La vida cantada (I)
Hace algunas jornadas tuve la fortuna de la entrega a lecturas dispersas, un gusto que cultivo desde que descubrí mi amor por ese íntimo bien del diálogo silente. Abrí al azar un poemario antológico de nuestra María Calcaño y me pareció que era mensaje de mi padre, pues lo abrí justo en la la página 131. El número 13, día de su nacimiento (que cayó Martes) lo tenía por número de honrosos dones, al igual que su hermano el 31; así que lo tomé pues por regalo suyo.
Lo cierto es que el poema de María Calcaño que aparece en esa página es, por su diafanidad, una sencilla convocatoria a desandar los trillados caminos del amor y todo un canto de rescate al amor puro. En la llaneza (que no puede más que ser franca) se corren los velos de la máscara para mostrarnos, en todo su esplendor, una epifanía que casi todos suponen encerrada en un arcaico baúl del que han perdido la llave.
Y tal poema vino a hacer juego con otras lecturas de gozosa ocasión, como lo fueron algunos pasajes del diario de Katherine Mansfield y un viejo ensayo de David Herbert Lawrence: Pan en América. Tales pasajes vinieron a hacerle juego a ese canto de la vida que se obstina en empinarse en los labios de quien se niega a dejarse a arrastrar por el olvido de la sangre y los permanentes achaques de una vieja señora que ve el mal hasta en las sinuosas sombras de las enramadas acariciadas por el viento.
El poema de María Calcaño me hizo recordar, en general, lo que he leído de la obra de Lawrence, específicamente, ciertos pasajes ideados por ese minero del verbo, quien fue un maestro en plasmar o, acaso, más bien en develar el pensamiento profundo de mujeres y hombres, en lo que toca a las más elementales fuerzas e impulsos del ánima y de nuestra vitalidad interior, con sus instintos, con sus –tan en reiteradas ocasiones- desacralizadores procesos mentales de las primigenias premisas del vivir, tal como lo hizo en muchas de sus novelas (pienso, sobre todo, en esa saga elegíaca que nos regaló con sus novelas Mujeres enamoradas y El arco iris). También me trajo a la mente, algunos poemas del inglés, así como aquel hermoso relato que bautizara con un lacónico: Sun (Sol).
La declarada y escueta sencillez de ese poema de María, se nos abre como con cierta desfachatez, con cierto desplante ante los aherrojados patrones de conducta que rigen a todo mundo o “casi” a todo mundo. No se piense que porque el mundo moderno haya “aprendido” a desnudarse en público, que los seres humanos han superado ya los viejos achaques de la moralina. En líneas generales, el ser humano vive tan cargado de prejuicios como lo estuviera siglos atrás. Y es una gracia que tan sólo un poema logre hacernos volver la mirada a nuestro sol interior, tal como puede hacerlo una compleja novela.
Y porque en mis manos cayera, en esas noches, el diario de Mansfield y, porque no por obra de casuística, invocara ella el sol para la vida, a pocos meses de su preanunciada muerte y un poco antes de internarse en el Centro para el desarrollo armónico del hombre, creado por Gurdjieff en Fontainebleau, es que acá emplazaré algunos pasajes de Mansfield y Lawrence, para servir de acompañantes a María…
Salud!
Lo cierto es que el poema de María Calcaño que aparece en esa página es, por su diafanidad, una sencilla convocatoria a desandar los trillados caminos del amor y todo un canto de rescate al amor puro. En la llaneza (que no puede más que ser franca) se corren los velos de la máscara para mostrarnos, en todo su esplendor, una epifanía que casi todos suponen encerrada en un arcaico baúl del que han perdido la llave.
Y tal poema vino a hacer juego con otras lecturas de gozosa ocasión, como lo fueron algunos pasajes del diario de Katherine Mansfield y un viejo ensayo de David Herbert Lawrence: Pan en América. Tales pasajes vinieron a hacerle juego a ese canto de la vida que se obstina en empinarse en los labios de quien se niega a dejarse a arrastrar por el olvido de la sangre y los permanentes achaques de una vieja señora que ve el mal hasta en las sinuosas sombras de las enramadas acariciadas por el viento.
El poema de María Calcaño me hizo recordar, en general, lo que he leído de la obra de Lawrence, específicamente, ciertos pasajes ideados por ese minero del verbo, quien fue un maestro en plasmar o, acaso, más bien en develar el pensamiento profundo de mujeres y hombres, en lo que toca a las más elementales fuerzas e impulsos del ánima y de nuestra vitalidad interior, con sus instintos, con sus –tan en reiteradas ocasiones- desacralizadores procesos mentales de las primigenias premisas del vivir, tal como lo hizo en muchas de sus novelas (pienso, sobre todo, en esa saga elegíaca que nos regaló con sus novelas Mujeres enamoradas y El arco iris). También me trajo a la mente, algunos poemas del inglés, así como aquel hermoso relato que bautizara con un lacónico: Sun (Sol).
La declarada y escueta sencillez de ese poema de María, se nos abre como con cierta desfachatez, con cierto desplante ante los aherrojados patrones de conducta que rigen a todo mundo o “casi” a todo mundo. No se piense que porque el mundo moderno haya “aprendido” a desnudarse en público, que los seres humanos han superado ya los viejos achaques de la moralina. En líneas generales, el ser humano vive tan cargado de prejuicios como lo estuviera siglos atrás. Y es una gracia que tan sólo un poema logre hacernos volver la mirada a nuestro sol interior, tal como puede hacerlo una compleja novela.
Y porque en mis manos cayera, en esas noches, el diario de Mansfield y, porque no por obra de casuística, invocara ella el sol para la vida, a pocos meses de su preanunciada muerte y un poco antes de internarse en el Centro para el desarrollo armónico del hombre, creado por Gurdjieff en Fontainebleau, es que acá emplazaré algunos pasajes de Mansfield y Lawrence, para servir de acompañantes a María…
Salud!
lacl
Si vamos a la ciudad
no vayas a tomarme del brazo.
No quiero parecerme
a esas mujeres
que llevan hombres aburridos.
Sin doctores,
ni iglesias
ni papeles.
Nosotros nos casamos por amor.
¡Como en el campo!
Cogidos de la mano
retozando…
¡Como si fuera domingo!
Como un par de campesinos.
Como somos.
¡Vamos!
Que se rían de nosotros,
pero que se rían
con envidia.* * * * *
Katherine Mansfield
Octubre 10 de 1922
(Hablando consigo)
“…Bueno, Katherine, ¿qué entiendes por salud? ¿Y para qué la quieres?
Contestación: Por salud entiendo el poder llevar una vida plena, adulta, vivaz, el poder respirar en estrecho contacto con lo que amo: la tierra y sus maravillas, el mar, el sol. Todo lo que entendemos cuando decimos el mundo exterior. Quiero penetrar en él, ser parte de él, vivir en él, aprender de él, perder todo lo que es superficial y adquirido en mí, volverme un ser humano consciente y sincero. Al comprenderme a mí misma, quiero comprender a los demás. Quiero realizar todo lo que soy capaz de ser para poder ser (y aquí me he parado, he esperado inútilmente, una sola expresión dice lo que hay que decir) una hija del sol. Si uno habla del deseo de ayudar a los demás, de llevar una luz y otras aspiraciones semejantes, parece que uno mienta. Que baste esto. Ser una hija del sol.
Y luego quisiera trabajar. ¿En qué? Quisiera vivir de manera que me fuera posible trabajar con mis manos, mi corazón y mi cabeza. Quisiera tener un jardín, una casita, la hierba, animales, libros, cuadros, música. Y que de todo eso sacar lo que quiero escribir, expresar todas estas cosas. (Aunque escriba sobre cocheros, eso no importa.)…" * * * * *
David Herbert Lawrence
Pan en América, ensayo aparecido en Fénix, libro póstumo.
“… Gradualmente, los hombres se trasladaron a las ciudades. Y amaban más la exhibición de la gente que la exhibición de un árbol. Les gustaba la gloria obtenida al vencerse unos a otros en la guerra. Y, sobre todo, amaban la vanagloria de sus propias palabras, el fausto de la discusión y la vanidad de las ideas. Por eso, Pan se tornó viejo y de barba gris y con patas de chivo, y su pasión fue degradada por la concupiscencia de la senilidad. Su fuera para marchitar y vivificar mermó. Hasta que, finalmente, el viejo Pan murió y fue convertido en el demonio de los cristianos, con sus pezuñas hendidas y los cuernos, la cola y la risa burlona. Satanás, el viejo señor culpable de todas nuestras maldades, pero más que nada de nuestros excesos sensuales… esto, es lo que quedó del Gran Dios Pan.
Eso es extraño. Es un fin muy extraño para un dios con semejante nombre. ¡Pan! ¡Todo! ¡Eso que es todo tiene patas de chivo y cola! …”
Bibliografía:
María Calcaño, Editorial de la Universidad del Zulia, Maracaibo, Venezuela, 1983.
Katherine Mansfield, Diario 1910 – 1922, Parsifal Editores, Barcelona, España, 1994.
David Herbert Lawrence, Fénix (Phoenix), Ediciones Adiax, Barcelona, España, 1982.