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lunes, 31 de agosto de 2020

Franz Kafka, Un artista del hambre - ¿Una fábula? / PAU CASALS - EL CANTO DE LOS PAJAROS (EL CANT DELS OCELLS) / Jordi Savall: Lachrimae Caravaggio (Hespèrion XXI)




Un cuento que marcó mi vida, para siempre. Como he dicho o escrito tantas veces en mi vida, no se es el mismo luego de que uno ha leído a “jóvenes” como Franz Kafka o Arthur Rimbaud. Este cuento, más que una obra literaria es una experiencia, parte de lo que podríamos llamar una educación sentimental. Y no creo pertinente explayarse a hablar sobre el cuento. Lo verdaderamente pertinente en torno a esta fábula es leerla. Y leerla en soledad, para que luego pueda el silencio ayudarnos a sugerir algunas necesarias deducciones sobre una supuesta humanidad.

Salud
lacl

Franz Kafka, Un artista del hambre

      En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.

      Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.

      A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.

      Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.

      Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía —sólo él y ninguno de sus adeptos— qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al fin de su ayuno —esta justicia había que hacérsela—, había abandonado su jaula voluntariamente.

      El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.

      Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente —con la música no se podía hablar—, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.

      Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento —jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica—, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.

      Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.

      Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio. ¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.

      Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?

      El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del contrato.
      Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.

      Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.

      Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto —ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia— tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general —¿qué sabían ellos lo que era ayunar?—, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas —decíase a veces el ayunador— si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino de las cuadras.

      Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.

      Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.

      Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.
      —¿Ayunas todavía? —le preguntó el inspector—. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
      —Perdónenme todos —musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.
      —Sin duda —dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador—, todos te perdonamos.
      —Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre —dijo el ayunador.
      —Y la admiramos —repúsole el inspector.
      —Pero no deberían admirarla —dijo el ayunador.
      —Bueno, pues entonces no la admiraremos —dijo el inspector—; pero ¿por qué no debemos admirarte?
      —Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo —dijo el ayunador.
      —Eso ya se ve —dijo el inspector—; pero ¿por qué no puedes evitarlo?
      —Porque —dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso—, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
      Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.
      —¡Limpien aquí! —ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba se la traían sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.


DIBUJOS DE FRANZ KAFKA







 PAU CASALS - EL CANTO DE LOS PAJAROS (EL CANT DELS OCELLS)




Jordi Savall: Lachrimae Caravaggio (Hespèrion XXI)  






Guarida de los poetas: Rumi, una voz fundamental / Galería de Orfeo: Cuando yo muera, Rumi.



A pesar de la honda huella que, consideramos, tiene la persona de Rumi para la poesía de todos los tiempos, nunca le hemos dedicado una publicación en exclusiva, con algunos de los textos legados por él. Siempre hemos incluido reproducciones audiovisuales contentivas de algunos poemas o sentencias suyas. Hoy queremos enmendar esa falta, a sabiendas de que es imposible difundir todo lo que un corazón pueda desear en lo que toca a poesía pues, maravillosos poetas y, sobre todo, esenciales para nuestro oído interno (el oído del corazón), ha habido más de los que cabe imaginar. En todo lugar del mundo, a toda hora, hay un poeta trabajando la mirada que contempla, bien sea en medio de la oscuridad o del deslumbre, ejerciendo el oficio o arte de la palabra, como rezara alguna vez Dylan Thomas, para los amantes, "por ese mínimo salario de sus más escondidos corazones". Espero que sea del agrado de cualquier impensado visitante de este recoveo virtual que nominamos Contracorrientes o Letras/contra/Letras. Gtadualmente iremos agregando narraciones o poemas de Rumi a esta publicación. 

Salud!

lacl


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Soy esa gacela

Soy esa gacela que el cazador mató

para extraer el almizcle de su hígado.
Soy ese zorro de los campos
al que le cortaron la cabeza para obtener su piel.
Soy el elefante que su guardián mató
para obtener el marfil de sus colmillos.

El mundo contiene la prueba del Biel y del Mal.
Es ardiendo como se separa el oro de la impureza.

Rumi, Masnavi.
Tomado del libro Rumi - El conocimiento y el secreto. FCE Breviarios, 2006



Galería de Orfeo: Cuando yo muera.



Nota: El texto lo tomamos literalmente de los comentarios del video en cuestión. (lacl)


CUANDO YO MUERA.

 

Cuando muera, cuando mi ataúd sea llevado, no debes pensar jamás que extrañaré este mundo.

 

No derrames lágrimas, no lo lamentes o te sientas mal.

No estoy descendiendo en un monstruoso abismo.

 

Cuando veas, que mi cuerpo sea transportado, no llores mi partida.

Yo no parto, estoy llegando al Amor Eterno.

 

Cuando me dejes en la tumba, no digas adiós.

Recuerda que una tumba, es solo un telón antes del paraíso.

 

Solo me verás, descendiendo en una tumba.

 

Ahora, aguarda mi ascenso.

 

¿Cómo puede haber un final, cuando el sol se pone o la luna desciende?

 

Parece el final.

Se parece a un atardecer, pero en realidad, es un amanecer.

Cuando la tumba te encierre, es cuando tu alma se libera.

 

¿Has visto alguna vez, la caída de una semilla en la tierra, y no crecer con una nueva vida?

¿Por qué dudaría del crecimiento de una semilla llamada humano?

 

¿Has visto alguna vez, bajar un cubo en un aljibe, y volver vacío?

¿Por qué lamentarse por un alma, cuando ésta puede regresar como José desde el aljibe?

 

Cuando por última vez tu boca se cierre, tus palabras y tu alma

pertenecerán al mundo sin lugar ni tiempo.


RUMI


GUARIDA DE LOS POETAS. La gruta de las palabras, Vladimir Holan. / A. VIVALDI: «Filiae maestae Jerusalem» RV 638 [II.Sileant Zephyri], Ph.Jaroussky/Ensemble Artaserse



Un poema incontestable, éste que abre Dolor, en la versión de Forbelsky.  El poeta ve, es condición suya la de ver, aunque tan reiteradamente le toque ver un abandono...
Salud

lacl

 

La gruta de las palabras

No entra impunemente el joven con su luz

en la gruta de las palabras… Audaz, presiente apenas 

dónde se encuentra… Joven, aunque ha sufrido,

no sabe lo que es el dolor. Sabio antes de tiempo,

se escapa sin haber entrado

y alega, como excusa, la inmadurez de su época.

¡ La gruta de las palabras… !

Sólo el verdadero poeta, y por su cuenta y riesgo,

pierde  delirando en ella, las alas y con ellas, la manera

de someterlas, de nuevo, a la gravedad

y no menoscabar esa fuerza que atrae hacia la tierra…


¡La gruta de las palabras! Sólo el verdadero poeta

regresa de su silencio

para encontrar, ya viejo, a un niño que llora

abandonado por el mundo en su umbral…


De su libro Dolor, el primer poema que abre la selección. Traducción de Josef Forbelsky. Revisión y prólogo de Guilermo Carnero. Barral Editores, Ediciones de bolsillo, España, 1970.





A. VIVALDI: 

Filiae maestae Jerusalem.

RV 638 [II.Sileant Zephyri], Ph.Jaroussky/Ensemble Artaserse








Carta a José Nucete Sardi, José Antonio Ramos Sucre / Breve memoria infante de Nucete Sardi, entre otros recuerdos. / Giovanni Battista Pergolesi "Stabat Mater"(1736)






Una concisa carta que es toda una joya, vaticinio de lo por venir... Cada frase abre infinidad de derroteros para el discurrir. Ramos Sucre le declara a Nucete que es presa de la hiperestesia.
Salud!
lacl


Carta a José Nucete Sardi, José Antonio Ramos Sucre


Caracas-Hamburgo, 7 enero de 1930.*
Señor José Nucete Sardi.
Caracas.

Mi querido Nucete:

Mándame nuevamente tu libro. El que me regalaste, a la hora de mi viaje, debió quedarse en el Ministerio. De aquí habrá pasado a una venta de libros usados. Así lo sospecho.


Mándame tu libro al Consulado General de Venezuela, casa del incomparable Rafael Paredes. Con él te he recordado mucho.

Estoy en casa de Mühlens y espero curarme del intestino, autor de mi derrumbamiento. Los insomnios, de una tenacidad inverosímil, amenazan de cerca mis facultades mentales.

Dale las gracias a Pedro Sotillo por sus notas generosas acerca de mi labor y adviértele que se equivoca al calificarme de misógino. Yo soy para cada mujer un hermano y ninguna puede acusarme de negligente en su servicio, mucho menos de cruel. Los aforismos son disparos al aire.

Yo escribiré a todos los compañeros por lo menos una vez.


Ahora trato de resistir el tratamiento. El sistema nervioso es un escombro.

Consérvate bien y acepta la amistad de

José Antonio Ramos Sucre

¿Cómo está la niñita?



* Los Aires del Presagio. 2da edición. MonteAvila, Editores, 1976.
(Copia enviada por José Nucete Sardi al compilador en abril de 1961).



Nucete Sardi fue el traductor del Tomo V del "Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente", de Alejandro Humboldt


Nucete Sardi.


El respetado Nucete vivía en la esquina de la calle contigua a la nuestra, una vez, siendo muy niños, recuerdo haber entrado a su biblioteca de la mano de alguno de sus nietos, lance que al doctor Nucete no le cayera en gracia. Recuerdo que tuve la sensación de haber entrado a un templo, con un escritorio enorme de una madera muy bella, probablemente de caoba. Su casa estaba a dos cuadras de donde viviera otro gran escritor e historiador venezolano, Ramón Díaz Sánchez, autor del extraordinario ejemplar intitulado “Guzmán, elipse de una ambición de poder”, una de las obras más ambiciosas escritas en Venezuela sobre nuestra idiosincrasia... Y al frente de nuestra casa vivía el poeta José Parra Chirinos y familia, Premio Nacional de Literatura, con su poema a María Lionza; hombre muy querido por toda nuestra familia y los vecinos de nuestra calle. La familiaridad, por aquellos días, trascendía los cruces y vaivenes de la sangre. Era otra ciudad, otro país, otra vivencia del tiempo frente al transcurrir de los días. Aunque algo muy extraño recuerdo de mi pubertad: la costumbre de irrespetar, derribar o robarse bustos no es potestativo de la actualidad, pues ello ocurrió con el busto que se erigió en memoria de Nucete Sardi en una plaza al frente de su casa, después de su fallecimiento…
(lacl)

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Giovanni Battista Pergolesi "Stabat Mater"(1736) 
Una de las más bellas interpretaciones del Stabat Mater, Dirige Claudio Abbado.






La psicología del sectarismo en tiempos de ansiedad, Rafael López-Pedraza / Nina Simone: ¡ÚNICA!



Sobran las palabras. Nos cupo la suerte de contarle entre los nuestros. Otro hijo de allende los mares que hizo casa en Tierra de Gracia. Y nos ha legado una obra fecunda. Verbigracia, este ensayo capital y necesario sobre el sectarismo en tiempos oscuros o de angustia. Anhelo poder transcribir algún día su ensayo Conciencia de fracaso, otra de las joyas contenidas en su libro ANSIEDAD CULTURAL, del cual nos cupo la fortuna de hacernos de un ejemplar de su primera edición. No dudamos en recomendar ampliamente su lectura, una vez más. A pie de página un par de maravillas de Nina Simone, van en ofrenda...
Salud!
lacl

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La psicología del sectarismo en tiempos de ansiedad, Rafael López Pedraza

Algunos aspectos del sectarismo

Mi interés en este escrito es apuntar algunos aspectos del sectarismo tales como su ámbito arquetipal, su importancia a lo largo de la historia de Occidente, su alarmante irrupción en la actualidad y su interés para la historia de la psicoterapia moderna. Estudiar la complejidad de esta materia tanto como podamos es de suma importancia, porque pareciera que el hombre occidental, en general, y la psicología, en particular, ignoran la tremenda fuerza oculta tras el sectarismo.

La premisa básica del sectarismo es la siguiente: Yo y el grupo de personas al que pertenezco somos mejores y tenemos propósitos de más valía que las personas que no pertenecen a este grupo, las cuales están equivocadas y por lo tanto pertenecen al bando equivocado. Entiendo, por supuesto, que esta es una visión sumamente simplista y esquemática del sectarismo, pero la psicología del sectarismo es exactamente así: simplista y esquemática.

Para comenzar, permítanme aportar un retrato arquetipal de la personalidad sectaria, según fue esbozado por el poeta trágico Eurípides en su obra Hipólito. Hipólito es el paradigma de la personalidad virginal y puritana, que es proclive al sectarismo. Hipólito hace su primera entrada en escena, en compañía de un grupo de jóvenes cazadores amigos, que vienen cantando un himno en honor a Artemisa, su patrona:

Hipólito (a sus compañeros): "Seguidme, seguidme cantando a la celestial hija de Zeus, a Artemisa, nuestra doncella protectora".1

Estas líneas constituyen en sí mismas una imagen que transmite el entusiasmo y el estado de fascinación de esos jóvenes adeptos. Una vez cantado el himno coral, Hipólito recita una plegaria a Artemisa:´

Hipólito: "A ti, oh diosa, te traigo, después de haberla adornado, esta corona trenzada con las flores de un prado virgen (…), donde el río de la Castidad mana incesante regando a las flores. La diosa del Pudor [la] cultiva con rocío de los ríos. Vamos, querida soberana, acepta esta diadema para tu áureo cabello ofrecida por mi mano piadosa. Yo soy el único de los mortales que tengo el privilegio de reunirme contigo e intercambiar palabras, oyendo tu voz aunque no vea tu rostro. ¡Ojalá que los últimos días de mi vida sean iguales a estos primeros!". 2

El contenido de esta plegaria constituye una expresión de pureza, derivada del aspecto más incontaminado de lo virginal: las flores que Hipólito ofrece a Artemisa han sido recogidas en campos jamás transitados por el hombre; es un ejemplo explícito de un alma predominantemente virginal, que se expresa a sí misma mediante la imaginería de un paisaje que le es afín. La plegaria es un bello ejemplo de la retórica de lo virginal.

En la escena que sigue, un viejo sirviente, que ha estado escuchando a Hipólito, le habla ahora con intención de aconsejarlo. Le pregunta por qué no ha dedicado ninguna oración a una gran diosa como Afrodita. Pero Hipólito rechaza rendirle culto: "Desde lejos la saludo, pues yo soy casto".3 El sirviente le previene diciéndole: "Hay que honrar a todos los dioses, hijo mío".4 Pero Hipólito, al tiempo que abandona la escena en compañía de sus amigos cazadores, se despide con estas desafiantes palabras: "En cuanto a tu Cipris, le mando mis mejores saludos".5  Más adelante, en la tragedia, sabremos que Hipólito no sólo rechaza a Afrodita sino a todos los demás dioses y diosas.

En mi opinión, el viejo sirviente, incluso si no se le considera como una personificación de Hermes, posee, de hecho, rasgos herméticos. Es capaz de ver, al vuelo, el fanatismo de Hipólito e intenta corregirlo. Con mucha persuasión, trata de lograr que Hipólito reconozca ese lado opuesto de su personalidad, que rechaza y reprime de una forma tan brutal lo que no venga de sus formas de vivir. Mucho después, cuando la tragedia haya tomado su curso, Teseo, el padre de Hipólito, en un parlamento que siempre ha sido motivo de especulación y perplejidad para los estudiosos, acusa a su hijo: Teseo: "…¿De modo que eres tú el hombre sin par, el que vive en compañía de los dioses? ¿Tú, el casto y puro de todo mal? No puedo creer que te jactes hasta el extremo de llamar, insensatamente, a los dioses ignorantes. ¡Pregona y vocifera la bondad de tus dietas raras! Adopta a Orfeo como tu señor y profeta y entrégate a la adoración de sus palabras etéreas".6

Si se consideran complementarias, estas tres escenas pueden servir como una descripción de la personalidad virginal y puritana. La primera, la de Hipólito con sus amigos cazadores, puede verse como una imagen antropológica primordial del sectario, la imagen prototípica del culto ritual en el que el puritanismo domina la psique de los adoradores. La segunda imagen, la del encuentro con el viejo sirviente, retrata el fanatismo de la personalidad sectaria: el rechazo de aquello que no pertenezca a la secta. Y la tercera imagen, la de la reflexión de Eurípides sobre el sectarismo órfico puesta en boca de Teseo, evidencia el sectarismo de Hipólito, pues acusa su conexión con la secta de Orfeo. Nosotros podemos imaginar que, en ese momento, Hipólito tiene cerca de veinte años de edad y que las acusaciones de su padre en relación con el orfismo, a la dieta sin carnes y a los efluvios verbales ("sus palabras etéreas"), todo ello nos habla de un hombre joven, con inclinación por la vida sectaria. Esta imagen nos recuerda al llamado 'sectario civilizado' cuyas manifestaciones modernas, ¿acaso no evocan este patrón arquetipal?

Mediante personajes como el viejo sirviente, quien reprende a Hipólito por su culto único a Artemisa, y como Teseo, quien reacciona ante el sectarismo órfico, Eurípides expresa claramente la intolerancia y rigidez en el sectario Hipólito.

Permítanme destacar estas dos características intrínsecas a la personalidad de Hipólito: su exclusiva lealtad a Artemisa, junto a la rigidez que ello implica, y su desprecio y brutal repulsión hacia todo aquello que no pertenezca a su diosa. Hipólito dice: "¡Ojalá que los últimos días de mi vida sean iguales a estos primeros!". Esta es la expresión de una naturaleza que no busca ningún movimiento psíquico, ninguna otra iniciación.

Una naturaleza sin alquimia

Podemos decir que se trata de una naturaleza sin alquimia, en el sentido de que no puede mezclarse con otros metales en procura de algún movimiento psíquico. Y es por esta razón que las palabras de Hipólito tienen tanta importancia para aquel psicoterapeuta cuya práctica está concebida como movimiento psíquico.

E. R. Dodds, en su libro Pagan and Christian in an Age of Anxiety 7, describe la irrupción del sectarismo en los tiempos en que nace la cristiandad:

"Poseemos descripciones de cierto número de comunidades ascéticas que parecen haber surgido independientemente unas de otras en diversas regiones del Mediterráneo oriental poco antes de la era cristiana. Esenios en Palestina, terapeutas en torno al lago Mareotis, los contemplativos egipcios descritos por Queremón o los neopitagóricos de Roma".

Se ha especulado mucho, si bien a partir de una evidencia poco académica, acerca de la influencia de los esenios en la vida y enseñanzas de Jesucristo y de sus seguidores. En unos "tiempos de ansiedad", esas sectas que florecieron son la señal de que los momentos históricos de profunda perturbación psíquica son propicios para que el modo de vida de las sectas atrapen y den forma al exceso de sufrimiento y de ansiedad. Se hace obvio que, directa o indirectamente, el espíritu del sectarismo halló un lugar propio en tiempos del nacimiento del cristianismo, y que, en una variedad de formas, ha seguido siendo importante a lo largo de su historia. Hoy, en un tiempo también de ansiedad, ya sea dentro del espíritu del cristianismo o fuera de él, el sectarismo irrumpe una vez más para atrapar y tratar de contener el exceso de sufrimiento.

Como hemos visto, el sectarismo es arquetipal. La principal actividad de una secta es cantar en honor ya sea de un dios, una diosa, del gurú o del líder de la secta e incluso de las reglas que regulan el modo de vida de la secta. Sin embargo, ha sido el genio de Eurípides el que muestra el reverso de la moneda: Hipólito reprime todo lo que no sea su idolatría por Artemisa y luego en la tragedia vemos la venganza de Afrodita en la muerte de Fedra y del mismo Hipólito. Imágenes de la tragedia griega que, para nosotros, son metáforas de la destrucción que acarrea el sectarismo.

La psicoterapia moderna nació bajo el signo del sectarismo, evento histórico que hizo posible el que su poderosa influencia haya perdurado hasta nuestros días. Tan pronto como se inició la psicoterapia moderna, una disciplina destinada a iniciar una nueva aventura en la psique, el sectarismo se adueñó de ella.´

La primera corriente de psicoanalistas se vio forzada a obedecer a Freud, el fundador de la Escuela de Viena, cuyos estudios se habían transformado en las leyes de la secta que el adepto no debía transgredir. El psicoanálisis clásico funciona como una ortodoxia: la salud del analista no se cuestiona, él mismo ya ha sido analizado, ha aprendido una técnica y pertenece a la 'sociedad'. El psicoanálisis es un ejemplo de sectarismo en la psicología moderna.´

El peligro de una secta, ya sea freudiana o junguiana, consiste en que pone fin a la aventura interior de la psique. Todo cuanto tiene lugar en el alma es referido o interpretado fundamentalmente dentro de la concepción de la secta. Todas las múltiples posibilidades, las diversas vías de tener relación con los eventos de la vida de una persona son bloqueadas por la psicología sectaria.

Si ubicamos en perspectiva histórica al sectarismo dentro de la psicología moderna, llegaremos a considerar la ruptura de Jung con Freud como un producto del sectarismo y como una imagen desde la cual percibir otra de sus primeras apariciones en la psicología moderna.

En Hermes y sus hijos 8, reflexiono sobre esa ruptura entre Freud y Jung como la expresión de una brecha, polarizada entre la adhesión al poder de Freud y la naturaleza hermética de Jung. Sin embargo, ahora podemos entender la insistencia de Freud en su 'autoridad' como el control vigilante del líder de una secta. El sectarismo, así visto, está fundamentado en la obediencia al fundador y a las reglas de la secta.

Jung, al referirse a las sectas esotéricas, las calificó como una red en la que queda atrapada la locura de ciertas personas, que, de otro modo, estarían internadas en instituciones psiquiátricas. Podría entenderse su famosa observación de "¡Gracias a Dios que yo soy Jung y no junguiano!", como una reflexión sobre el sectarismo entre sus seguidores. A pesar de esta acertada advertencia de Jung, creo que podemos admitir que la psicología junguiana no ha estudiado el sectarismo seriamente y no sabemos hasta dónde se ha hecho sombra, desde dónde hace su aparecer para distorsionar la visión de la psique como entidad individual única.

Un sectario moderno

Ahora, quisiera le diéramos una mirada a la imagen de un sectario moderno. Le llamaré Pablo. Tiene 45 años de edad, es abogado, alto de estatura, del tipo asténico y enflaquecido, tiene una cabeza grande y la barba bastante crecida. Se ha divorciado dos o tres veces y tiene varios hijos. Pero, el pilar de su vida y su filosofía es su gurú hindú, a quien visita en la India cada vez que siente que su psique se encuentra en una profunda crisis o al borde del abatimiento. Durante sus primeras horas de psicoterapia, Pablo me contó que, en una ocasión, mientras estaba de visita en México, se sintió perturbado después de ver una gran cantidad de imágenes mexicanas. Se encontraba en lo alto del campanario de una iglesia, cuando comprendió que se sentía bastante mal y, entonces, recordó que un amigo le había hablado de unashram en Los Angeles. Así que tomó un avión a Los Angeles y participó en el ashram. De inmediato, comenzó a sentirse más calmado y en mejor forma. Es obvio que la secta le proporcionó un cierto balance psíquico. Su contacto con la secta, el elemento que su psique necesitaba para lograr un equilibrio básico, activó en Pablo una comunicación ritualista y restableció su equilibrio.

No fue difícil comprender que Pablo había venido a verme porque no había ashrams en Caracas y, en ese entonces, no tenía dinero para viajar a la India y ver a su gurú. Mi actitud psicoterapéutica fue la de establecer una simetría con lo que él estaba aportando a la psicoterapia. Siendo receptivo a sus conversaciones acerca de su gurú hindú y animándolo con mi curiosidad, Pablo fue capaz de encontrar el balance necesario para acometer lo que eran sus conflictos reales en esa época.

Esta experiencia analítica con Pablo muestra, en pocas palabras, la rapidez con que funciona la psicología del sectarismo. De una forma casi inmediata, atrapa y contiene a la psique que está al borde de un colapso. Pablo representa para mí al sectario per se. No puedo imaginar que sea capaz de vivir sin la conexión con una secta y con todas las gratificaciones que esto provee, tales como meditación, ejercicios de respiración, dietas macrobióticas, amuletos y otros, del mismo modo en que Hipólito decía "… ¡Ojalá que los últimos días de mi vida sean iguales a estos primeros!".

Si bien Pablo es un caso típico del sectario moderno, el catálogo del sectarismo es sumamente variado. Tuve otro paciente, un hombre joven quien, a los veintidós años de edad, fue sacudido por una tragedia familiar muy compleja. En medio del torbellino emocional de ese momento y casi en forma inconsciente, el joven se unió a una secta con la que permaneció, sufriendo una culpa enorme y viviendo un conflicto interior, hasta que tuvo 35 años, momento en el que acudió a psicoterapia. Había estado tan sofocado por la secta que la primera parte del análisis fue dedicada totalmente a discutir la psicología del sectarismo. Su experiencia demostraba, una vez más y acertadamente, lo rápido que el sectarismo puede apoderarse de una psique que se encuentra bajo la presión de un sufrimiento extremo. Quiero destacar este importante aspecto del sectarismo –la curación en el nivel del sectarismo– porque considero que merece tanto respeto como estudio.

Cuando trabajaba en la Clínica Zürichberg, en Zürich, entonces recién fundada, llegó un hombre procedente de Trieste, en busca de tratamiento. El doctor Heinrich Fierz, director de la clínica, conversó con él pero, hasta donde yo recuerdo, no pudo determinar cuál era el trastorno psicológico del hombre. De hecho, el hombre no daba muestras de tener problema alguno. Tenía un aspecto decente, el de un hombre que calmada y lentamente entraba en la vejez. Se condujo con mucha circunspección durante los pocos días que permaneció en la clínica y apenas fue notado. En determinado momento, el hombre anunció que ya se había restablecido y que deseaba regresar a su casa. Antes de partir, el doctor Fierz mantuvo una última conversación con él, en la que le preguntó cómo se había curado. El hombre le explicó detalladamente que un día, mientras estaba comiendo con otros pacientes y algunos terapeutas, sintió un flujo de energía circulando a través de la gente y alrededor de la mesa –lo que hoy en día se llaman vibraciones– y esto le devolvió la salud. Desde la perspectiva de la psicopatología, su fantasía tiene un toque paranoico y nos recuerda el magnetismo animal de Mesmer. Pero estamos reflexionando sobre el modo en que el arquetipo funciona en su aspecto sectario. Al mismo tiempo, este caso puede considerarse como un ejemplo psiquiátrico de los que nos reporta la antropología cultural dentro del fenómeno de lo religioso, y que puede ser visto como un ingrediente de la psicología sectaria.

También, hay gente que sabe mucho acerca de las ideas y modo de vida de muchas sectas. Son casi unas enciclopedias vivientes acerca de las sectas y de sus fundadores. Tengo la impresión de que, en esta forma, alimentan su necesidad psíquica de sectarismo, sin tener que literalizar esta necesidad uniéndose efectivamente a una secta.

Muchas personas acuden a psicoterapia después de haber pertenecido a diversas sectas teosóficas, de Gurdieff, subud, sufíes, sin mencionar las de los muchos gurúes de la India. Es muy extraño encontrar entre ellas una que opte por su individuación. Lo común es que psíquicamente se mantenga apegado a lo sectario y tenga a la psicología junguiana por una secta más.

A principios de los años setenta, Zürich se vio inundada por hippies que acudían al análisis junguiano movidos por una curiosidad un tanto ingenua y deseosos de escuchar palabras etéreas. Uno sospecha que cualesquiera fuesen las palabras que el analista usara, ellas serían escuchadas como sublimes. Yo llegué a preguntarle a un hippie qué lo había atraído hacia la psicoterapia junguiana. Me respondió que había leído la solapa de un libro de Jung, sobre el Bardo Thödol 9, en una librería de San Francisco y que eso fue suficiente para llevarlo hasta Zürich. Hay gente dispuesta a ir hasta el fin del mundo para escuchar de un profeta las palabras etéreas que su psique necesita: gente que dedica gran parte del tiempo en la búsqueda de esa suerte de orfismo que Hipólito practicaba cuando tiene lugar la tragedia.

Esa locura específica y peculiar del sectario

El sectarismo funciona de diversas maneras: conocí a un hombre joven que, no pudiendo tolerar la aventura de la sombra en el análisis junguiano, se unió a una secta bastante estricta. Este caso dio también mucho de qué hablar entre sus amigos y, personalmente, me dio mucho en qué pensar, tanto que me encontré a mí mismo especulando que ese joven bien podría no ser totalmente un hijo arquetipal de Artemisa, por decirlo así, sino que era más una personalidad adolescente infatuada, un puer aeternusque se había identificado con un éxito precoz en la vida. Después, a sus 30 años de edad, no podía aceptar el fracaso terrenal con su sombra por lo que su psique parecía no ofrecerle otra opción para sobrevivir que la de unirse a una secta, cuyas reglas eran de una severidad tal como prohibirle cualquier acercamiento de sus amigos de otros tiempos.

Le pido al lector que tenga en mente este caso porque pudiera darnos la oportunidad de distinguir entre dos psicologías, que suelen resultar confusas: la psicología del puer aeternus y la del sectario. Por ejemplo, Thomas Moore, en su artículo "Artemis and the Puer10 percibe a Hipólito en el contexto del arquetipo del puer aeternus, del eterno adolescente. Lo que yo veo semejante al puer en Hipólito pudiera ser su juventud y también su "…entrega a la adoración de sus palabras etéreas" (las emanaciones verbales de los órficos), como en el hippie de San Francisco. Sin embargo, para mí, esto no es suficiente para considerar a Hipólito como una figura paradigmática del puer. Sus rasgos más importantes son su virginidad y su castidad, lo que yo considero como típico de un hijo arquetipal de Artemisa.

Eurípides pinta en Hipólito el retrato de una personalidad básicamente limitada: adorar solamente a una deidad del panteón griego de dioses y diosas es evidencia de una personalidad limitada y pobre. Los estudiosos de los clásicos coinciden con esta afirmación y describen a Hipólito como una personalidad débil, de una trágica simplicidad. Incluso Hipólito parece aún más débil cuando se le estudia en comparación con otros héroes trágicos –Orestes, por ejemplo, cuya conciencia trágica y la forma en que asume su destino, muestran lo que realmente es el héroe trágico–. Hipólito no muestra una actitud comparable, toda vez que es movido sólo por fuerzas inconscientes y no tiene conocimiento de su propio destino trágico. El no es un héroe trágico, con una conciencia trágica, sino más bien una víctima trágica.

La imagen poética del sectario que nos da Eurípides nos permite ver a la debilidad como un rasgo esencial de la personalidad sectaria. Y yo considero que es éste el rasgo que mueve al adepto a unirse a una secta; no hay energía que sostenga al individuo. Sin embargo, hay una vía más dramática, o incluso más brutal, de detectar los elementos que mueven la necesidad de unirse a una secta. Años atrás, leí un libro de Jean Paul Sartre sobre el judaísmo y el nazismo. No he podido encontrar de nuevo este libro, de manera que tendré que confiar en mi memoria. Al tratar de introducirse en la psicología del nazismo, Sartre trae a colación una analogía con una secta americana, la del Ku-Klux-Klan, cuyos miembros desean 'limpiar' el mundo de la gente negra. Para Sartre, es la mediocridad lo que ha impulsado a esa ente a unirse en una secta. Así que podemos observar una mezcla de debilidad y mediocridad en la psicología del sectario. Debemos estar conscientes de nuestra propia mediocridad porque, de lo contrario, podría pasar a formar parte de nuestra sombra. A propósito, tuve una vez un paciente que consideraba que el logro de su psicoterapia había sido hacerse consciente de su mediocridad.

La maldad en la secta

Al hablar de mediocridad, comenzamos a aproximarnos a la atemorizante y siniestra aparición de la maldad en la secta. Podemos ver una manifestación de ello, con una lente de aumento, en una secta como la de James Jones, quien condujo a un grupo de adeptos hasta un claro de la selva de Guyana, donde tendrían una vida pura y sencilla. Imagino que todos hemos leído los espantosos testimonios de quienes sobrevivieron a ese holocausto. Muchos de ellos parecen ser gente sencilla y cuando explican lo que les llevó a la secta, uno puede tener una evidencia palpable de esa debilidad y mediocridad, que son el impulso de una forma sectaria de vida. Se dejaron influir por el aspecto utópico del sectarismo: por la fantasía de que podrían encontrar la Ciudad de Dios en la selva guyanesa, aunque en verdad siguieron a un loco poseso de sectarismo que los condujo a la muerte. El caso de la secta de Guyana, acompañando al horror, tiene el mayor interés por el número de víctimas y porque fue la primera de una serie de inmolaciones suicidas en sectas, a las cuales el lector ha tenido acceso a través de los media.

En su artículo "Pain and Punishment", Alfred Ziegler 11 se refiere al aspecto psicosomático de la psicología de la utopía que está presente en la psicología sectaria y que se transformó en horror en la secta de Jones. La cruda realidad de la vida en la selva guyanesa sobrepasó la imaginería infernal de Gerónimo el Bosco y del Marqués de Sade, en quienes Ziegler ha basado la imaginería del opuesto destructivo de lo utópico. Debemos tener en cuenta esta contribución de Ziegler sobre el dolor y el castigo psicosomáticos del utópico cuando nos enfrentemos con casos semejantes, porque creo que nos proporciona un enfoque muy acertado de su condición psicosomática. Un autocastigo compensando los vuelos futuristas de la utopía sectaria.

La portada de la edición del mes de mayo de 1991 de la revista Time Magazine, tuvo como titular "The Thiriving Cult of Greed and Power" ("El próspero culto de la avaricia y del poder"), y remitía a un reportaje sobre una secta que se autodenomina la Iglesia de –algo así como– la Cienciología, una secta de la que yo no sabía nada hasta ese momento. La descripción del Time de esa secta, que reclama ser una religión, es impresionante. La concepción del culto es de una demencia difícil de ser catalogada en un manual sobre psicopatología. Por ejemplo, Hubbard, dentista y fundador de la secta, "determinó que los seres humanos están hechos de un conglomerado de espíritus (o 'thetans' como él los denomina) que desaparecieron de la Tierra hace unos 75 millones de años a causa del cruel tirano galáctico Xenu". Dejo a su imaginación adivinar de qué tipo de enfermedad mental nace esta secta. He hecho referencia a la debilidad y a la mediocridad en la psicología sectaria, pero parece que me quedé corto frente a la doctrina básica de la Cienciología. Sin embargo, se trata de una especie de sectarismo que vale la pena explorar y demuestra que no es necesario tener una forma coherente de pensamiento: porque evidentemente mientras más demencial sean sus principios, más exitosa será la secta. Con esto, podemos volver –como en el caso de Pablo– a la observación que hizo Jung a principios de siglo respecto al hecho de que mientras más sectas existan, menos necesidad habrá de instituciones psiquiátricas.

Observamos, a partir del libro de E. R. Dodds, Pagan and Christian in an Age of Anxiety, que la psicología del sectarismo floreció en una época de ansiedad. Las dos sectas mencionadas, la de Jim Jones y la Cienciología, revelan la incomparable ansiedad de los tiempos que vivimos. En esta visión, también entra el fundamentalismo de las grandes religiones, las cuales expresan su fanatismo mediante el terrorismo. A esta altura, creo que podemos ver que el sectarismo, hoy en día, es una expresión colectiva que no podemos ignorar y que supone un reto para nuestros estudios.

Del sectarismo en el paciente

Ahora bien, cuando hacemos psicoterapia, deberíamos estar conscientes de la eventual aparición del sectarismo en el paciente, así como estar listos para reflexionar sobre su manifestación en nosotros mismos, porque, de otra manera, existe el riesgo de que el sectarismo, con su mediocridad, se transforme en la fuerza que controle la situación terapéutica. Necesitamos asimismo saber que existen muchas formas mundanas, mediante las cuales el sectarismo puede introducirse subrepticiamente en nuestras vidas. He tenido la sensación de que la semántica junguiana suele darse por sentada en lo que toca a términos como persona, ego, sombra, ánima, animus, self, etcétera, que acaban convirtiéndose en contraseñas de una secta. Un ejemplo pudiera ser el modo en que el término 'individuación' se ha transformado en una palabra milagrosa. Es necesario aclarar lo que deseamos significar con 'individuación' o con cualquiera de esos términos en un contexto determinado y evitar su estereotipación pues, de otra manera, se corre el peligro de que se convierta en la jerga de la secta. Los balbuceos etéreos de la secta, totalmente desasidos de la realidad corporal y terrena, de los cuales Eurípides era consciente.

Teoría y sectarismo

Podemos asimismo percibir el sectarismo en la forma en que la gente habla sobre una teoría. A veces, da la impresión de que la psicología está plagada de teorías. Por supuesto que las teorías son una contribución, pero podemos ver a algunos analistas tan apegados a ellas, que las literalizan en una forma similar a lo que hace el sectario con las leyes de su secta. El asunto es que tanto la semántica como las teorías pueden alimentar nuestro latente sectarismo de manera tal que llegamos a experimentar nuestras vidas y practicar nuestra psicoterapia en esos términos.

Muchas personas acuden al análisis junguiano muy versadas de antemano en la teoría y semántica de la escuela y predispuestas a experimentar su terapia y su estudio como una forma de vida sectaria. Traté a una joven mujer, de unos 30 años, licenciada en Historia y, un día, hablando sobre historia, el asunto del sectarismo se coló en la conversación. Me sorprendí entonces cuando me manifestó que, al iniciar su terapia, ella había tenido la fantasía de que estaba ingresando a una secta: ella, yo, el amigo que le había recomendado venir a verme y el resto de mis pacientes estábamos en lo 'correcto', mientras que el resto de la gente estaba 'equivocada'.

Cuando converso con mis colegas y con estudiantes de psicología, a menudo se percibe la presencia de ideas del sectarismo. Siendo el sectarismo arquetipal, esto es inevitable, especialmente cuando un grupo se reúne. Durante los últimos años, la psicología junguiana se ha desarrollado notablemente desde su contexto parroquial en Zürich, hace unas tres décadas, hacia una expansión alrededor del mundo, en donde miles de personas están incorporándose a ella. Sin embargo, ¿se tiene quizás suficiente conciencia de que una expansión de esa clase supone la manifestación de un impulso misionero, penetrado por la energía sectaria?

Hoy, es manifiesto un interés arrollador por la apertura de nuevos institutos, la formación de asociaciones, la puesta en marcha de programas de entrenamiento y la publicación de artículos y libros. Como resultado de ello, la psicología junguiana ha ganado en presencia académica. Podemos decir que, consciente o inconscientemente, se está promocionando una imagen que pudiera ser atractiva para las personas con tendencia al sectarismo, que son débiles e ignoran su mediocridad. La psicología junguiana parece haberse afiliado al colectivo y haber olvidado que la función de la psicología analítica es la de compensar al colectivo. Ahora bien, mi visión de la psicología junguiana actual es la de un conglomerado, en el cual es posible ver a cada cual como individuo. No así cuando aparece como secta.

Se sabe que la psicología junguiana tiene un fuerte gancho para aquel con inclinaciones sectarias. Por un lado, en sus inicios, los estudios de Jung sobre ocultismo en los que fue pionero, y por el otro, su interés por la cultura oriental vista a través del inconsciente colectivo y los estudios de religiones comparadas, que estaban muy en boga antes de la Segunda Guerra Mundial, son cosas que alimentan las proyecciones al gurú, tan características del sectario. (Recuerdo al lector el hippie de San Francisco). Pero también debemos darle crédito al gran sector junguiano que se ha mantenido reflexivo y crítico respecto a Jung y, con esto, ha conservado dentro de ciertos límites las proyecciones que una personalidad tan importante del siglo XX provoca.

Debemos recordar que la psicología junguiana se basó en una parte olvidada del alma del hombre occidental –su vida interior–; esto es lo que la ha hecho única y es posible sólo en el encuentro terapéutico de dos individuos: terapeuta y paciente. Después de lo que se ha dicho aquí acerca de la psicología del sectarismo, esto es lo que está en juego, porque esa práctica, basada en el individuo, es justamente lo opuesto al sectarismo. De hecho, ver al 'otro' como un individuo no es tarea fácil. Más si sabemos que lo que podemos obtener como movimiento psíquico depende de cómo podamos integrar la llamada sombra, lo que no sabemos de nosotros mismos. Y en esto no pueden hacerse promesas de 'felicidad' utópica. Debemos aprender a diferenciar entre dos individuos que emprenden la aventura de la psicoterapia y la psicoterapia en la que las teorías y las reglas de la secta han tomado el control. Al menos, deberíamos estar conscientes de la diferencia entre estas dos aproximaciones.

Mi propia naturaleza rehúsa verse atada ya sea por teóricas cadenas apolíneas o por las reglas y leyes de una secta artemisal. Sin embargo, aunque es posible que no me vea atrapado por la afiliación a sectas conocidas o a una tendencia determinada, esto no impide la presencia del componente arquetipal sectario y virginal.

Está presente en todos nosotros y hay que reconocerlo. Si de hecho mi naturaleza fuese como lo he manifestado, entonces, ¿por qué estoy interesado en estudiar el sectarismo? ¿Es posible que mi psique esté intentando conectarse con algo que está en oposición a mi naturaleza arquetipal? Creo que tengo cierta habilidad para detectar el sectarismo en su retórica y, asimismo, soy capaz de reflexionar su aparición en mi práctica. Es como si yo tuviera que estar muy alerta frente a algo que temo tanto.

Pensando sobre el tema del sectarismo, me hice consciente de un sentimiento en mí. De hecho, ver al sectarismo como una posibilidad de curación para una personalidad muy débil y vacilante por un lado y, por el otro, ver el diabólico horror de las sectas apocalípticas criminales es suficiente para crear ambivalencias en cualquiera. Pero, hay mucho más al respecto: mientras estaba trabajando en este escrito, tuve la sensación de que, probablemente, estaba rozando esa locura específica y peculiar que es núcleo del sectarismo. Se trata de una sensación extraña, difícil de transmitir con palabras. A pesar de todo, como ya hemos dicho, el sectarismo, en la medida en que lo hemos venido estudiando, crea una ambivalencia al estar en oposición al énfasis esencial que la psicología junguiana hace del self (el sí mismo) como meta –aunque inalcanzable– del vivir íntimo del individuo.


Notas y referencias bibliográficas:

1 Eurípides. (1977). "Hipólito". En Tragedias. Tomo I. Biblioteca Clásica Gredos, 4. Introducción, traducción y notas de Alberto Medina G. y Juan Antonio López F. Madrid: Editorial Gredos. vv. 59–60, p. 327. Para servir a los fines de este ensayo y para conservar el sentido de la versión inglesa consultada, hemos modificado algunas líneas de la traducción de la tragedia deEurípides que citamos.
Ibídem, vv. 72–88, p. 328.
Ibídem., 102, p. 329.
4 Ibídem. vv. 108, p. 329.
5 Ibídem. vv. 114, p. 329.
6 Ibídem. vv. 948–957, pp. 360–61.
7 E. R. Dodds. Pagan and Christian in an Age of Anxiety, Cambridge 1965, Cambridge University Press. (Hay traducción española: 1975. Paganos y cristianos en una época de angustia. Madrid: Ediciones Cristiandad.
8 Rafael López–Pedraza. Hermes y sus hijos. Trad. Iván Rodríguez. Anthropos, Barcelona 1991. p. 33.
9 "Psychological Comentary on The Tibetan Book of the Dead". En: Ed. W. Y. Evans–Wentz (ed.). 1957. The Tibetan Book of the Dead. New York & London.
10 Thomas Moore.. "Artemis and the Puer". En: Puer Papers. Spring Publications. Dallas 1979, p. 169.
11 Alfred Ziegler.. "Pain and Punishment". En: Spring: An Annual of Archetypal Psychology and Jungian Thought, 1982, pp. 263–78.






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