Pocas cosas me parecen más saludables para nuestro intelecto -e, incluso, para nuestro corazón- que leer algunos cuantos párrafos de Míster Mark Twain (o Samuel Clemens).
Mark Twain ha sido un maestro de la ironía. No parece que sea tan frecuente encontrarse con un escritor que desnude con humor y escarnio aquello que le encarna como ser humano. Haciendo honor y, sobre todo, juego a su verdadero apellido, Mark Twain ha sido inclemente en su afán de develar la humana inclemencia.
Dejemos acá una breve glosa sobre lo que escuchara y observara en el banquete anual de una organización autotitulada “The Ends of the Earth Club", en el año de 1906.
Salud, lacl.
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LA RAZA ANGLOSAJONA
Para bien o para mal continuamos educando a Europa. Llevamos ya en el puesto de instructores más de un siglo y cuarto; no se nos eligió para él, simplemente lo tomamos, pertenecemos a la raza anglosajona. El pasado invierno en El banquete anual de esa organización que se llama así misma, The Ends of the Earth Club, el presidente, oficial de alta graduación, retirado del ejército regular, proclamó en voz alta y con fervor: <<Pertenecemos a la raza anglosajona, y cuando el anglosajón quiere algo simplemente lo toma.>>
Está afirmación fue aplaudida frenéticamente. Había quizá hasta 75 civiles y 25 miembros del ejército y la Marina presentes en aquella ocasión. La expresión de la admiración tormentosa de aquella gente duró casi dos minutos. Y mientras tanto, el inspirado profeta que había evacuado tan gran sentimiento -de su hígado, sus intestinos, su esófago o de dónde lo hubiera gestado- permanecía de pie, satisfecho, radiante, sonriente y emitiendo rayos de felicidad por cada uno de sus poros, rayos tan intensos que resultaban visibles y le hacían parecer la vieja figura del almanaque que representa a un hombre esparciendo signos del zodíaco en todas las direcciones. El orador permanecía tan absorto en su felicidad, tan inmerso en su dicha que sonreía y sonreía, olvidado totalmente de que se hallaba penosamente, peligrosamente roto y desarbolado en medio de la mar, en necesidad inmediata de recoger sus velas.
El gran dicho del soldado, interpretado según la expresión que su autor puso en él, significaba en lenguaje llano: <<Los ingleses y los americanos son ladrones, bandoleros, piratas y nosotros nos sentimos orgullosos de pertenecer a esta combinación. >>
Ni uno solo de los ingleses o americanos allí presentes tuvo honor ni valor suficientes para levantarse y decir que se sentía avergonzado de ser anglosajón y avergonzado también de ser miembro de la raza humana, ya que esta raza debe soportar sobre sí la presencia de la infección anglosajona. Yo no podría realizar semejante función. No puedo permitirme perder los estribos ni hacer una exhibición pudibunda de mí mismo y de la superioridad de mi ética para poder enseñar a esta clase de infantes, honestamente, los rudimentos de este culto, porque no serían capaces de comprenderlo, no serían capaces de entender.
Fue sorprendente ver aquella explosión de entusiasmo, infantilmente franca, honrada y alegre con ocasión del comentario mefítico del profeta soldado. Tenía el sospechoso aspecto de una revelación, un sentimiento secreto del corazón nacional sorprendido al expresarse y exponerse por un accidente impredecible, porque constituía un montaje representativo. Todos los principales mecanismos que constituyen la máquina que arrastra y vitaliza la civilización nacional se hallaban allí presentes -abogados, banqueros, comerciantes, fabricantes, periodistas, políticos, soldados y marinos- todos estaban allí. Parecían los Estados Unidos en torno a una mesa de banquete, calificados para hablar por toda la nación con autoridad y revelar la moral privada de ella a la vista pública.
La bienvenida inicial a aquel extraño sentimiento no era una tradición aturdida de la que la reflexión les haría arrepentirse. Eso quedó bien patente por el hecho de que cuandoquiera que, durante el resto de la velada, un orador caía en la cuenta de que se deslizaba hacia el aburrimiento o la falta de interés, no tenía más que inyectar aquella gran moral anglosajona en medio de sus tópicos para hacer estallar de nuevo la alegre tormenta.
Después de todo se trata única y exclusivamente del exhibicionismo ante la raza humana. Y ha sido siempre un rasgo peculiar de la humanidad el tener en reserva dos tipos distintos de moral: la privada y real y la pública y artificial.
Nuestro tema ante el mundo es <<Confiamos en Dios>> y cuando vemos esas palabras de Gracia acuñadas sobre un dólar de Mercado (que vale apenas 60 centavos) parece siempre que se estremecen y sollozan de piadosa emoción. Ese es nuestro tema público. Y transpira la realidad de nuestro tema privado que es: <<Cuando el anglosajón quiere algo simplemente lo toma.>> Nuestra moral pública queda emotivamente expresada en ese otro tema noble y, sin embargo, suave y amable que indica que somos una nación de hermanos multitudinarios, generosos y amables unidos en uno -e pluribus unum-. Nuestra moral privada encuentra su guía en la sagrada frase: << Venid, caminemos con alegría.>>
De la Europa monárquica importamos nuestro imperialismo y nuestras curiosas nociones de patriotismo, es decir, si es que tenemos algún principio de patriotismo que alguien pueda definir precisa e inteligiblemente. Entonces es justo sin duda que instruyamos a Europa, a nuestra vez, en retorno por estas y otras clases de enseñanzas que de tal fuente hemos recibido.
Hace algo más de un siglo dimos a Europa las primeras nociones de libertad que jamás había tenido; mediante ellas felizmente y en gran parte contribuimos a la Revolución Francesa y reclamamos una parte de sus beneficiosos resultados. Desde entonces hemos enseñado muchas lecciones a Europa. Si no hubiera sido por nosotros, quizás Europa jamás hubiera conocido la figura del entrevistador sensacionalista. Si no hubiera sido por nosotros, algunos de los estados europeos quizás nunca hubieran experimentado la bendición de los impuestos extravagantes. Si no hubiera sido por nosotros, la compañías navieras de Ultramar jamás hubieran conseguido dominar el arte de envenenar al mundo en busca de dinero. Si no hubiera sido por nosotros, los Trust de seguros quizás nunca hubieran dado con la mejor manera de explotar a huérfanos y viudas. Si no hubiera sido por nosotros, el resurgimiento largamente retrasado del periodismo nacionalista, irresponsable y encubridor de concupiscencias inconfesables, quizás se hubiera pospuesto durante generaciones. Firme, continua y pertinazmente estamos americanizando Europa, y a su debido tiempo completaremos la tarea.
Mark Twain, Las tres erres. Editorial Guadarrama.