Letras contra letras
Todo poeta es un extranjero
(Escrito del 07 de Abril de 1999, para su lectura en la Feria del Libro de Bogotá.)
Eludiendo deliberadamente la discusión de la premisa que postula la validez de la figura del poeta en tiempos tan agitados como los actuales; en los que la velocidad a ultranza y una permanente persecución de "récords" atosiga todos los campos de la expresión humana (sin excluir, por desgracia, los del humanismo), quiero decir que todo poeta es un extranjero. Apelando a un débil y nada poético juego de palabras, digo que nadie es poeta en su tierra. Con lo cual no quiero significar que es imposible seguir el culto de la poesía desde nuestro sillón preferido, sino que ello sólo es posible y hace de nuestra vida una carga más llevable, si reconocemos esa condición de incorregible forastero con la que ese culto signa el ceño de quien lo practica o lo predica.
En esa cualidad de forastero reside una paradoja. En un sentido, quizás el menos importante, pero no el menos peligroso, es un extranjero a la luz de las pautas que establecen los mecanismos de poder existentes en un mundo, en el que la libertad de conciencia se ve cada día más acechada, a fuerza de serle impuesta, de un modo pertinaz, la ilusión de una globalización de la razón y de un entrecomillado conocimiento. Esta macabra tarea no persigue otra cosa que reducir el ser humano, por medio de un laborioso proceso de síntesis, a la más enajenada de las condiciones: la del individuo que no puede ver ni degustar el mundo -un mundo que le pertenece tanto como a cualquiera- con su propia mirada, sino con los ojos de una visión prestada.
Aquel que detecta esta conjura, llamémosle por ahora el poeta, aunque a mí me gustaría identificarlo como “alguien que ve”, termina siendo irremediablemente un extranjero pues, a juicio de aquellos que de alguna manera mueven las manecillas del poder, desde los grandes emperadores de hoy, los plutócratas, los reyes Midas del "money transfer" que de una pincelada pueden decidir lo que hay que hacer en los confines del planeta, hasta el estupidizado e insignificante administrador que envidia a estos Midas y que, en compensación, dedica las mejores horas de su vida a tabular los minutos de ausencia de cada empleado, para ver realizado su magro poder al deducir salarios y, quizás, lograr algún despido; a juicio de caballeros de esta calaña, repito, un hombre que cante el milagro de un fortuito cielo, o que cante a los dones del amor todavía y siempre posibles, un hombre que con honestidad, con humildad e independencia de criterios, componga y dedique no sólo su palabra sino sus actos a enaltecer los aspectos más elementales del vivir o a señalar las paradojas de la crueldad colectiva que algunos críticos sumamente acuciosos han designado como sociedad, se convierte -muy a pesar suyo- en una piedra en el zapato, un desenmascarador “ad honorem” que hay que reducir a la condición de ciudadano de tercera, cuyo derecho de identidad debe estar, en todo momento, sujeto a revisión.
Otro sentido en el que, pienso, un poeta es y ha de ser un extranjero, es aquel que le confiere movilidad y consubstanciación. Todo poeta es un eterno emigrante y un solapado inmigrante: nunca querría estar para siempre en un mismo lugar y siempre llega oculto a todas partes. Pero el poeta es también un residente de todo lo que ve y en ello logra consubstanciación; lo que sucede es que no puede acallar su condición de nómada, y así resulta que en ningún lugar está quieto pues, en todo se transfigura, aunque no se mueva en semanas de su casa, aunque no cambie de morada en cincuenta años. Recuerdo una frase de Ungaretti que reza: “Un poeta es un hombre que lo siente todo”, para lo cual -añado yo- no es necesario desplazarse, literalmente hablando. Porque el poeta es un viajero inquieto e incansable y puede recorrer, con una agilidad inusitada, trayectos que no se pueden alcanzar con ningún adelanto tecnológico; porque el poeta no recorre una distancia determinada en un tiempo determinado; recorre espacio, recorre "tempo", va hacia adelante y hacia atrás como va hacia sus adentros o hacia el afuera de sí mismo o hacia el adentro o afuera de las cosas. En este continuo ir y venir, en la práctica de este principio de continuo enquistamiento y posterior migración, reside la fuente de su dicción e, incluso, la de su silencio. Bien. Llegado a este punto, me encuentro con que todo esto no son más que pensamientos.
Y todo esto viene a cuento porque yo no soy poeta. Dudo, vacilo mucho en verme y catalogarme como tal. Además, parafraseando a Pessoa, aunque por otros motivos: no soy poeta, no puedo querer ser poeta o, al menos, no puedo querer ser poeta en el sentido usual que el término ha adquirido para algunas personas modernamente; al menos, en mi ciudad natal, Caracas, en la que, a mi juicio, la manía por el experimentalismo colectivo dentro de los talleres literarios atenta contra la expresión sincera de lo particular o personal. Y no desearía que se tome esta afirmación como una diatriba contra los talleres literarios, pues yo he participado en ellos y, de hecho, actualmente participo en un taller de poesía. Sólo es un señalamiento que me parece pertinente porque, según lo veo y siento yo, en la génesis de toda experiencia poética priva ante todo una experiencia de intimidad con el mundo, no un asunto de experimentalismo participativo y, mucho menos, discúlpenme si sienten que esto es muy obvio, un asunto de ampararse bajo la figura romanticona, mítica o narciza de alguien juega a ser el poeta o el elegido. En un libro* casualmente inédito escribí:
No creo en la poesía
como status de vida
(No creo en los poetas)
(No creo en la literatura
como sustituto de la vida)
Sólo creo en la memoria
remembrada
Con lo cual quiero dejar en claro que yo no soy un poeta literario, porque ame a la literatura, o mejor, cierta literatura pues, ¿quién no tiene preferencias?, ni porque haya realizado estudios de Letras en la Universidad Central de Venezuela, nada regulares, por cierto. Y es que jamás me he esmerado en publicar, pues dudo mucho más de la validez de mis esbozos que de la validez de mis bostezos, aunque no descarto el tener que pasar por esa prueba alguna vez y de hecho así lo deseo, pues se cansa uno de llevar un bulto bajo el brazo, sin aparente destinatario. Tampoco me he esmerado por leer nada en público; en suma, no profeso un oficio de poeta a la luz pública. Soy lo que los franceses llamarían un "amateur". Se preguntarán ustedes, entonces, ¿y que hace ese señor sentado aquí, delante de nosotros?
Bueno, lo diré en dos platos: el azar quiso que conociera en la Feria del Libro de Caracas del año pasado a una poeta Colombiana; ella es Lilia Gutiérrez, quien estando en Caracas, tuvo la amabilidad de regalarme un libro suyo cuya lectura me plació grandemente: La cuarta hoja del trébol, obra de imágenes decantadas y de la que el título ya anticipa la extraña belleza, la singularidad de los poemas que lo componen. Así pues, de repente me encontré susurrándole que yo también tengo mis manías y que cuando estoy en vena, rasguño servilletas, cuadernos, tapas de libros y cualquier papel que se me atraviese en el camino. Y que todos mis garabatos salen escritos en forma de verso; atendiendo en un principio, al espacio en blanco disponible en la servilleta u hoja que encuentre más a la mano. Así fue, para no entrar en más detalles, como surgió esta invitación a leer en Bogotá, y, más allá de toda duda, siendo yo un amateur, esto es, un amante de la poesía, ¿cómo creen ustedes que iba a desperdiciar esta oportunidad de ejercer la extranjería?
Dicho esto, debo pasar a la parte más engorrosa del asunto, quizás no tan jovial como lo antedicho, pues no siempre puedo expresar jovialidad cuando rayo líneas en forma de verso. Manía que no he podido erradicar de mi línea de conducta.
Luis Alejandro Contreras, Caracas, 07/08 de Abril de 1999.
Texto escrito para la ocasión de leer junto a otros poetas en la Sala Barba Jacob, Bogotá, Colombia.
* El libro de que hablo, Contracorrientes (sentencias en incertidumbre) fue publicado posteriormente en Caracas, por BID&CO Editores, 2006.
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