De uno de mis cuadernos...
Hay
días de nuestras vidas que, en apariencia, transcurren vacíos de carga o de
sentido. Las horas pasan lentamente, con sigilo, como gotas cayendo de un
alero, después de una tormenta que ha dejado solitaria y taciturna la ciudad.
Sentimos la vacuidad de nuestra hora vencida, que se va sin despedirse y no nos
duele su partida. Sucede que estamos exhaustos, hastiados de luchar con la
absurda misión de justificar el absurdo. Nos dedicamos al sueño, al olvido. Nos
entregamos al abandono y nos recuperamos en la entrega. Todo se hace tarde, el
tiempo se alarga, el espacio se ensancha, cobra fuerzas. Pero nada nos preocupa,
si hemos sabido guindar nuestra piel en el armario y hemos tomado previsión de
abjurar, por el momento, de nuestro juego de afeites, poses y ceños. Nuestra
casa, recinto del cuerpo, cobra su lugar. Desayunamos luego de que ha pasado la
hora del almuerzo y es el mejor desayuno de nuestras vidas, porque lo
salpimentamos con las imágenes, fantasías y ensueños de tres o cuatro vívidas
visiones que nos rondaran lisonjeras, mientras nos refocilábamos con la somnífera
hora del dormir. Un vago impulso nos dice que deberíamos hacer algo, pero no
nos dejamos intimidar, aunque nos decimos: está bien, voy a organizar el
desorden de los discos, por ejemplo. Y ponemos algo de música, en el ínterin, y
prosigue la labor de reconciliación y comunión con el mundo que trasciende
nuestro humano paso. Y aunque la música nos induce a reconciliarnos, también,
con la memoria, ello no nos lleva al borde de un abismo, ni a padecer una lucha
entre contrarios, pues la música es una aliada perfecta de esos días
aparentemente vacíos de carga o de sentido.
Y
así, las horas siguen danzando su ritual del adiós, mientras nosotros damos
gracias al cielo de poder andar entera y verdaderamente desnudos.
lacl 22 de agosto 2010
lacl 22 de agosto 2010
Y algo más allegado a la piel...