Jorge
Luis Borges, El libro. Conferencia.
De los diversos instrumentos del
hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de
su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el
teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada,
extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión
de la memoria y de la imaginación.
En César y Cleopatra de Shaw, cuando
se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria de la
humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué
es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre
recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el libro.
Yo he pensado, alguna vez, escribir
una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los
libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser
desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido
anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay páginas
preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo
que dice Spengler.
Los antiguos no profesaban nuestro
culto del libro ‑cosa
que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aquella
frase que se cita siempre: Scripta maner verba volat, no significa que la
palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y
muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y
sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido,
curiosamente, maestros orales.
Tomaremos el primer caso: Pitágoras.
Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso
atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que la letra mata y
el espíritu vivifica, que vendría después en la Biblia. El debió sentir eso, no
quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no habla nunca de
Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los pitagóricos
profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que muy tardíamente
descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que fue refutada
por San Agustín en La ciudad de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora
que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea
de un tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por Blanqui... y por tantos
otros.
Pitágoras no escribió voluntariamente,
quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente
de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en
latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no significa que
estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el contrario, afirma la
libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del maestro.
No sabemos si inició la doctrina del
tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban. Pitágoras
muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración ‑esto le hubiera gustado a Pitágoras‑ siguen pensando y repensando su
pensamiento, y cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en
aquella fórmula:
el maestro lo ha dicho (Magister dixit).
Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos
el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede
haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están
vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa
mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se
multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos
pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates
seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera dicho
Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no
dejó nada escrito, y también un maestro oral. De Cristo sabemos que escribió
una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió
otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus
prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en manos de un
ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño. Se
pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de que un
libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a
descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la Cábala
y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El libro del
esplendor), El Séfer Yezira (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no
están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son
acicates para que el lector siga el pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo
nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo
su almohada la Ilíada y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por
Homero, pero no se lo consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le
damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran textos
sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.
Platón pudo desterrar a los poetas de
su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos testimonios de los
antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de Séneca. En una de
sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un individuo muy
vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien volúmenes; y quién ‑se pregunta Séneca‑ puede tener tiempo para leer cien volúmenes. Ahora, en
cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.
En la antigüedad hay algo que nos
cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en
el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un
concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado.
Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Estos
piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es
uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su
justicia. En el Corán se habla en forma asaz misteriosa de la madre del libro.
La madre del libro es un ejemplar del Corán escrito en el cielo. Vendría a ser
el arquetipo platónico del Corán, y ese mismo libro ‑lo dice el Corán, ese libro está escrito en el cielo,
que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman
los sulems o doctores musulmanes.
Luego tenemos otros ejemplos más
cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente, la Torá o el Pentateuco.
Se considera que esos libros fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un
hecho curioso: la atribución de libros de diversos autores y edades a un solo
espíritu; pero en la Biblia misma se dice que el Espíritu sopla donde quiere.
Los hebreos tuvieron la idea de juntar diversas obras literarias de diversas
épocas y de formar con ellas un solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en
griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu.
A Bernard Shaw le preguntaron una vez
si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: Todo libro
que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu. Es decir, un
libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor
es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más. El
Quijote, por ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un
texto absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar.
Pensemos en las consecuencias de esta
idea. Por ejemplo, si yo digo:
“…Corrientes
aguas, puras, cristalinas,
árboles
que os estáis mirando en ellas
verde
prado, de fresca sombra lleno…”
es evidente que los tres versos
constan de once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.
Pero, qué es eso comparado con una
obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la
Divinidad que condesciende a la literatura y dicta un libro. En ese libro nada
puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar
justificadas las letras. Se entiende, por ejemplo, que el principio de la
Biblia: Bereshit baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a
bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada.
Eso nos lleva a la Cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro
sagrado dictado por la divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los
antiguos pensaban. Estos pensaban en la musa de modo bastante vago.
Canta, musa, la cólera de Aquiles,
dice Homero al principio de la Ilíada. Ahí, la musa corresponde a la
inspiración. En cambio, si se piensa en el Espíritu, se piensa en algo más
concreto y más fuerte: Dios, que condesciende a la literatura. Dios, que
escribe un libro; en ese libro nada es casual: ni el número de las letras ni la
cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos
de palabras con las letras, de que podamos tomar el valor numérico de las
letras. Todo ha sido ya considerado.
El segundo gran concepto del libro ‑repito‑
es que pueda ser una obra divina. Quizá esté más cerca de lo que
nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es
decir, un mero sucedáneo
de la palabra oral. Luego decae la creencia en un libro sagrado y es
reemplazada por otras creencias. Por aquella, por ejemplo, de que cada país
está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes denominan a los
israelitas, la gente del libro; recordemos aquella frase de Heinrich Heine sobre
aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia, los judíos. Tenemos
entonces un nuevo concepto, el de que cada país tiene que ser representado por
un libro; en todo caso, por un autor que puede serlo de muchos libros.
Es curioso ‑no creo que esto haya sido observado
hasta ahora‑
que los países
hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por
ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al doctor Johnson como representante;
pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es ‑digámoslo así‑
el menos inglés
de los escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el
understatement, es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare
tendía
a la hipérbole
en la metáfora,
y no nos sorprendería
nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.
Otro caso es el de Alemania; un país
admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante,
que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto de patria;
elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.
En Francia no se ha elegido un autor,
pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero
Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; Hugo, con esas
grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es típico de Francia.
Otro caso aún más curioso es el de
España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por
Quevedo. Pues no. España está representada por Miguel de Cervantes. Cervantes
es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre
que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.
Es como si cada país pensara que tiene
que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco,
una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus
defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo de Sarmiento, que es
nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra
historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos
elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como libro, ¿como
pensar que nuestra historia está representada por un desertor de la conquista
del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad.
Sobre el libro han escrito de un modo
tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos pocos. Primero me
referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo hay
una frase memorable: No hago nada sin alegría. Montaigne apunta a que el
concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que si él encuentra
un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de
felicidad.
Recuerdo que hace muchos años se
realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah
y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores. Yo
diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con
dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce
ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.
Un libro no debe requerir un esfuerzo,
la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón.
Luego enumera los autores que le gustan. Cita a Virgilio, dice preferir las
Geórgicas a la Eneida; yo prefiero la Eneida, pero eso no tiene nada que ver.
Montaigne habla de los libros con pasión, pero dice que aunque los libros son
una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.
Emerson lo contradice ‑es el otro gran trabajo sobre los
libros que existe‑.
En esa conferencia, Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete
mágico.
En ese gabinete están
encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan
nuestra palabra para salir de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces
ellos despiertan. Dice que podemos contar con la compañía de los mejores
hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos y preferimos
leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.
Yo he sido profesor de literatura
inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan
poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros;
entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de
alguien. Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más
importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.
Yo he dedicado una parte de mi vida a
las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de
felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una
mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.
Emerson coincide con Montaigne en el
hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que
ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de
releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para
releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro. Puedo decirlo de
un modo que puede parecer patético y no quiero que sea patético; quiero que sea
como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí
a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.
Yo sigo jugando a no ser ciego, yo
sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me
regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la
presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí
estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con
los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo
sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de
las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.
Se habla de la desaparición del libro;
yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y
un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el
olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo
tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.
El concepto de un libro sagrado, del
Corán o de la Biblia, o de los Vedas ‑donde
también
se expresa que los Vedas crean el mundo‑,
puede haber pasado, pero el libro tiene todavía cierta santidad que
debemos tratar de no perder. Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del
hecho estético.
¿Qué son las palabras
acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos
muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente
un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo
que cambia cada vez.
Heráclito dijo (lo he repetido
demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces
al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros
somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha
cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están
cargados de pasado.
He hablado en contra de la crítica y
voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es exactamente el
Hamlet que Shakespeare concibió a principios del siglo XVII, Hamlet es el
Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido renacido. Lo mismo
pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez Estrada, el Martín
Fierro no es el mismo. Los lectores han ido enriqueciendo el libro.
Si leemos un libro antiguo es como si
leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y
nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar
lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero
todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto supersticioso, pero
sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.
Eso es lo que quería decirles hoy.