Convalecencia
Muchas son las horas del oficiar perdidas (y por fortuna o en compensación -si es que nos hallamos con el talante adecuado para ello- las del memorioso corazón recuperadas), cuando un infortunio, un accidente, un desaliento o (¿por qué no?) un desoír a nuestro fuero interior nos postra en una cama, aquejados por alguna dolencia.
Pero la verdad es que, sea de una forma u otra, accidental o inducida, la caída en una cama nos sirve como una invitación a la indagatoria, no sólo de las remembranzas más lejanas de una vida personal, sino para el encuentro con recuerdos ancestrales, anteriores a nuestro nacimiento, aquello que, extrañamente, hemos prefigurado en nuestro discurrir como un saber y hasta un intuir preliminar a nuestra mundana experiencia.
Grosso modo, el apurado ser humano ha olvidado, por
desgracia, que la enfermedad o cualquier agobio de la salud, le está abriendo
la puerta para que, en el reposo, se entregue a un preterido ocio o a un
contemplar sempiternamente pospuesto, virtudes para las que se encuentra
adormecido hasta la hora del traspié.
Claro que hay enfermedades que llegan a manifestarse de
un modo tan cruento o crítico, que el doliente no halla margen de maniobra, ni
tiempo para evadir el desastre en ciernes. Y, sin embargo, aún en casos tan
graves, suele uno ver momentos de iluminación en aquella persona que se ha
visto afectada por un mal que supera, con creces, toda posibilidad de enmienda
y reconciliación con el ser manifestado en el suspiro del vivir.
Cuando era un joven iniciándose en el camino de la
madurez, caí víctima de la tuberculosis. Vida desordenada, trabajando largas horas
del día y mal alimentado (a pesar de que gocé siempre de generosas dosis de
vitalidad), mal dormido, trasnochado y siempre ganado para la bohemia, me
encontré de pronto, ante el hecho de un pulmón al que los bacilos ya le habían
horadado una caverna. Tos, fiebre y un incomprensible e indescriptible estado
de desazón respirativa.Mi primera reacción fue la de entregarme, un tanto novelescamente, al fátum de la adversidad. Sentí correr por mi sangre el absurdo inverosímil de la muerte en la hora del retoño, como un legado de Kafka. Aunque suene risible o increíble, lo primero que vino a mi mente fue la imagen, acaso trágica, de un estoico Kafka lidiando con la notificada muerte. Y más atrás, la sombra de Hans Castorp, subiendo en tren hacia la Montaña Mágica, sumido en sus deliberaciones sobre el tiempo.
Infortunadamente, mis padres escucharon conmigo el
dictamen del médico. Mi madre se echó a llorar de inmediato y sentí oleadas de
piedad recorriendo mi cuerpo, para afirmar, ipso facto, “…No se angustien,
saldré de esta prueba, se los prometo…”, mientras sentía, al unísono, recorrer
mi cuerpo, algo así como una savia verde, prometedora de verdores. Ese crecer
vegetativo y rumoroso, solamente manifestado para uno, en el rumor fluvial del
más profundo ser que, al borde del abismo, nos hallamos compartiendo con el
insondable e inmensurable afuera. Era un mínimo esfuerzo que les debía a mis
padres y al resto de la familia, luego de haber sufrido, unos años atrás, la
más dolorosa de las pérdidas, cuando mi hermana Marianella nos dejó junto con
la semilla de un hijo en el vientre. Ese golpe nos había dejado arrasados,
devastados, borrados del mapa.
Así que, un mes más tarde, el médico no salía de su
asombro. Superadas mis primeras dubitaciones sobre lo que mi esencia añoraba
para sí, la reacción ante la tisis fue categóricamente expedita. No había
sombras siquiera de la caverna (así le llaman) que los bacilos, cual
infatigables mineros, habían abierto en el árbol de mi pecho. El médico nos
dijo que ni siquiera un especialista podría determinar, a simple vista, que
había sufrido yo tal embestida.
Quedé, desde ese entonces, convencido de algo que había
intuido desde niño: que en nuestro ser alienta la presencia de potencias cuasi
mágicas y desconocidas, fuerzas ante las que solemos pasar inadvertidos,
capaces de obrar hechos que parecieran imposibles, milagrosos. Nada que tenga
que ver con la mera voluntad del yo o con la fuerza del carácter. Sinceramente
me parece una estupidez el que se crea que con oleadas de voluntarioso yo se
puedan enmendar enigmas para los que el yo consciente luce tan desprotegido,
como un bebé recién nacido, enigmas de los que la conciencia nada sabe.
Escribo estas notas entre ayer y hoy, luego de haberme
visto en la forzosa necesidad de guardar, una vez más, reposo y por más tiempo
del que cabría esperar. Esta vez todo fue a causa de entregarme, por entero, a
la alegría. Y, sin embargo, sigo fiel a lo que ya es una añeja creencia: ¿quién
me quita lo bailado?LA
P. S. Revisando un viejo cuaderno, me encuentro con un texto viejísimo, olvidado; y, otro, más reciente, igualmente olvidado. Me ha sorprendido más éste que el añejo, pues al otro siempre lo he llevado en la memoria, aunque de manera difusa, no soy hombre de memorizar cosas propias, porque pierden vuelo y sentido…
Las agrego, más abajo, amén de algunas notas entresacadas de mi convalecencia…
I.
La
vida es un obsequio terrible,
terrible.
No nos conformamos, no sabemos conformarnos.
Yo no me conformo, tú tampoco.
Nos desplazamos por la vida,
cada uno con su lámpara,
iluminando el rostro del otro.
Un reconocimiento, una justificación oculta.
Siempre una prenda que ponernos.
Y nada.
Porque vivimos obligados.
Una y otra vez, cada vez, más obligados.
Como emplazados por una comedia forzosa
que no nos pertenece.
Nuestros atributos provienen del despojo.
Hijos de la memoria, nos apadrina un olvido.
He dicho que es regalo terrible,
pero terrible y diáfano,
como la muerte.
Digno de anotarlo, de sondearlo,
como acaso, alguna vez, sondeaste a la flor
sin saber y sin por qué.
Y ella entró en ti y tú en ella.
Pero nadie desea detenerse
(o nadie puede)
Y , entonces, nos conformamos,
aprendemos a conformarnos.
Vivimos embalados,
erramos embalados,
quemando nuestro rostro
en todo rostro que alumbramos.
(Años ochenta, fecha incierta)
II.
como para escribir sobre una nube
y diviso a un zamuro
circundando la comarca.
Todo es quietud
a ratos intervenida
por el trino de algún pájaro,
la voz de un niño
y la brisa tenue
que, sigilosamente,
pasa besando las florestas
y da tímido impulso
al pálido tañido
de la campana de la casa
(07/11/10 - 08/04/12)
III.
En la nada conjetural
que nos envuelve
suspira una plenitud
(06 de Abril, 2012)
IV.
Hemos
disipado
la copa colmada que la nada copa
(06 de Abril, 2012)
V.
Mi padre siempre tenía una palabra o, mejor, una lacónica expresión para significar la hora del fracaso o del revés. “Los imponderables” decía… y dejaba a la deriva su enunciado cabalgando sobre el aire, como albergando la esperanza de que su barca alcanzara puerto de escucha.
Cuando siendo un niño (e, incluso, en mi adolescencia) le
escuchaba esa expresión, me parecía estar plantado ante el título de un
intrincado teorema del misterio.
Hombre organizado y metódico, amén de ganado para la
laboriosidad, ello no le indujo a marginar su sencillez y, menos aún, su cuota
de candor originario, pues la llama del corazón -para bien o para mal- fue
siempre luz orientadora de sus pasos.A lo largo de los años con los que la gracia nos donó de afectiva convivencia me tocó sospechar, algunas veces, que mi padre había sufrido algún percance, dado que en tales ocasiones su temperamento se volvía taciturno, perdía locuacidad. Pues no había intenciones en él de compartir cargas pesadas.
Pero tal giro para demarcar la derrota era, generalmente, proferido en su intención de señalar yerros humanos; quiero decir, que salía a flote por develar bajezas de temperamento, antes que para señalar golpes del azar, de la causalidad o de la providencia. El karma no estaba contemplado en su enunciado.
Eso lo comprobé después, cuando tuve edad para servir de confidente a sus más hondas preocupaciones o de repositorio a sus más profundos anhelos en la vida, no otros que los de ponerle rieles a la felicidad de sus seres más queridos, tal como él siempre quiso servir a los demás (aun cuando algunos no se percataran de ello o no lo comprendieran).
“…Los imponderables…” era, pues, lacónico enunciado para la hora de tener que tragarse la mala fe de algún querido amigo o, incluso, la más dolorosa de algún familiar. Y lo vi desprenderse dolorosamente de sus engañados afectos, como quien se despoja de una mano, para no verles nunca más, a expensas de extrañarles en silencio… Pero jamás fue, tal enunciado, propicio para la hora de la peor de las derrotas, como cuando nos tocó padecer la pérdida de tantos seres queridos cortados en flor por las inconmovibles parcas. Ante tales eventos, no era infrecuente sorprenderlo mientras se decía, como para sí mismo: “…somos hijos de la muerte…”
(28 de Abril, 2012)
GUARIDA DE LOS POETAS
Juan Sánchez Peláez – Por los ritmos primordiales
Efusivamente recomendamos la escucha de este poema, en la voz del propio Juan Sámchez Peláez.
Del libro Aire sobre el aire (1989)
http://migueleguedez.wordpress.com/2008/06/19/juan-sanchez-pelaez-por-los-ritmos-primordiales/
http://migueleguedez.wordpress.com/2008/06/19/juan-sanchez-pelaez-por-los-ritmos-primordiales/
Cortesía de Hablemos de poesía
http://migueleguedez.wordpress.com/
X
Por los ritmos primordiales
de
nuestra
tierra
que es dura y
suave
por los cinco
sentidos
y nuestro
abismo
por querer paladear la
luz
nos arrodillamos y lloramos
así:
si tu boca está en lo infinito y tu espina es mi
pan
ya debes tener dos piedras sobre
cada
mano del
desierto
ya no posees abejas dentro del
panal
ni manantiales sino montañas
elevadas
y continúas dormido en los
páramos
que no son albergue de
nadie
y es inútil que hagamos frente a
ti
salvas de aplausos o disparos con
fusiles
y no te importa el grito demasiado
audible
entre
nosotros
y no te repones del
sueño
ni de tus páramos que sueñan
también
ni de la claridad
eterna
jamás.