Poesía veraz
es la que primerose vive y luego
se escribe
Quiero legar acá la glosa final de la primera parte de esa
heterodoxa reunión de sueños y vigilias, que vino a juntarse en un libro
intitulado contracorrientes (sentencias en incertidumbre).
Por la sencilla razón de que las dos personas que en la
nota a pie de página se rememoran, siguen siendo carne viva de un país que no
calza en los linderos de nuestros mapas: Hanni Ossott y Juan Sánchez Peláez.
Cabe apuntar, acaso, que la glosa fue escrita por el año
de 1995 y que la nota a pie de página fue escrita unos diez años después, un
poco con motivo del tiempo transcurrido y porque, dolorosamente, tuvimos que bebernos
la sensación de pérdida que, en tan breve lapso, nos embistió por los cuatros
costados. Salud!
lacl
* * * * * *
Poesía veraz
es la que primero
se vive y luego
se escribe.
Porque la memoria es quien dispone de las palabras que atañen al poema, palabras corresponsales, precisas incluso, que en el momento de la experiencia o el padecimiento poético no podríamos evocar. La poesía es ante todo vida o experiencia vivida, arrobamiento íntimo de nuestro tempo. Y resultaría un contrasentido el tratar de evocar el trance de ver desde el presente, o mejor, el tratar de evocar el trance poético desde la presencia de ver. Un auténtico poeta entra, a su pesar, en estados de trance; en esos momentos la persona del poeta se desmaterializa; está presente, pero con la única venia de presenciar embelesado la aparición de imágenes y voces que le conmueven y le conmocionan, erizándole la piel, humedeciendo sus ojos e inmovilizando su cuerpo. Un poema escrito por fuerza de la voluntad puede resultar tan sólo una inteligencia, un camelo de la ratio, a lo sumo, un ingenioso tándem de palabras; además, denotaría irremediablemente la intención efectista de quien lo compuso, por ende, la falsedad del culto que predica. Pero atención, no niego la posibilidad de escribir en estados de trance, tal como confiesa Pessoa haberle sucedido, en una carta dirigida a Alvaro Cassais Monteiro o, como presumo, le ha acaecido a una extraordinaria y desoída poeta contemporánea de nuestro país, cuyo nombre, por respeto a la intimidad, me reservo a sabiendas de que cualquier lector acucioso lo podrá conjeturar (*). En estos casos, el trance poético se manifiesta en el hecho de escribir, es la escritura misma, porque la poesía puede hacer presencia como la revelación de un arrebato, pero son casos que podemos catalogar de milagrosos -de elegidos y para elegidos, diría yo- y en los que la persona del poeta se distingue por cualidades suprasensoriales, mediúmnicas o por haber sido tocada por algún dios o diosa, corriendo el grave riesgo de serle sacudida violentamente la locura que nos es común a todos. ¿ Sin embargo, quién puede afirmar que la memoria no está operando, también, en estos casos ?
(*) He preferido
mantener este texto tal y como fuera escrito en su momento. Varios años después
esa poeta, no otra que Hanni Ossott, murió calladamente en medio de una
confrontación entre las apatías y apetitos de un país enfrascado en la miopía y
la disonancia. Con ella me cupo la buena estrella de cursar, en la Escuela de
Letras de la UCV y durante un mismo semestre, dos lecturas dirigidas que no
puedo catalogar menos que de salvadoras para quien esto escribe, pues
estuvieron colmadas de aquella aura de luz a que remite la palabra entusiasmo
en su raíz griega. Tales cursos eran dichosamente –y creo que aún lo son- de la
libre elección del alumnado, lo que se presta para lo extraordinario. Pero cuán
desoladora se nos hace ahora la visión de aquello que llamamos patria. Hanni
Ossott y Juan Sánchez Peláez fallecieron en fechas relativamente cercanas, dos
voces, dos vivas vidas, cada una a su modo signada de una urgencia. Dos almas
idénticamente tocadas por una amorosa pulsión poética, aun cuando las tonalidades
de sus canciones se hayan encaminado por derroteros e itinerarios diferentes.
Para la discordiosa y monocorde Venezuela de hoy, parece dar lo mismo que toda
prenda de humana naturaleza haya nacido bajo su cielo o sobre su suelo. No
debería extrañarnos, pues cada día certificamos y registramos, al “adentrarnos”
en ese afuera que es la calle, la desvalorizada estimación en que se tiene ese
bien intangible de la vida. Y no ha de ser una vana casualidad el que a ciertos
recovecos citadinos se les haya bautizado como mentideros. Nadie parece querer
ver hacia atrás, hacia nuestro pasado más que inmediato, para remedar a Alfonso
Reyes; pasado que, en nuestro caso, no vacilo de apuntar como de urgente,
inaplazable, perentorio. Urgente es su reconocimiento, inaplazable su rescate,
perentorio hacerlo presente en nuestras venas, mas no para una vindicación
apriorística, pues no todo lo que con pomposidad llamamos “nuestro pasado” se
hace acreedor del encomio o del endiosamiento. Es menester que le despojemos de
todo afeite de heroicidad. Eso que hemos llamado patria, nación, país, nuestra
tierra y sus vivencias, es algo un tanto más complejo que esas recetas de
docilidad con que han pretendido inculcarnos unos obstinados y engominados
pseudo-cronistas, convenientemente colocados a la diestra del poder establecido
en su hora. Erasmo nos obsequia una pregunta radiante en su coloquio Caronte o
contra la guerra: “¿hay algo que no
pueda una falsa religiosidad?”. Deberíamos allegarnos a los motivos de tan
sencilla indagación, pues sospecho que la humanidad vive hoy en medio de un denuedo sin sustancia
y los venezolanos no somos excepción. Muchos de quienes afirman amar sutilezas
tales como poesía, bien común o vocación de servicio, están arrobados en la
construcción de su propia obra, lo cual obviamente no es criticable cuando nace
de un apetito del alma; mas no parecen advertir que sus angustias, enraizadas
en un vehemente espíritu de competencia, condenan sus obras a un hacer por
hacer. El adorado y exacerbado yo asesina todo asomo de pureza. Así pues, lo
que me asalta de continuo, como ínfima parte que soy del mundo humano, es el
denodado embate de nuestras ausencias. Nuestras ausencias para las preguntas y
la íntima indagación, nuestras ausencias para lo tácito; nuestras ausencias
para con la muerte, tanto como para con aquella desabrigada hoja que se mece en
la rama o para con esta otra que cae a nuestro lado y, lo mismo, para con la
vida, intocada señora que hace gesto sublime a nuestro lado en la figura del padre,
la madre, la amada, el hijo y todo ser o cosa dignos de ser amados. Hemos
sellado nuestra deserción del mundo de las preguntas silenciosas, cuando ellas
sólo pretendían una consumación beatífica de nuestro fuero interior.
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Contracorrientes
(sentencias en incertidumbre), BID&CO Editor, Col. Manoa, Caracas, 2006.
Reeditado en Noviembre de 2013, por BID&CO Editor, Col. Manoa, Caracas
Reeditado en Noviembre de 2013, por BID&CO Editor, Col. Manoa, Caracas