuando es la peor antítesis de estado deseable
que los venezolanos hayamos padecido en los últimos setenta años;
d) que sus voceros pretenden establecer un poder
temporal basándose en una relativa (por parcial) verdad unívoca y en ello
resultan ser más perjudiciales que una pseudo-religiosa secta de engañabobos;
ellos no suman, restan.
e) que tal gobierno está dispuesto a imponer su
monotema y a consolidarse como Estado-Totalitario (o quizás a ellos les suene
mejor, régimen plenipotenciario), a fuerza de machacar cuerpos y conciencias,
como parecen sugerir los indicios de que todos disponemos (¿o prefieren los
voceros del gobierno que tildemos a tan enmarañados indicios como de
casualidades?).
Esos son hechos que nadie debería evadir.
Lo grave a mi entender es que, por el hecho de que
los discursos de uno y otro bando “se parezcan”, no nos estemos dando cuenta de
lo que verdaderamente subyace en las “obras” del gobierno de turno, como lo es
la institución de un todopoderoso régimen autocrático, ante el que no existirá
-de lograr su cometido- ningún tipo de posibilidades de desarrollarnos como
personas, ni tampoco como un estado cuyas bases sean la equidad y el bien
común. Se trata de un proyecto totalizador que no admite reparos y, por lo
tanto, embrutecedor, pues tampoco admite la disensión de pensamiento; un
proyecto que condena a quien ose decir que le parece oler algo podrido en el
muy distante país de Dinamarca. Un proyecto loable en apariencia, siempre y
cuando a usted o a mí, simples ciudadanos de la polis, no se nos ocurra
expresar que hay otras cosas en la vida, distintas y de más alto vuelo que el
lamer suelas de héroes de monigote, mientras se rezan mono-neuronales “autos de
fe” y “credos pseudo-ideológicos” (o ideológicos, lo mismo da) con una ligereza
análoga al discurso de quienes pretenden imponernos una marca de cigarrillos.
Un proyecto bien delineado para quienes estén bien alineados o alienados, como
lo quieran, con un proceso que se arroga, de la boca para afuera, todas las
virtudes de un humanismo exacerbado, mientras se incauta los no tan nimios
beneficios de corrupción que confiere el detentar un poder que inocentemente se
cobija a la sombra de la fuerza o del chantaje, de la represión o de la
humillación: distintas caras de la violencia. Un proyecto, en suma, conveniente
para quienes aspiren a fungir como pontífices del país y de sus gentes hasta un
hipotético 2021, fecha en la que obviamente tendrán que volver a sacrificarse
(incluso, en contra de su quebrantado espíritu de sacrificio) y seguir rigiendo
los destinos de unos corderos que necesitan de sus nobles cuidados.
Y no deberíamos dejar entre renglones lo
siguiente: una Sociedad-Estado con normas relativamente abiertas puede resultar
sumamente opresora del común ciudadano, pero siempre será más susceptible de
ser depurable por sí misma que una Sociedad-Estado de normas cerradas y talante
monopólico, como lo es una autocracia.
II.-
“…Almas, no
ciudades…”
Catalina de Siena
Toda sociedad juega su juego y para ello establece
unas normas que le confieren (como a todo juego) la seriedad y el respeto del
caso; y quienes la integramos tenemos la posibilidad de atenernos a tales
normas y ¿por qué no? tenemos, también, el recurso de la anarquía o de la
evasión, de la contracorriente o del descreimiento; temas que no pretendo
abordar en este artículo, aunque suelen seducirme más, habida cuenta de la
inobservancia de los principios básicos para una buena convivencia que
practican quienes optaron por dedicarse a la política. Pero para no perder
centro y volver al punto: la convivencia implica de hecho un pacto cuya mayor
debilidad reside en que rara vez logra instituirse en norma y práctica de vida
común, puesto que no enraíza en los predios de la sensibilidad humana, si es
que algo de ella alienta todavía en los pechos de mujeres y hombres.
Obviamente, me parece absolutamente infructuoso
que pensemos que un movimiento de oposición (palabra oprobiosa sólo de tanto
escucharla) vaya a tener un discurso de más alto vuelo que el de un gobierno
como el anteriormente descrito, si no hay un verdadero sustrato de hermandad en
los pechos de quienes se debaten por el control de una república cuasi ficticia,
de la que algunos creen recordar todavía que se llama Venezuela. ¿Pero qué
podríamos esperar de una República plagada de desalmados? Sin embargo, hay
voces como las del señor Pompeyo Márquez, a quien no tengo la honra de conocer,
que apuntan hacia un país distinto, en el que como él recientemente dijera
“cabemos todos”. Y tengo que decir que no siento la misma sinceridad en las
palabras del vicepresidente, cuando escucho sus desgarrados llamados a “la
cordura” hacia esos corderitos-espectadores que, según su tesis, unos cínicos
quieren llevar al matadero. Y cito sólo a dos de los mal o bien llamados, vaya
usted a saber, “actores” de la política en Venezuela. Un anecdotario de ese
corte no tendría fin. Mas no quiero dejar de acotar que, a mi juicio, los
llamados a la buena convivencia a que nos invita Pompeyo Márquez, están plenos
de sentido humanitario. Y en este momento, esbozo al señor Márquez más como la
encarnación de un humanista que como la de un simple “actor político”. Al
menos, se me figura como la imagen del buen político que tanto echamos de menos
en nuestros días.
A mí la verdad poco me importa cuál de los dos
bandos del momento resultaría premiado con los ulteriores “beneficios” de una
victoria política sobre su antagonista. Prefiero pensar que existe una
alternativa distinta y provechosa para todos los venezolanos, que sume y no que
reste. Me preocupa, eso sí, que no estemos los venezolanos buscando nuestro
propio camino como nación. Me preocupa que, gracias a la común estupidez o
desidia de los simples mortales, espectadores de la polis entre quienes me
incluyo, unos pocos -como una y otra vez ha sucedido a lo largo de la historia
de todas las civilizaciones- se arroguen el trono temporal que dictamine la
propiedad de uno de los pocos bienes que tenemos, si no el único: el soledoso
derrotero de nuestra libertad, nuestra posibilidad única e indivisible de ser
persona y nuestra opción de refocilarnos o no con nuestra interioridad o con el
mundo exterior. Me preocupa que todavía se piense que quien está con uno, está
al lado del Tío Sam y que quien está con el otro, está al lado de un San
Nicolás Marxista. Eso es tan absurdo como que una turba se mate porque unos y
otros siguen a distintos equipos de fútbol. Me niego a semejante reduccionismo.
Tal no puede ser nunca jamás el norte de nuestra brújula. Nosotros tenemos que
buscar en nuestras raíces, sí, pero sin evadir la posible, repito, al menos
posible, colaboración entre los pueblos.
Tenemos que lidiar –y saber lidiar bien– con la
brutalidad implícita en nuestra humana naturaleza, cuando en ella se corrompen
los principios básicos de toda convivencia humana. Principios que, sin
pestañeos ni sonrojos, han violado una y otra vez, quienes hoy se adornan con
palabras de vacuo altruismo, cuando y sólo cuando están sobre el podio. De lo
que se trata es de predicar y de construir, desde cada uno de nosotros, una
verdadera revolución de la ética, desinteresada, franca, persistente,
contagiosa. Sin ello es muy poco lo que podremos avanzar.
Quiero finalizar rescatando para este artículo
unas impublicadas palabras que escribí en Enero de 2002:
“…tengamos presente que mientras más lunático es
el estado del paciente, más impredecibles serán sus reacciones. Y que si hoy
tenemos a un títere mesiánico azuzando al país con peroratas de vikingo, es
porque nosotros lo pusimos allí; porque, una vez más, olvidamos los errores de
nuestro brevísimo pasado; porque, en gran medida, nosotros también hemos estado
enfermos de locura como nación, porque siempre hemos antepuesto bolsillo,
estómago, hígado o rapacidad a causa común, a bienestar del colectivo. Y eso es
lo más importante a destacar en este momento: si aquella franja de nuestro ser
que sabe conjugarse y congraciarse con la idea de grupo, buscando aquello que
los humanistas bautizaron como “bien común”, está pasando -en este breve rizo
de nuestra historia- por un rapto de singular claridad en lo que atañe a fin y
premisa de lo que nos es caro y deseable para nuestro pueblo, incluso en un
sentido tribal, entonces persistamos en mantener nuestros sentidos en continuo
estado de alerta; no permitamos que se diluya en nuestras manos la experiencia
de este malestar. Acusemos el golpe y tratemos de sacar algo bueno y creador de
ello. Es una oportunidad de oro la que se nos brinda: la de que, por una vez,
terminemos de empezar algo. Si somos honestos, ése es uno de los emblemas que
identifican nuestra idiosincrasia: poco no es lo que dejamos a medias.
Terminemos de empezar a construir con jovialidad y verdadero espíritu de
sacrificio esa casa grande y respirable que todos, como nación, nos merecemos;
esa casa grande del espíritu que reside en todo ser humano y que tantos patanes
y politiqueros han dejado como la más paupérrima barraca de una estrecha
realidad…”
Ningún
prejuicio más pernicioso y bárbaro que el de atribuir al Estado poderes en la
esfera de la creación artística. El poder político es estéril, porque su
esencia consiste en la dominación de los hombres, cualquiera que sea la
ideología que lo enmascare. Aunque nunca ha habido absoluta libertad de
expresión –la libertad siempre se define frente a ciertos obstáculos y dentro
de ciertos límites: somos libres frente a esto o aquello–, no sería difícil
mostrar que allí donde el poder invade todas las actividades humanas, el arte
languidece o se transforma en una actividad servil y maquinal. Un estilo
artístico es algo vivo, una continua invención dentro de cierta dirección.
Nunca impuesta desde fuera, nacida de las tendencias profundas de la sociedad,
esa dirección es hasta cierto punto imprevisible, como lo es el crecimiento de
las ramas del árbol. En cambio, el estilo oficial es la negación de la
espontaneidad creadora: los grandes imperios tienden a uniformar el rostro
cambiante del hombre y a convertirlo en una máscara indefinidamente repetida.
El poder inmoviliza, fija en un solo gesto –grandioso, terrible o teatral y, al
fin, simplemente monótono– la variedad de la vida. “El Estado soy yo” es una
fórmula que significa la enajenación de los rostros humanos, suplantados por
los rasgos pétreos de un yo abstracto que se conviene, hasta el fin de los
tiempos, en el modelo de toda una sociedad. El estilo que a la manera de la
melodía avanza y teje nuevas combinaciones, utilizando unos mismos elementos,
se degrada en mera repetición.
Nada
más urgente que desvanecer la confusión que se ha establecido entre el llamado
“arte comunal” o “colectivo” y el arte oficial. Uno es el arte que se inspira
en las creencias e ideales de una sociedad; otro, el arte sometido a las reglas
de un poder tiránico. Diversas ideas y tendencias espirituales –el culto de la
polis, el cristianismo, el budismo, el Islam, etc– han encarnado en Estados e
Imperios poderosos. Pero sería un error ver el arte gótico o románico como
creaciones del Papado o la escultura de Mathura como la expresión del imperio
fundado por Kanishka. El poder político puede canalizar, utilizar y –en ciertos
casos– impulsar una corriente artística. Jamás puede crearla. Y más: en general
su influencia resulta, a la larga, esterilizadora.
El
arte se nutre siempre del lenguaje social. Ese lenguaje es, asimismo y sobre
todo, una visión del mundo.
Como
las artes, los Estados viven de ese lenguaje y hunden sus raíces en esa visión
del mundo. El Papado no creó el cristianismo, sino a la inversa; el Estado
liberal es hijo de la burguesía, no ésta de aquél. Los ejemplos pueden
multiplicarse. Y cuando un conquistador impone su visión del mundo a un pueblo
–por ejemplo: el Islam en España– el Estado extranjero y toda su cultura
permanecen como superposiciones ajenas hasta que el pueblo no hace suya de
verdad esa concepción religiosa o política. Y sólo entonces, es decir: hasta
que la nueva visión del mundo no se convierte en creencia compartida y en
lenguaje común, no surge un arte o una poesía en las que la sociedad se
reconoce. Así, el Estado puede imponer una visión del mundo, impedir que broten
otras y exterminar a las que le hacen sombra, pero carece de fecundidad para
crear una. Y otro tanto ocurre con el arte: el Estado no lo crea, difícilmente
puede impulsarlo sin corromperlo y, con más frecuencia, apenas trata de
utilizarlo lo deforma, lo ahoga o lo convierte en una máscara.
El
arte egipcio, el azteca, el barroco español, el del “gran siglo” francés –para
citar los ejemplos más conocidos– parecen desmentir estas ideas. Todos ellos
coinciden con el mediodía del poder absoluto. Así, no es extraño que muchos
vean en su luz un reflejo del esplendor del Estado. Un somero examen de algunos
de estos casos contribuirá a deshacer el equívoco.
Como
todas las artes de las llamadas “civilizaciones ritualistas”, el azteca es un
arte religioso. La sociedad azteca está sumergida en la atmósfera,
alternativamente sombría y luminosa, de lo sagrado. Todos los actos están
impregnados de religión. El Estado mismo es expresión suya. Moctezuma es algo
más que un jefe: es un sacerdote. La guerra es un rito: la representación del
mito solar en el que Huitzilopochtli, el Sol invicto, armado de su xiuhcóatl,
derrota a Coyolxauhqui y su escuadrón de estrellas, los Centzonhiznahua. Las
otras actividades humanas poseen el mismo carácter: política y arte, comercio y
artesanía, relaciones exteriores y familiares surgen de la matriz de lo
sagrado. La vida pública y la privada son caras de una misma corriente vital,
no mundos separados. Morir o nacer, ir a la guerra o a una fiesta, son hechos
religiosos. Por tanto, es un grave error calificar el arte azteca de arte
estatal o político. El Estado y la Política no habían logrado su autonomía; el
poder estaba aún teñido de religión y magia. En verdad, el arte azteca no
expresa las tendencias del Estado sino las de la religión. Se dirá que se trata
de un juego de palabras, ya que el carácter religioso del Estado no limita sino
robustece su poder. La observación no es justa: no es lo mismo una religión que
encarna en un Estado, como ocurre entre los aztecas, que un Estado que se sirve
de la religión, según acontece con los romanos. La diferencia es de tal modo
importante que sin ella no podría comprenderse la política azteca frente a
Cortés. Y hay más: el arte azteca es, literalmente, religión. La escultura, el
poema o la pintura no son “obras de arte”; tampoco son representaciones, sino
encarnaciones, vivas manifestaciones de lo sagrado. Y del mismo modo: el
carácter absoluto, total y totalitario del Estado mexica no es de orden
político sino de índole religiosa. El Estado es religión: jefes, guerreros y
simples mecehuales son categorías religiosas. Las formas en que se expresa el
arte azteca, tanto como las expresiones de la política, constituyen un lenguaje
sagrado compartido por toda la sociedad[1].
El
contraste entre romanos y aztecas muestra las diferencias entre arte sagrado y
arte oficial. El arte del Imperio aspira a lo sagrado. Más si es natural el
tránsito de lo sagrado a lo profano, de lo mítico a lo político –según se ve en
la antigua Grecia o al final de la Edad Media–, no lo es el salto inverso. En
realidad, no estamos ante un Estado religioso sino ante una religión de Estado.
Augusto o Nerón, Marco Aurelio o Calígula, “delicias del género humano” o
“monstruos coronados”, son seres temidos o amados pero no son dioses. Y tampoco
son divinas las imágenes con que pretenden eternizarse. El arte imperial es un
arte oficial.
Aunque
Virgilio tiene puestos los ojos en Homero y en la Antigüedad griega, sabe que
la unidad original se ha roto para siempre. Al universo de federaciones,
alianzas y rivalidades de la polis clásica, sucede el desierto urbano de la
Metrópoli; a la religión comunal, la religión de Estado; a la antigua piedad,
que comulga en los altares públicos, como en la época de Sófocles, la actitud
interior de los filósofos; el rito público se vuelve función oficial y la
verdadera actitud religiosa se expresa como contemplación solitaria; las sectas
filosóficas y místicas se multiplican. El esplendor de la época de Augusto –y,
posteriormente, el de los Antoninos– que debe hacernos olvidar que se trata de
breves períodos de respiro y tregua. Pero ni la benevolencia ilustrada de unos
hombres, ni la voluntad de otros –así se llamen Augusto o Trajano– pueden
resucitar a los muertos. Arte oficial, en sus mejores y más altos momentos el
romano es un arte de corte, dirigido a una minoría selecta. La actitud de los poetas
de ese tiempo puede ejemplificarse con estos versos de Horacio:
Odi
profanum vulgus et arceo. Favete Hnguis: carmina non prius audita Musarum
sacerdos Virginibus puensque canto...
En
cuanto a la literatura española de los siglos XVI y XVII y su relación con la
monarquía de los Austrias: casi todas las formas artísticas de ese período
nacen en ese momento en que España se abre a la cultura renacentista, sufre la
influencia de Erasmo y participa en las tendencias que preparan la época
moderna (La Celestina, Nebrija, Garcilaso, Vives, los hermanos Valdés, etc.).
Incluso los artistas que pertenecen a lo que Valbuena Prat llama “reacción
mística” y “período nacional”, cuya nota común es la oposición al europeísmo y
“modernismo” de la época del Emperador, no hacen sino desarrollar las
tendencias y formas que unos años antes España se apropia. San Juan imita a
Garcilaso (posiblemente a través del “Garcilaso a lo divino” de Sebastián de
Córdoba); fray Luis de León cultiva exclusivamente las formas poéticas renacentistas
y en su pensamiento se alían Platón y el cristianismo; Cervantes –figura entre
dos épocas y ejemplo de escritor laico en una sociedad de frailes y teólogos–
“recoge los fermentos erasmistas del siglo XVI”[2], aparte de sufrir la
influencia directa de la cultura y libre vida de Italia. El Estado y la Iglesia
canalizan, limitan, podan y se sirven de esas tendencias, pero no las crean. Y
si se vuelven los ojos a la creación más puramente nacional de España –el
teatro– lo que asombra es, precisamente, su libertad y desenvoltura dentro de
las convenciones de la época. En suma, la monarquía austríaca no creó el arte
español y, en cambio, sí separó a España de la modernidad naciente.
El
ejemplo francés tampoco arroja pruebas convincentes acerca de la pretendida
relación de causa a efecto entre la centralización del poder político y la
grandeza artística. Como en el caso de España, el “clasicismo” de la época de
Luis XIV fue preparado por la extraordinaria inquietud filosófica, política y
vital del siglo XVI. La libertad intelectual de Rabelais y Montaigne, el
individualismo de las más altas figuras de la lírica –desde Marot y Scéve hasta
Jean de Sponde, Desportes y Chassignet, pasando por Ronsard y d'Aubigné–, el
erotismo de Louise Labe y de los Blasonneurs du corps féminin son testimonio de
espontaneidad, desenvoltura y libre creación. Lo mismo hay que decir de las
otras artes y de la vida misma de ese siglo individualista y anárquico. Nada
más lejos de un estilo oficial, impuesto por un Estado, que el arte de los
Valois, que es invención, sensualidad, capricho, movimiento, apasionada y
lúcida curiosidad. Esta corriente penetra el siglo XVII. Pero todo cambia
apenas la Monarquía se consolida. A partir de la fundación de la Academia, los
poetas no se enfrentan solamente a la vigilancia de la Iglesia, sino también a
la de un Estado vuelto gramático. El proceso de esterilización culmina, años
después, con la revocación del Edicto de Nantes y el triunfo del partido
jesuita. Solamente desde esta perspectiva adquieren verdadera significación la
querella del Cid y las dificultades de Corneille, los sinsabores y amarguras de
Moliere, la soledad de La Fontaine y, en fin, el silencio de Racine –un
silencio que merece algo más que una simple explicación psicológica y que me
parece constituir un símbolo de la situación espiritual de Francia en el “gran
siglo”.
Estos
ejemplos muestran que las artes más bien deben temer que agradecer una
protección que termina por suprimirlas con el pretexto de guiarlas. El
“clasicismo” del Rey Sol esterilizó a Francia. Y no es exagerado sostener que
el romanticismo, el realismo y el simbolismo del siglo XIX son una profunda
negación del espíritu del “gran siglo” y una tentativa por reanudar la libre
tradición del XVI.
La
antigua Grecia revela que el arte comunal es espontáneo y libre. Es imposible
comparar la polis ateniense con el Estado cesáreo, el Papado, la Monarquía
absoluta o los modernos Estados totalitarios. La autoridad suprema de Atenas es
la Asamblea de ciudadanos, no un remoto grupo de burócratas apoyados en el
ejército y la policía. La violencia con que la tragedia y la comedia antigua
tratan los asuntos de la polis contribuye a explicar la actitud de Platón, que
deseaba “la intervención del Estado en la libertad de la creación poética”.
Basta
leer a los trágicos –especialmente a Eurípides– o Aristófanes para darse cuenta
de la incomparable libertad y desenfado de estos artistas. Esa libertad de
expresión se fundaba en la libertad política. Y aun puede decirse que la raíz
de la concepción del mundo de los griegos era la soberanía y libertad de la
polis.
“Acaso
en el mismo año en que Aristófanes presenta sus Nafas –dice Burckhardt en su
Historia de la cultura griega–, aparece la memoria política más vieja del
mundo: Acerca del Estado de los atenienses.” Reflexión política y creación
artística viven en el mismo clima. Los pintores y escultores gozaron de
parecida libertad, dentro de las limitaciones de sus oficios y de las
condiciones en que se les empleaba. Los políticos de aquella época, al
contrario de lo que ocurre en nuestros días, tuvieron el buen sentido de
abstenerse de legislar sobre los estilos artísticos.
El
arte griego participó en los debates de la ciudad porque la constitución misma
de la polis exigía la libre opinión de los ciudadanos sobre los asuntos
públicos. Un arte “político” sólo puede nacer allí donde existe la posibilidad
de expresar opiniones políticas, es decir, allí donde reina la libertad de
hablar y pensar. En este sentido el arte ateniense fue “político”, pero no en
la baja acepción contemporánea de la palabra. Léanse Los persas para saber lo
que es tratar el adversario con ojos limpios de las deformaciones de la
propaganda. Y la ferocidad de Aristófanes se ejerció siempre contra sus
conciudadanos; los extremos a que recurre para ridiculizar a sus enemigos
forman parte del carácter de la comedia antigua. Esta beligerancia política del
arte nacía de la libertad. Y a nadie se le ocurrió perseguir a Safo porque
cantase el amor en lugar de las luchas de la ciudad. Hubo que esperar hasta el
sectario y mezquino siglo XX para conocer semejante vergüenza.
El
arte gótico no fue obra de Papas o Emperadores, sino de las ciudades y las
órdenes religiosas. Lo mismo puede decirse de la institución intelectual típica
de la Edad Media: la Universidad. Como ella, la catedral es creación de las
comunas urbanas. Se ha dicho muchas veces que esos templos expresan en su
verticalidad la aspiración cristiana hacia el más allá. Hay que añadir que si
la dirección del edificio tenso y como lanzado al cielo, encarna el sentido de
la sociedad medieval, su estructura revela la composición de esa misma
sociedad.
En
efecto, todo está lanzado hacia arriba, hacia el cielo; pero, al mismo tiempo,
cada parte del edificio posee vida propia, individualidad y carácter, sin que
esa pluralidad rompa la unidad del conjunto. La disposición de la catedral
parece una viva materialización de aquella sociedad en la que, frente al poder
monárquico y feudal, las comunidades y corporaciones forman un complicado
sistema solar de federaciones, ligas, pactos y contratos. La libre
espontaneidad de las comunas, no la autoridad de Papas y Emperadores, otorga al
arte gótico su doble movimiento: por una parte lanzado hacia arriba como una
flecha: por la otra, extendido horizontalmente, albergando y cubriendo, sin
oprimirlas, todas las especies, géneros e individuos de la creación. En
realidad, el gran arte del Papado corresponde al período barroco y su
representante típico es Bernini.
Las
relaciones entre el Estado y la creación artística dependen, en cada caso, de
la naturaleza de la sociedad a que ambos pertenecen. Mas en términos generales
–hasta donde es posible extraer conclusiones en una esfera tan amplia y
contradictoria– el examen histórico corrobora que no solamente el Estado jamás
ha sido creador de un arte de veras valioso sino que cada vez que intenta
convertirlo en instrumento de sus fines acaba por desnaturalizarlo y
degradarlo. Así, el “arte para pocos” casi siempre es la libre respuesta de un
grupo de artistas que, abierta o solapadamente, se oponen a un arte oficial o a
la descomposición del lenguaje social. Góngora en España, Séneca y Lucano en
Roma, Mallarmé ante los filisteos del Segundo Imperio y la Tercera República,
son ejemplos de artistas que, al afirmar su soledad y rehusarse al auditorio de
su época, logran una comunicación que es la más alta a que puede aspirar un
creador: la de la posteridad. Gracias a ellos el lenguaje, en lugar de
dispersarse en jerga o petrificarse en fórmula, se concentra y adquiere
conciencia de sí mismo y de sus poderes de liberación.
Su
hermetismo –jamás del todo impenetrable, sino siempre abierto al que quiera
arriesgarse tras la muralla ondulante y erizada de las palabras– es parecido al
de la semilla. Encerrada, duerme la vida futura. Siglos después de muertos, la
oscuridad de estos poetas se vuelve luz. Y su influencia es de tal modo
profunda que puede llamárseles, más que poetas de poemas, poetas o creadores de
poetas. En sus armas figuran siempre el fénix, la granada y la espiga eleusina.
Octavio Paz. El
arco y la lira, Apéndice I, "Poesía, Sociedad, Estado". Fondo de Cultura Económica, 1956.
[1]
No es ésta la ocasión para examinar más de cerca la naturaleza de la sociedad
azteca y desentrañar la verdadera significación de su arte. Baste apuntar que
al dualismo de la religión (cultos agrarios de las antiguas poblaciones del
Valle y dioses guerreros propiamente aztecas) corresponde también una
organización dual de la sociedad. Sabemos, por otra parte, que casi siempre los
aztecas emplearon a extranjeros vasallos como artífices y constructores. Todo
esto hace sospechar que nos encontramos ante un arte y una religión que
recubren, por medio de la acumulación y la superposición de elementos propios y
ajenos, una escisión interior. Nada parecido nos ofrecen el arte maya de la
gran época, el «olmeca» o el de Teoáhuacán, en donde la unidad de las formas es
Ubre y espontánea, no conceptual y externa, como en la Coatlicue, La línea viva
y natural de los relieves de Palenque —o la severa geometría de Teotihuacán—
nos hacen vislumbrar una conciencia religiosa no desgarrada, una visión del
mundo que ha crecido naturalmente y no por acumulación, superposición y
reacomodo de elementos dispersos. O sea: el arte azteca tiende a un
sincretismo, no del todo realizado, de contrarias concepciones del mundo, en
tanto que el de las culturas más antiguas no es sino el desarrollo natural de
una visión única y propia. Y éste es otro de los rasgos bárbaros de la sociedad
azteca, frente a las antiguas civilizaciones mesoamericanas.
[2]
Ángel Valbuena Prat, Historia de la literatura española, 1946.
Anoche poco pude dormir, me fui a la biblioteca y
tomé dos libros al azar que también leí al azar. Y mayor coincidencia en el
asunto no podía haber, un tópico. El primero que tomé fue mi añejo "El
arco y la lira", de Octavio Paz. Quise leer a la ventura y venir de atrás
hacia adelante, pero me quedé en los apéndices, sobre todo en el que versa
sobre Poesía, Sociedad y Estado. Luego abrí a la fortuna el maravilloso libro
de Nietzsche "Fragmentos póstumos sobre política" y no podía ser más
ajustado a lo que expresa Paz en su apéndice, una demoledora nota sobre Hegel y
su totalitaria noción de estado, anotación que me voy a tomar el trabajo de
transcribir, pues al igual que algunos poetas y librepensadores, siempre he
considerado que el grandilocuente "Estado" no hace más que poner la
torta. Y quien paga los platos rotos es el ciudadano común...
lacl - Nota de 1ro de junio, 2017
Hoy agrego la anotación de Nietzsche y algunos
fragmentos del apéndice de Paz, aunque no sin dejar de acotar, por cierto, que
Bertrand Russell expresó una opinión similar a la de Nietzsche a la hora de
tabular la dialéctica hegeliana que se caracterizó por justificar el sacrificio
de la parte en beneficio del todo, esto es, la del individuo por la masa.
lacl - 19 de junio, 2017
.....
Octavio Paz:
"...Las relaciones entre el Estado y la
creación artística dependen, en cada caso, de la naturaleza de la sociedad a
que ambos pertenecen. Mas en términos generales –hasta donde es posible extraer
conclusiones en una esfera tan amplia y contradictoria– el examen histórico
corrobora que no solamente el Estado jamás ha sido creador de un arte de veras
valioso sino que cada vez que intenta convertirlo en instrumento de sus fines
acaba por desnaturalizarlo y degradarlo. Así, el “arte para pocos” casi siempre
es la libre respuesta de un grupo de artistas que, abierta o solapadamente, se
oponen a un arte oficial o a la descomposición del lenguaje social. Góngora en
España, Séneca y Lucano en Roma, Mallarmé ante los filisteos del Segundo
Imperio y la Tercera República, son ejemplos de artistas que, al afirmar su
soledad y rehusarse al auditorio de su época, logran una comunicación que es la
más alta a que puede aspirar un creador: la de la posteridad. Gracias a ellos
el lenguaje, en lugar de dispersarse en jerga o petrificarse en fórmula, se
concentra y adquiere conciencia de sí mismo y de sus poderes de
liberación..."
O.
Paz. El arco y la lira. Fondo de Cultura Económica, México, 1956.
.....
Friedrich Nietzsche:
Acerca de la mitología de lo histórico, Hegel: “Lo
que sucede a un pueblo, lo que ocurre en
el interior del mismo, tiene su significado esencial en la relación con el
Estado: las puras particularidades de los individuos son lo más alejado de
aquel tema que pertenece a la historia” *. Pero el Estado sólo es un medio para
la conservación de muchos individuos: ¡cómo puede ser un fin! La esperanza está en el hecho de que en la
conservación de muchos fracasados también sean protegidos aquellos pocos en los
que culmina la humanidad. De lo contrario no tiene ningún sentido mantener a
tantos hombres miserables. La historia de los Estados es la historia del
egoísmo de las masas y del ciego deseo de querer existir: solo por los genios
se justifica hasta cierto punto esta aspiración, en tanto que puedan vivir con
ella. Egoísmos particulares y colectivos están en lucha unos contra otros –un
torbellino atómico de egoísmos-; quién querrá
buscar aquí una finalidad!
Gracias al genio, sin embargo, algo resulta de
este torbellino de átomos, y ahora se piensa benévolamente sobre la falta de
sentido de este trajín: como si un cazador ciego disparara a su alrededor
cientos de veces y, finalmente, por azar, cazara un pájaro. “Sin embargo, al
final, ahí tienes el resultado”, se dice él, y dispara de nuevo.
Friedrich
Nietzsche, Fragmento póstumos sobre política, Editorial Trotta, Madrid, 2004
Cuán lacerantes verdades se atesoran en el
pensamiento que Lawrence nos desplegara en sus ensayos. El verdadero
Apocalipsis (o Revelación), contundente golpe de anagnórisis, nos toma de
improviso al entregarnos a la lectura de ese ensayo de homónimo título.
Verdades que llegan a doler, en su desnudez, en la exposición de una vida
humana que se ha instituido como un vivir contra natura, en la que la palabra revelación
se nos ha inculcado como merecido cataclismo de lo humano, cuando revelación se
nos antoja como una de las más altas experiencias arrimadas a lo santo. Extraigo
un par de párrafos de este insustituible libro. Un iluminado discurso (en el
mejor sentido de la palabra) que se aviene a almas que han caminado toda su
vida a contracorriente. No es necesario abundar en palabras acerca de un libro
sobre el que no hay otra alternativa que recomendar su lectura. Es el caso del discurso
que desmonta tesis o patrones de conducta que se han instituido, por siglos, con
la misma endeblez de las frases hechas. Un discurso allegado al bien amado “common
sense” de Bertrand Russell. Por supuesto, no deja de ser una enorme paradoja o punzante
contrasentido que, al día de hoy, el sentido común, sea una cosa tan poco común…
lacl
(Capítulo II)
“…En la época de
Jesús, los hombres dotados de fortaleza interior, habían perdido su deseo de
dirigir el mundo. Deseaban retirar su
fuerza del gobierno mundano y del poder temporal, y de aplicarla a otra forma
de vida. Entonces los débiles empezaron
a animarse, a sentirse exageradamente engreídos, y empezaron a expresar su odio
feroz a los que eran fuertes con toda evidencia, los hombres que ostentaban el
poder mundano.
Fue así como la
religión, y en especial la religión cristiana, se hizo dual. La religión de los
fuertes enseñaba renunciamiento y amor, mientras que la religión de los débiles
enseñaba: “Abajo con los fuertes y los poderosos, y dejemos que glorifiquen a
los pobres”. Puesto que en el mundo siempre hay más personas débiles que fuertes,
la segunda clase de cristianismo ha triunfado y seguirá triunfando. Si a los
pobres no se les dirige, dirigirán ellos. No puede haber la menor duda de ello,
y el principio por el que se rigen los débiles es: ¡Abajo los fuertes!
Ese grito tiene su
gran autoridad bíblica en el Apocalipsis. Los débiles y los pseudo humildes van
a eliminar todo el poder mundano, la gloria y las riquezas de la faz de la
tierra, y entonces ellos, los realmente débiles, reinarán. Será un milenio de
santos pseudo humildes, algo horroroso de contemplar. Pero eso es lo que
defiende hoy la religión: abajo con toda la vida fuerte y libre, que triunfen
los débiles, que reinen los pseudo humildes. La religión de la vanagloria de
los débiles, el reino de los pseudo humildes: éste es el espíritu de la
sociedad de hoy, religioso y político…”
…..
(Capítulo III)
“…Cuando leemos
crítica y seriamente, nos damos cuenta de que el Apocalipsis revela una
doctrina cristiana muy importante que no contiene nada del Cristo verdadero,
nada de los Evangelios reales ni del aliento creativo del cristianismo, y que,
no obstante es quizás la doctrina más eficaz de la Biblia, puesto que ha
ejercido un efecto más intenso sobre las gentes de segundo orden, a lo largo de
la era cristiana que cualquier otro libro de la Biblia. Tal como nos ha llegado
el Apocalipsis de Juan (*) es obra de una mente de segundo orden y atrae
intensamente a las mentes de segundo orden en todos los tiempos y países. No
deja de ser extraño que, a pesar de su carácter ininteligible, haya sido sin
duda la mayor fuente de inspiración para la gran masa cristiana –la gran masa
es siempre de segundo orden– desde el Siglo I. Y nos damos cuenta horrorizados,
de que ésa es la mentalidad que sigue hoy vigente: no la de Jesús o la de
Pablo, sino la de Juan de Patmos…”
(*) Se refiere a Juan
de Patmos
D. H Lawrence, Apocalipsis, Montesinos Editor,
Barcelona, España, 1990.
.
Friedrich Gulda
Bach Air in D Major (sulla quarta corda!)
EL MANDARÍN - Las formas del fuego (1929)
José Antonio Ramos Sucre
Yo había perdido la gracia del emperador de China.
No podía dirigirme a los ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi
degradación.
Un rival me acusó de haberme sustraído a la visita de mis padres cuando
pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi audiencia.
Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados, y los
despidieron a palos.
Yo me prosterné a los pies del emperador cuando bajaba a su jardín por la
escalera de granito. Recuperé el favor comparando su rostro al de la luna.
Me confió el develamiento y el gobierno de un distrito lejano, en donde habían
sobrevenido desórdenes. Aproveché la ocasión de probar mi fidelidad.
La miseria había soliviantado los nativos. Agonizaban de hambre en compañía de
sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban sus criaturas a unos cerdos
horripilantes. No era posible roturar el suelo sin provocar la salida y la
difusión de miasmas pestilenciales. Aquellos seres lloraban en el nacimiento de
un hijo y ahorraban escrupulosamente para comprarse un ataúd.
Yo restablecí la paz descabezando a los hombres y vendiendo sus cráneos para
amuletos. Mis soldados cortaron después las manos de las mujeres.
El emperador me honró con su visita, me subió algunos grados en su privanza y
me prometió la perdición de mis émulos.
Sonrió dichosamente al mirar los brazos de las mujeres convertidos en bastones.
Las hijas de mis rivales salieron a mendigar por los caminos.