Arte y poesía: vigencia de toda expresión lúdica, gesto o acto non servil en tiempos tan obscuros como los actuales. Disertaciones sobre el culto añejo de ciertos antagonismos: individuo vs estado, ocio y contemplación vs labor de androides, dinero vs riqueza. Ensayos de libre tema, sección sobre ars poética, un muestrario de literatura universal y una selección poética del editor. Luis Alejandro Contreras Loynaz.
Si en Venezuela estilamos ser toderos, ese envite de torear la vida en cuanta empresa se nos plante ante la vista, yo debo decir que he sido -y acaso aún soy- un fervoroso nadero, suerte de lance para nadar en las enaguas de la susodicha. Pues en lugar de ser un profesional en todo, he sido un amateur en nadas; en el más feliz de los casos, un entendedor, siempre a la chista callando. Las naderías suelen causar gran fascinación sobre las almas distraídas, entre las que me incluyo, y no sé que hado les haya legado su encanto a las primeras. Y, aunque cursé más de cien créditos en la Escuela de Letras de la UCV, nunca me mortificó el comprobar que ese sistema de jerarquías con que el hombre gusta de mortificarse la carne, también hubiese ganado espacios en ese querido recinto y que, en virtud de ello, hubiese materias que disfrutaban de cierta prelación sobre otras. Iba por puro gusto. Nada hay como explayarse. El resto es aburrido y desmesuradamente empalagoso. Por otra parte, ¿quién no tuvo, alguna vez, que pasar por el trance de mancillarse las manos al hacer algún oficio? Pocos, muy pocos.
No pude verlo en vivo, previos e inaplazables compromisos no me lo permitirían. Sin embargo, lo he visto en diferido y el nudo en la garganta, la emoción y un piadoso sentido de agradecimiento me inundaron cuerpo y alma de tal modo, como si en vivo hubiese estado allí, a la misma hora, en el mismo lugar. Muchos son los motivos para celebrar esta distinción. En primer lugar, porque el conjunto de su obra en realidad lo merece. Pero más allá de toda calidad literaria, pienso que a quienes vimos la luz primera bajo esta tierra de gracia, nos atañe algo que va más allá del orgullo patrio y asuntos de esa naturaleza. Quisiera destacar más, en esta oportunidad, el aspecto de la caridad humana que destella en el trasfondo de su verbo u obra, la cual se ha expresado, sin aspavientos, a lo largo de su andar y en perfecta consonancia con su actitud ante el vivir. Cadenas siempre ha hablado con absoluta llaneza y ha apuntalado su decir sobre la honra, ese patrón tan cervantino que destaca en el alma del hispano parlante de bien. La honra es algo muy nuestro. El hecho de que los tiempos modernos hayan ajado un tanto ese sentir, ese sello que antaño era inculcado desde nuestros primeros pasos por la vida y por medio de una educación ancestral y sentimental, es lo que -en mi opinión muy personal- le suma más méritos a este reconocimiento. Sin buscar palestras ni altavoces, sino hablando siempre desde una plaza cualquiera o desde algún rincón citadino, cual un conciudadano más, ha asumido el rol de un defensor del humanismo. Es, por tanto, perentorio recoger el testigo y seguir portando la antorcha en alto. Nuestro querido maestro, seguros estamos de ello, con gusto entregará antorcha y testigo para que sigamos luchando por las buenas causas, portando la adarga del Quijote en una mano y la pluma de Cervantes en la otra.
Salud , lacl
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Rafael Cadenas. Fragmento de una conversa...
Tuvimos la fortuna de acompañar a los poetas Luis Perozo Cervantes y Josbel Lobo esa tarde, en un parque caraqueño, muy cerca de su casa...
Ayer nos gritaron un par de amadas amigas: ¡mira! ¡Yine y Luis han salido a la calle! Eso fue a todo pulmón… ¡No lo podemos creer!
Eran las queridas Nadesda y Rosalexia. No estábamos enterados de que nos habíamos ganado tan buena fama de ascetas o eremitas. Así que nuestras carcajadas se hicieron sentir en los pasillos de la Plaza Altamira, y yo como suelo ser tan espontaneo respecto de la risa creo que perturbé por un momento a quienes a pocos metros mantenían un coloquio con el público. Así que nos hicimos a un lado y seguimos la que por siempre ha sido una animada cháchara. Y nos reímos un tanto más, a sottovoce, de la parodia surrealista que ha transformado nuestras calles en una emulación de clausurado cementerio.
La verdad es que no creo que seamos los únicos seres de este país que han dado un giro a sus costumbres, ¿y para qué iríamos a caer en el asunto del desconsuelo y la desolación que se ha empeñado en imponer una secta de seres sombríos e infelices a todo mundo en nuestros predios? Los seres desdichados, aquellos que con espíritu de rémora persiguen oro y poder, a cómo de lugar, pasan la vida medrando. Puede ser que logren su cometido de hacerse con el botín, pues en sus almas no hay espacio para otra cosa que la práctica de la expoliación.
Así que ¿cuál sería la razón de peso suficiente como para que se justifique el que uno permita que le contagie el mal una secta de mórbidos? Esa es la verdadera razón por la que, en reiteradas oportunidades, nos hemos inhibido de coger hacia la calle. Para preservar nuestras humanidades de una agobiada multitud, un colectivo exhausto de chocar, una y otra vez, con el muro de una vida contrahecha.
Pero ayer era otra cosa, nos dijimos… No queríamos perdernos La charla y la presentación del libro Crónicas sádicas, del querido Salvador Garmendia. Llueva, truene o relampaguee, con o sin carro, vamos a ver a los amigos. Y la verdad es que ha sido para nuestro contento el volver a sentarnos todos en torno a la mesa. Salvando los obstáculos de tener que cruzar las calles de tu ciudad, como si se tratara de una maqueta. Un país que se sostiene como con artefactos de piñatería, con papelillo y serpentinas.
En fin, no voy abundar (por los momentos) en este asuntillo que amenaza con llevarse todo al traste. Acaso luego vuelva a la carga, pero que sea por motivos diferentes, como los de develar la inveterada falsía de los desdichados y no en un marco como éste, que ha sido propiciado por el culto y la celebración de la amistad.
lacl, 24 de abril 2016
Sigue...
Me dije, no compro un libro más, luego de obtener los de Homeopatía que tanto añoraba Yineska, las "Confesiones" de García Bacca, El inquieto anacobero, de Mujica y otros títulos que nos sedujeron, a precios módicos en el stand de UCV.
Pero luego del grato reencuentro con Walter Rodríguez y una buena y salpimentada conversa con él, veo brillar un libro en sus anaqueles y le exclamo: ¡pero cómo! ¿Tú tienes ese libro? Y salgo corriendo a tomarlo. Se trataba de las memorias de Albert Speer, extraviadas hace muchos años (Speer, el arquitecto de los sueños de grandeza de Adolf Hitler). Así que no pude evitarlo. Esas memorias han vuelto a casa luego de más de tres décadas de extravío, entre otras arcaicas maravillas…
Creo que no necesitan de mayor presentación. Por lo que no veo gran necesidad de ello. Vallejo, "bastante menos conocido" quizás, que el mago del celuloide, es un poeta que, pese a las circunstancias de minusvalía en que solemos ver postrada a poesía y poetas es (lo presumo) sorprendentemente más conocido y apreciado de lo que cabe suponer. Al menos esa ha sido mi experiencia personal a lo largo de los años, entre personas de las que uno no sospecharía el menor asomo de gusto por la poesía. Pero esas son sorpresas ante las cuales uno no puede más que quedar agradecido. Dejemos aquí un tributo de poeta a poeta, ambos, poetas de la imagen, pero trastocadores de la imagen corriente y del cliché, poetas creadores de un lenguaje propio y, por ello lo reafirmo, trastocador, subvertidor de un desordenado orden que pretende ordenarlo todo.
Salud, lacl.
Sobre La quimera del oro, de Charles Chaplin, por César Vallejo.
De la ley de Mariotte, que la trompa de Eustaquio no pudo disputar al nervio acústico en Beethoven, nacía humanamente, llave a llave la Novena Sinfónica. A su turno, los cinco automóviles de lujo de Charles Chaplin, multimillonario y gentleman, conducen al porvenir al más desheredado y absurdo de los hombres, vestido de quince sombreros hongo, cinco trajes ajenos, siete pares de godillots y cuatro cañas mágicas… Así Charles Chaplin engendra a Charlot, en el soberbio film "En pos del oro” (La quimera de oro). Bellas son pues, las cartas perdidas, y humildes son, en secreto, las fachadas de los grandes rascacielos.
He aquí, en esta película, a Charles Chaplin, gentleman y multimillonario, rascándose las ingles de Charlot mendigo y comido de grandes piojos dignos. Chaplin, sumo poeta de la miseria humana, pasa por la película de espaldas a sus dólares. Un avatar del arte le ha hecho pobre de ellos, grande de ellos. El actor aquí, como en ninguna otra de sus películas, es absorbido totalmente por el personaje. Buenas noches, señor Pirandello… Allí tiene usted a “Bill”, el perro blanco de Chaplin, aullando ante la reja del dressing room en espera de su amo. Charlot acaba de salir y se encamina, mochila al hombro, en pos del oro de Alaska. “Bill”, que no ha reconocido en Charlot a Chaplin, esperará a éste ante la reja un año entero al cabo del cual toma el peregrino al dressing room, se viste millonario y sale reencarnado en el amo del mastín. “Bill” le lame los guantes interinos, reconociéndole alegremente… Tal la filmación de La quimera de oro, la obra de mayor anchura estética de Chaplin. ¡Buenos días, señor Unamuno!
Esta película formula la mejor requisitoria de justicia social de que ha sido capaz hasta ahora el arte d’après-guerre. La quimera de oro es una sublime llamarada de inquietud política, una gran queja económica de la vida, un alegato desgarrador contra la injusticia social. Los europeos de fines del siglo pasado, que el escepticismo literario y el materialismo científico no pudieron ganar para la vida, pasan por este film formando una tormentoso friso de miseria, de codicia y de desesperación. Son los heraldos de la revolución rusa. Entre ellos hay uno, el más dolido, el más inadaptado a la lógica convencional y veleidoso de los hombres, cuya desolación económica lanza allí bramidos calofriantes.
Chaplin se muestra en esta obra como un comunista rojo o integral. Más aún, Chaplin se muestra allí como un puro y supremo creador de nuevos y más humanos instintos políticos y sociales. Si así no se le ha comprendido aún, la historia lo dirá.
“En Rusia –ha declarado el propio Chaplin– se sale de estas representaciones con los ojos húmedos de llanto pues allí se me considera como un intérprete de la vida real. En Alemania, se me ve desde el punto de vista intelectual. En Inglaterra, desde el punto de vista clownesco. En Francia, como cómico de comedia. Yo no creo ser nada de esto. Yo soy, más bien, un trágico”.
Un trágico en nuestros días está forzosamente entrañado al dolor económico y social. Los Estados Unidos, por su parte, no han percibido ni de lejos el espíritu profunda y tácitamente revolucionario de The Gold Rush. Miento. De modo subconsciente, acaso, los yanquis se han unido a Lita Grey para apedrear a Chaplin, como apedrearon los otros filisteos a Nuestro Señor, inconscientes también del sentido histórico de su odio.
Así, pues, sin protesta barata contra subprefectos ni ministros; sin pronunciar siquiera la palabra “burgués” y “explotación”; sin adagios ni moralejas políticas; sin mesianismos para niños, Charles Chaplin, millonario y gentleman, ha creado una obra maravillosa de revolución. Tal es el papel del creador.
Con los años, ya se sacará de La quimera de oro insospechados programas políticos y doctrinas económicas. Esa será obra de los artistas segundones y repetidores, de los propagandistas, de los profesores universitarios y de los candidatos al gobierno de los pueblos.
Es una de las escenas más logradas del cine. Con inusitada sutileza el icono histórico creado partiendo de la figura de Judas, revive en este pasaje. Aclaremos que probablemente Judas no fue tan Judas como le pinta la doctrina del catecismo. Pudiéramos comprar la tesis esbozada por algunos escritores y evangelios apócrifos, según la cual Jesús le pidió a Judas que haga el papel de Judas. Tamaño sacrificio, acaso el más grande que haya podido acarrear ser humano alguno. Es decir, Jesús le pide a Judas que le delate y le venda. Lo cierto es que la figura de Judas que queda plasmada en la parábola histórica, pinta delicadamente esa sutileza de maldad que se aloja en el alma humana. Es como un icono de nuestra psiquis. Hace parte de nuestra sombra. En esta estampa se muestra al monje compañero de Andrei Rubliov (si mal no recuerdo se llama Kiril) cocinando su maldad. Con astucia relamida y recreándose en su propia bilis, blasfema sobre la persona y el arte de su amigo Andrei.