Arte y poesía: vigencia de toda expresión lúdica, gesto o acto non servil en tiempos tan obscuros como los actuales. Disertaciones sobre el culto añejo de ciertos antagonismos: individuo vs estado, ocio y contemplación vs labor de androides, dinero vs riqueza. Ensayos de libre tema, sección sobre ars poética, un muestrario de literatura universal y una selección poética del editor. Luis Alejandro Contreras Loynaz.
Si en Venezuela estilamos ser toderos, ese envite de torear la vida en cuanta empresa se nos plante ante la vista, yo debo decir que he sido -y acaso aún soy- un fervoroso nadero, suerte de lance para nadar en las enaguas de la susodicha. Pues en lugar de ser un profesional en todo, he sido un amateur en nadas; en el más feliz de los casos, un entendedor, siempre a la chista callando. Las naderías suelen causar gran fascinación sobre las almas distraídas, entre las que me incluyo, y no sé que hado les haya legado su encanto a las primeras. Y, aunque cursé más de cien créditos en la Escuela de Letras de la UCV, nunca me mortificó el comprobar que ese sistema de jerarquías con que el hombre gusta de mortificarse la carne, también hubiese ganado espacios en ese querido recinto y que, en virtud de ello, hubiese materias que disfrutaban de cierta prelación sobre otras. Iba por puro gusto. Nada hay como explayarse. El resto es aburrido y desmesuradamente empalagoso. Por otra parte, ¿quién no tuvo, alguna vez, que pasar por el trance de mancillarse las manos al hacer algún oficio? Pocos, muy pocos.
En el parque, leyendo a Lichtenberg. Uno de los pocos seres con los que aún se puede dialogar, a pesar del antes y el después de la vida...
Dejo acá un raptus de su escritura fragmentaria y, sin embargo, tan deslumbrante, tan iluminadora.
Salud, lacl
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No deja de ser sorprendente que se hable tanto de nuestra posteridad y tan poco de nuestra preteridad, de la etapa previa al nacimiento (...) Tomar en cuenta aquel tiempo anterior al miedo nos brindaría más información sobre nuestra condición después de la muerte y seguramente tendría más sentido que la actual palabrería sofista. No se debería decir "después de la muerte" sino "antes" y "después de la vida" (...) La lámpara antes de encenderse y después de apagarse.
Lichtenberg.
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Todos nos sumergimos en el mar de la eternidad; mientras más elástica es nuestra constitución, más dura el tiempo en que emitimos burbujas, pero al final, cuando cesan las burbujas, todos somos olvidados.
Lichtenberg.
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Una regla de oro: no hay que juzgar a los hombres por sus opiniones sino por aquello en lo que sus opiniones nos convierten.
Lichtenberg
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El hombre es una obra maestra de la creación, tan sólo porque a pesar de todo su determinismo cree que actúa como ser libre.
Lichtenberg
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Según la versión de Juan Villoro de los aforismos de Georg Christoph Lichtenberg. Breviarios del Fondo de Cultura Económica. 1989.
Ensamble Gurdjieff.
Ya le hemos publicado antes, pero es que es tan hermoso escuchar a este grupo que bien vale la pena volver a divulgarlo...
Hay ocasiones en que un poema propone. Y suele suceder que, en tales casos, la metáfora ceda su paso al contraste de una novedosa idea.
Reza un hermoso poema de Lawrence, traducido por Cadenas: "...los sentimientos que no tengo, no diré que los tengo...". Algo así. Un poema descarnado que propone o preconiza un develamiento, desenmascarar nuestros rostros y tirar al suelo las caretas para pisotearlas, tal cosa propone ese poema.
En ese poema la metáfora ha cedido su paso al contraste de una revelación.
Es un breve poema y creo que podemos citarlo completo:
A las mujeres por lo que a mí respecta
Los sentimientos que no tengo no los tengo.
Los sentimientos que no tengo, no diré que los tengo.
Los sentimientos que uno dice que tiene, no los tiene.
Los sentimientos que te gustaría que ambos tuviéramos ninguno de los dos los tenemos.
Los sentimientos que la gente debe tener, nunca los tiene.
Si la gente dice que tiene sentimientos, Ud. puede estar seguro de que no los tiene.
Si quieres, pues, que tú o yo sintamos algo
es mejor que abandones toda idea de sentimiento
Acaso sin proponérnoslo e, incluso, sin arteras intenciones, los seres humanos nos hemos cargado de patrones y nociones prestadas, colmando nuestras vidas de un palabrerío fingido en torno a un mundo que no sentimos y que no nos pertenece, encrucijada existencial que también nos legara Pessoa por boca de Alvaro de Campos en su canto "Al volante de un Chevrolet por la carretera de Siintra"; un canto de mayor aliento y en tono confesional (ese poema se encuentra publicado en este blog y en otra entrada). Mas, a pesar de las diferencias de estilo y extensión, el poema de Pessoa (o de Campos, como se prefiera) también propone algo en versos testimoniales: desde la confesión concluye que vivimos a préstamo, que todo en la vida es prestado:
"...Cuánto de lo prestado ¡ay de mí! yo mismo soy..."
En otras palabras el ser humano acostumbra a seguir patrones establecidos por la tradición y los ancestros. Es decir, nos incrustamos un discurso en la faz, como una careta, y eso impide un verdadero asomarse al otro.
En el caso del poema de Lawrence nos plantamos ante una enunciación que se aproxima al tono del sermón, pero es un sermón que se agradece, pues se libera -como un ave fénix- de los catecismos seculares.
Con lo anterior hemos querido sugerir que la poesía es no sólo un alado intento por acceder o, si se quiere, ascender a la belleza sino, también, una ruta alterna para compartir una visión, y ¿por qué no? también una revelación.
Me dirán que un poema también puede proponer hincándose en la metáfora. Por supuesto que sí, son casos alados, extremadamente hermosos. Y obviamente suelen ser más sutiles. Ejemplos de ello, muy logrados, los encontraremos en la poesía clásica China. Es cuestión de estilos y de propósitos o despropósitos. Querer decir algo y cómo decirlo es la clave o cifra del enigma ante el que se planta todo cultor del poema.
Dejemos en ofrenda, a manera de cierre y convite a la meditación, dos breves poemas de aquella cultura ancestral; el primero es del siglo I y el segundo del siglo IX.
FOSA COMUN
A la orilla del Huai la batalla ha terminado, de nuevo el camino se abre para los viajeros.
Atropelladamente los cuervos pasan y repasan graznando por el cielo frío. ¡Ay!, una sola tumba encierra los blancos huesos de todos los que han perecido por la gloria del general.
Chang Pung, Siglo IX
LA CANCION DE JANG
Trabajo cuando el sol se eleva. Cuando él se acuesta me acuesto. Para beber cabo mi pozo. Para comer trabajo mi campo...
¿Qué me importa el poderío del Emperador?
Anónimo, Siglo I.
(Editorial Quetzal, 1958, Buenos Aires.)
II. El dragón, mitología del aire, del aura o el soplo...
¿Es el dragón una criatura inexistente? En diversas culturas hizo aparición esa extraño y poderoso animal, conjunción de diversas especies en una sola criatura. Uno de sus atributos es estar en todas partes, como el aire que viaja sobre el viento o como el Aura de la creación, que ca,balga sobre ese ser, a la vez invisible e intimidante. Es una representación de aquello que nos vemos al mirar, aquello que está allí, pero que no se deja atrapar o asir de tan inmensurable que es.
Olvidemos por un momento el dragón de la mitología occidental, visto a la luz de las hazañas de los héroes vestidos con yelmo y armadura, portando siempre la espada del salvador. Hay otro dragón y es el que le presenta Merlín a Arturo en la espesura de los bosques y en el ombligo de la noche. Es el que anima el hálito de todo lo que vibra y hace presencia en el suspiro del aire, encarnando en todo aquello que se mueve, instigado por el aura de la vida. Es el dragón de la creación que asociado va a la magia y a la poesía. Como es inasible no es posible entrar en contacto con él mediante los limitados recursos perceptivos de que se asiste una embridada razón. Para entrar en contacto con aquello vivo y que está más allá, quizás a escasos metros o milímetros, pero dando la vuelta en una esquina oculta a la visión, es perentorio entrar en sintonía con el entorno y ello sólo puede lograrse tirando al suelo los bártulos de una aherrojada razón. El poeta, el mago, el artista que deviene del mago, son seres que entran en contacto con el hálito de lo invisible por vía de un trance que les permite olvidar el 2 + 2, integrándose a aquello que no se puede ver.
Llamar mitológico a aquello que no podemos percibir con el tacto, el gusto o la vista no le resta presencia y realidad; quiere ello decir que la palabra mitológico se queda obviamente corta cuando, por la fuerza, queremos hacerla entrar en referencia con una presencia que está allí, aunque no logremos asirla entre las manos. Mitología no es un sinónimo de irrealidad.
Lo cual nos lleva a pensar en otra irrealidad: la de no creer que cuando abres las manos algo en ella se deposita, se detiene o se planta.
Sobre esta sencilla premisa, escueta y taxativa, que más se asocia al proceder de Tamerlán, se plantan las delicadas zapatillas de la censura.
Este año se han cumplido 93 años de su desencarnación y a pesar del hilo del tiempo sigue siendo uno de los autores más censurados de la historia.
¿Su nombre?
David Herbert Lawrence.
La función de la censura no es la de proteger a la polis, ni la de salvaguardar a sus hijos, sino la de mantenerles enjaezados y contritos, amordazados y enceguecidos.
Por lo tanto, toda palabra, expresión o acto que atente contra el statu quo, acercando una lámpara para iluminar zonas oscuras es, ipso facto, cercenada.
lacl.
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"...Me parece que Ada Lawrence tiene mucha razón al afirmar que hoy en día nuestros gobernantes intentan desacreditar y destruir secretamente a un hombre cuyas ideas no les gustan, en vez de utilizar los métodos más expeditivos de sus antecesores, como la hoguera y la cárcel..."
Richard Aldington, prólogo, escrito en forma de carta a Frieda, para el libro APOCALIPSIS, de David Herbert Lawrence..
De su libro Apocalipsis dejamos acá el capítulo I. Como suele suceder con Lawrence, sus planteamientos escarban zonas inimaginadas o no previstas por la tradición. Y suelen brotar igualmente derroteros no transitados por un pensamiento acostumbrado a tomar siempre las mismas vías. David Herbert escribió, escribió y escribió; y durante los últimos momentos de su breve paso por este mundo se dedicó a dejarnos este legado de la revelación a una luz asaz distinta. Debido a la extensión de su tratado no podemos colocar aquí el libro completo, pero iremos dejando algunos capítulos en el transcurso de los tiempos venideros, si los buenos hados nos lo permiten. La intención de publicar estos contenidos no es la de generar polémicas o sembrar rencillas respecto a creencias religiosas o espirituales sino a abrir un derrotero que amplíe la visión más allá de los dogmas. Lo que plantea Lawrence en el primer capítulo es apenas la punta del iceberg, es tan solo el abre boca. No se crea que su libro es un ensayo de imprecaciones, nada más alejado de ello. Como hijo de minero David Herbert incursiona en una veta en búsqueda del mineral puro de la revelación y hay que leer los capítulos siguientes para comprenderlo. Razón por la cual pienso agregar algunos capítulos más en el hilo del tiempo venidero.
Nunca dejaré de agradecerle lo suficiente al querido maestro Rafael Cadenas el habernos presentado a este caballero de la pluma, el pensamiento y la vida anímica que fue David Herbert Lawrence.
Salud, lacl.
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I
Apocalipsis significa sencillamente Revelación, aunque esto no tiene nada de sencillo: los hombres se han devanado los sesos durante cerca de dos mil años para averiguar lo que revela exactamente toda esa orgía de misterio. A la mente moderna, en conjunto, le desagrada el misterio, y por ello quizá de entre los libros que componen la Biblia, la Revelación le resulta el menos atrayente.
Yo mismo experimento, en principio, ese sentimiento. Desde mi infancia hasta la edad adulta, como cualquier otro niño inconformista, me vertieron a diario la Biblia en mi conciencia impotente, hasta casi llegar a un punto de saturación. Mucho antes de que uno pudiera pensar o siquiera comprender vagamente, su mente y su conciencia recibían la ducha de ese lenguaje bíblico, de esas «porciones» del Libro, hasta que le empapaban y se convertían en una influencia que afectaría todos los procesos de la emoción y el pensamiento. Y por eso hoy, aunque he «olvidado» mi Biblia, sólo tengo que empezar a leer un capítulo para darme cuenta de que la «conozco» de una manera tan determinada que casi provoca náuseas, y debo confesar que mi primera reacción es de desagrado, repulsión e incluso resentimiento. La Biblia es ofensiva para mis instintos.
Ahora veo con bastante claridad el motivo de que esto sea así. No sólo vertieron la Biblia, dividida en porciones, en mi conciencia infantil día tras día, año tras año, de buen o mal grado, tanto si la conciencia podía asimilarla como si no, sino que también día tras día, año tras año, me la explicaron dogmáticamente y siempre desde un punto de vista moral, tanto en la escuela normal como en la dominical, en casa o en organizaciones como la Asociación de la Esperanza o el Esfuerzo Cristiano. La interpretación era siempre la misma, tanto si quien la daba era un doctor en teología desde el púlpito, como el corpulento herrero que era mi maestro en la escuela dominical. No sólo hollaban verbalmente la conciencia con la Biblia, como innumerables pisadas en una superficie dura, sino que las huellas de esas pisadas eran siempre mecánicamente iguales, la interpretación estaba fija, por lo que todo interés verdadero se perdía.
Ése es un proceso que frustra sus propios fines. Si bien la poesía judía cala en las emociones y la imaginación, y la moralidad judía afecta a los instintos, la mente se vuelve testaruda, resistente y, al final, repudia toda la autoridad de la Biblia y se aparta de todo el conjunto del Libro con una especie de repugnancia. Esto es lo que les ha ocurrido a muchos hombres de mi generación.
Un libro vive en la medida en que no ha sido sondeado; en cuanto su misterio se desentraña, muere enseguida. Resulta asombroso lo distinto que es un libro cuando lo releemos al cabo de cinco años. Algunos libros ganan inmensamente, son algo nuevo, diferentes hasta el extremo de hacer que uno se interrogue por su propia identidad. Y a la inversa, hay libros que pierden muchísimo. Cuando releí Guerra y paz, me sorprendió descubrir cuán poco me conmovía, y casi me espantó pensar en el entusiasmo que experimenté en otro tiempo y que ya no sentía.
Así pues, cuando se desentraña el misterio de un libro, cuando se le conoce y su significado queda fijo o establecido, ese libro muere. Un libro sólo vive mientras tiene el poder de conmovernos, y conmovernos de una manera distinta; mientras nos parezca diferente cada vez que lo leemos. Debido a la inundación de libros superficiales que realmente se agotan con una sola lectura, la mente moderna tiende a pensar que todos los libros son iguales, que se consumen con una sola lectura, pero esto no es cierto y, gradualmente, la mente moderna lo comprenderá de nuevo. La auténtica alegría que proporciona un libro radica en la posibilidad de leerlo una y otra vez y encontrarlo siempre diferente, en tropezar con otros sentidos y hallar otro nivel de significado. Como de costumbre, es una cuestión de valores: estamos tan abrumados por las cantidades de libros que ya apenas nos damos cuenta de que un libro puede ser valioso, así como una joya o un precioso cuadro son valiosos, objetos que uno puede contemplar con una atención creciente, obteniendo cada vez una experiencia más profunda. Es muchísimo mejor leer un libro seis veces, a intervalos, que leer seis libros distintos, porque si un libro determinado puede atraerte para que lo leas seis veces, la experiencia será más profunda en cada ocasión y enriquecerá todo tu espíritu, tanto en el aspecto emotivo como en el intelectual, mientras que seis libros leídos una sola vez no son más que una acumulación de interés superficial, la cargante acumulación de los tiempos modernos, la cantidad sin valor auténtico.
Ahora veremos al público lector dividido de nuevo en dos grupos: la gran masa, que lee por diversión y por un interés momentáneo, y la pequeña minoría, la cual sólo quiere los libros que tienen valor en sí, libros que proporcionan experiencia y cuya relectura permite profundizar en esa experiencia.
La Biblia es un libro que nos han matado temporalmente, o así ha sido para alguno de nosotros, al fijar su significado de una manera arbitraria. Tal es nuestro conocimiento de este libro, en su significado superficial o popular, que está muerto y ya no nos ofrece nada más, y lo que aun es peor, por un viejo hábito que casi equivale a un instinto, nos impone una clase de sentimiento que ahora nos repugna.
Detestamos el sentimiento de «capilla» y de escuela dominical que la Biblia debe imponernos necesariamente. Queremos librarnos de toda esa vulgaridad, pues éste es el término más apropiado.
Tal vez el más detestable de todos esos libros de la Biblia, tomada superficialmente, es la Revelación. Estoy seguro de que hacia los diez años de edad, había escuchado la lectura de ese libro, y lo había leído más de diez veces incluso, sin prestarle realmente atención; y a pesar de mi desconocimiento y de que no pensaba en ello, no me cabe ninguna duda de que siempre me produjo un enorme desagrado.
Ya desde mi primera infancia, y al principio sin percatarme siquiera, detesté la manera beata, ampulosa, solemne y siniestra en que todo el mundo leía la Biblia, tanto los párrocos, como los maestros o como la gente corriente. No me gusta la voz del párroco que remacha su sermón en mi cerebro, y recuerdo que esa voz, siempre desagradable, lo era en grado sumo cuando hablaba de algún fragmento de la Revelación. Incluso cuando recuerdo las frases que me fascinan, no puedo dejar de estremecerme, porque sigo oyendo la declamación siniestra de un clérigo no conformista: «Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo monta se llama […]». Al llegar aquí mi recuerdo se detiene de súbito, borrando a propósito las siguientes palabras: «Fiel y Veraz». Ya de niño detestaba la alegoría, que la gente tuviera nombres de meras cualidades, como ese individuo del caballo blanco, llamado «Fiel y Veraz». De la misma manera, nunca pude leer El caminar del peregrino. En mi infancia aprendí de Euclides que «el todo es mayor que la parte», y supe de inmediato que eso resolvía para mí el problema de la alegoría. Un hombre es más que un cristiano, un jinete en un caballo blanco debe ser más que una mera encarnación de la Fidelidad y la Verdad, y cuando las personas no son más que personificaciones de cualidades, dejan de ser personas para mí. Aunque de joven casi amaba a Spenser y su Faerie Queen, tenía que tragar en seco su alegoría.
Siempre, desde mi niñez, el Apocalipsis y yo hemos sido antagónicos. En primer lugar, su espléndido lenguaje figurado es desagradable debido a su falta absoluta de naturalidad. «Delante del trono había como un mar transparente semejante al cristal.
En medio del trono, y en torno al trono, cuatro bestias llenas de ojos por delante y por detrás. La primera bestia, como un león; la segunda bestia, como un novillo; la tercera bestia tiene un rostro como de hombre; la cuarta bestia es como un águila en vuelo. Las cuatro bestias tienen cada una seis alas, están llenas de ojos por fuera y por dentro, y repiten sin descanso día y noche: “Santo, Santo, Santo Señor, Dios
Todopoderoso, Aquél que era, que es y que va a venir”». Un pasaje como éste era enojoso e irritante para mi mentalidad infantil, debido a su pomposa falta de naturalidad. Si es lenguaje figurado, sus imágenes son inimaginables. ¿Cómo es posible que cuatro bestias estén «llenas de ojos por delante y por detrás», y cómo pueden estar «en medio del trono y en torno al trono»? No pueden estar en un sitio y en otro al mismo tiempo. Pero éste es el tenor del Apocalipsis.
Gran parte de las imágenes carecen por completo de sentido poético y son arbitrarias, algunas resultan francamente repugnantes, como atravesar ríos de sangre, el manto del jinete empapado en sangre y la gente que se lava con la sangre del Cordero. Frases como «la ira del Cordero» son en principio ridículas. Pero tal es la fraseología imponente y el lenguaje figurado de las capillas no conformistas (disidentes de la Iglesia anglicana), todos los Bethels de Inglaterra y Estados Unidos, todos los Ejércitos de Salvación. En todas las épocas se ha dicho que la religión vital se encuentra entre las gentes iletradas.
Precisamente entre las gentes iletradas sigue extendida la Revelación, la cual, a mi modo de ver, ha tenido, y quizá sigue teniendo, una influencia real aún mayor que la de los Evangelios o las grandes Epístolas. La furibunda denuncia de reyes y gobernantes, y de la prostituta que se sienta sobre las aguas, despierta totalmente las simpatías de una congregación de mineros del carbón y sus esposas, reunidos la noche del martes en la gran capilla pentecostalista semejante a un establo. Y las palabras en mayúsculas: MISTERIO, BABILONIA LA GRANDE, LA MADRE DE RAMERAS Y ABOMINACIONES DE LA TIERRA emocionan hoy a los viejos mineros como emocionaron a los campesinos puritanos escoceses y los más feroces de los cristianos primitivos. Para aquellos cristianos de las catacumbas, Babilonia la
Grande significaba Roma, la más grande ciudad y el mayor imperio que los persiguió.
Y mayor fue la satisfacción de denunciarla y conducirla a lo máximo, máximo dolor y destrucción, con sus reyes, su riqueza y su arrogancia. Después de la Reforma,
Babilonia fue una vez más identificada con Roma, pero ahora se identificaba con el Papa, y en la Inglaterra y la Escocia disidentes y protestantes se sucedían las condenas de Juan el Divino con el grito imponente: «¡Cayó, cayó la Gran Babilonia!
¡Se ha convertido en morada de demonios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos, en guarida de toda clase de aves inmundas y detestables!». Hoy siguen pronunciándose esas palabras, y a veces todavía se arrojan contra el Papa y los católicos romanos, quienes parecen levantar de nuevo sus cabezas. Pero todavía con mayor frecuencia, Babilonia se identifica hoy con los ricos y malvados que viven en el lujo y practican la prostitución allá en la vaga distancia, en Londres y Nueva York, en París, el peor lugar de todos, y que jamás en su vida han pisado la «capilla».
Es muy agradable, si uno es pobre pero no humilde —y los pobres pueden ser serviles, pero casi nunca son realmente humildes, en el sentido cristiano— provocar la caída, la destrucción total y el desconcierto de los poderosos enemigos mientras uno asciende a la grandeza. Y en ningún otro lugar sucede esto de un modo tan espléndido como en la Revelación. El gran enemigo a los ojos de Jesús era el fariseo, que insistía en la letra de la ley. Pero el fariseo es demasiado remoto y sutil para el minero y el obrero industrial. El Ejército de Salvación que predica en la esquina de la calle no suele bramar contra los fariseos, sino que lo hace acerca de la Sangre del Cordero, Babilonia, el pecado y los pecadores, la gran ramera y los ángeles que gritan ¡ay, ay, ay!, y los recipientes que vierten plagas horribles. Y, por encima de todo, hablan de la Salvación, de que nos sentaremos en el Trono con el Cordero, reinaremos en la Gloria y tendremos una vida eterna, viviremos en una gran ciudad de jaspe con puertas de perlas, una ciudad que «no necesita sol ni luna que la alumbren». Si uno escucha al Ejército de Salvación, oirá que van a ser realmente imponentes cuando lleguen al cielo. Entonces te abrirán los ojos y te pondrán en el lugar que te corresponde, a ti, persona que te crees superior, hijo de Babilonia: irás a revolcarte en el azufre del infierno.
Así es todo el tono de la Revelación. Cuando hemos leído unas cuantas veces ese libro altivo, nos damos cuenta de que Juan el Divino tenía, a primera vista, un proyecto grandioso de extirpar y aniquilar a cuantos no pertenecieran a los elegidos, el pueblo elegido, en una palabra, y de ascender él mismo directamente al trono de Dios. Los miembros de las sectas disidentes en Inglaterra, se apropiaron de la idea judía del pueblo elegido. Ellos eran los elegidos o «salvados», e hicieron suya la idea judía del triunfo final y el reinado del pueblo elegido. Dejarían de ser perros famélicos en la tierra para ser perros bien cuidados en el cielo, y si no llegaban a sentarse en el trono, por lo menos se sentarían en el regazo del Cordero entronizado.
Esa doctrina puede oírse cualquier noche al Ejército de Salvación o en cualquier Bethel o capilla pentecostalista. Si no es Jesús, es Juan, si no es el Evangelio, es la Revelación. Se trata de religión popular, distinta de la religión seria.
Texto en redacción. Voy a ir colectando algunos de esos poemas apócrifos sobre la unidad, de aquel cuadernillo antológico publicado en 1980, por "Cuadernos del agua mansa".
Comenzamos con Montejo, quien es el poeta que cierra esa plaquette.
Salud, lacl.
Post Scriptum 1. Hemos agregado el poema de Edmundo Aray.
Post scriptum 2. Hemos agregado el poema de José Barroeta.
EUGENIO MONTEJO
A un solo canto voy,
camino adentro, hacia uno solo de altas torres,
donde todas las flores sean la flor de origen.
Donde el claror nos llame
y haya tras él que abandonar propios parajes,
aunque a veces la andadura vacile
o cueste mantener el norte
y hasta parezca
que a uno lo vencerán sombras voraces.
Hacia el canto de todos voy,
sin vallados, sin marcas,
por dejar que mi sangre se confunda en las sangres,
y no arrastre miserias, blasones, pertenencias,
sino el Alba.
Nada llevo conmigo
(hacia las muchedumbres no ha de andarse
con las piedras de uno en el bolsillo)
salvo palabras de asas múltiples,
locuras coincidentes,
y el denso presentimiento del sonido
de un cierto canto que emergerá cuando los brazos
constructores se unan.
EDMUNDO ARAY No queda sino el recuerdo de los cantos. Me siento al margen- dando la vuelta- analizando mi silencio, (en esta casa no hay ventanas) construyendo lo posible con manos demasiado pequeñas. Por el color de una consigna
nos alejamos de la fiesta.
CONTINUARÁ.
JOSÉ BARROETA
Lo que construyamos ha de ser sobrio, sólido y claro. Debe guardarnos a nosotros y a los que regresen de la huida.
Acogerá nuestra esperanza
El rumor sostendrá de los trabajos con que erguimos la primavera.
Muros que no den sombra, abiertos al claro oro y a la brisa más fuerte con que venga