Arte y poesía: vigencia de toda expresión lúdica, gesto o acto non servil en tiempos tan obscuros como los actuales. Disertaciones sobre el culto añejo de ciertos antagonismos: individuo vs estado, ocio y contemplación vs labor de androides, dinero vs riqueza. Ensayos de libre tema, sección sobre ars poética, un muestrario de literatura universal y una selección poética del editor. Luis Alejandro Contreras Loynaz.
Si en Venezuela estilamos ser toderos, ese envite de torear la vida en cuanta empresa se nos plante ante la vista, yo debo decir que he sido -y acaso aún soy- un fervoroso nadero, suerte de lance para nadar en las enaguas de la susodicha. Pues en lugar de ser un profesional en todo, he sido un amateur en nadas; en el más feliz de los casos, un entendedor, siempre a la chista callando. Las naderías suelen causar gran fascinación sobre las almas distraídas, entre las que me incluyo, y no sé que hado les haya legado su encanto a las primeras. Y, aunque cursé más de cien créditos en la Escuela de Letras de la UCV, nunca me mortificó el comprobar que ese sistema de jerarquías con que el hombre gusta de mortificarse la carne, también hubiese ganado espacios en ese querido recinto y que, en virtud de ello, hubiese materias que disfrutaban de cierta prelación sobre otras. Iba por puro gusto. Nada hay como explayarse. El resto es aburrido y desmesuradamente empalagoso. Por otra parte, ¿quién no tuvo, alguna vez, que pasar por el trance de mancillarse las manos al hacer algún oficio? Pocos, muy pocos.
El deliberado auto de fe del "loco"
Domenico sobre la estatua ecuestre, antes de inmolarse por el fuego, es un
incontestable alegato contra una sociedad que se siente muy confortable con el
mesianismo y el enajenamiento del individuo.
La escena de seres como estatuas anticipa ya la
moda de los selfies… Anoche mientras contemplábamos esta escena, Yineska me
contaba el episodio de una joven muy bella tomándose selfies, como una estatua
de sonrisa congelada, ante un aparador de una tienda en Chacaíto. Yo le dije:
no ha de ser casualidad que me lo cuentes cuando vemos esta patética y
conmovedora escena... Habla por sí sola. Sobran las palabras.
Cielos. No hallo qué hacer con esta pieza. Es que
me he enamorado de esta ofrenda del feeling (o filin, como se quiera). Es más
fuerte que yo. Todo el concierto es una belleza, que dejaré debajo de esta
pieza de Jobim. Pero esta dicción, este pastel audio colorido es como una
pócima para recomponer el alma. Dejo esta locuacidad del alma a varias manos
que me tiene, como decimos en criollo, la empalizada en el piso. No sé cuál sea la
razón, pero ha logrado que vuelva a degustar, en toda su magnitud, la
conversación introspectiva... Chet, un mago. Y sus amigos también, Danko, Van
Der Geyn y Engels...
El video y las notas de la publicación anexa me
han traído a la memoria un poema de Tadeusz Rozewicz que es una anticipación;
las gracias a Pablo Antillano, por sacar esa publicación a flote.
Con respecto al poema, recuerdo que lo leímos en
un encuentro organizado para celebrar la poesía polaca, que de eso se trataba
el sencillo evento: de leer en voz alta a los poetas de Polonia. Es un poema de
una decantación que uno percibe sencilla, pero es en esa sencillez donde se
descubre el asombro, en todo su esplendor.
Al final, un niño se nos acercó, de la mano de su
madre vivamente emocionado, para preguntarnos más sobre ese poeta. Había sido
tocado por la poesía o, acaso, por su Diosa.
TALA
DE ÁRBOL
En memoria de Jaroslav Iwaszkiewicz autor de: "Jardines"
Una amante pérfida me
había sumergido en el deshonor. Su discurso ocupaba mi pensamiento con la
imagen de una carrera absurda, en un bajel proscrito. Yo desvariaba en la sala
de una orgía cínica.
Los cazadores de
ballenas, aventurados antes de Colón y Vasco de Gama en el derrotero de los
países inéditos, no habían previsto en sus cartas el sitio del extravío. Las
aves del mar sucumbieron de fatiga sobre los palos y mesetas de mi galera. Yo
me detuve al pie de unos cantiles inhumanos, bajo un cielo gaseoso.
Recorría en la
memoria los pasajes de la Divina Comedia, donde alguna estrella, señalada por
la vista augural de Dante, sirve para encaminarlo entre el humo del infierno y
sobre el monte del purgatorio.
Mi viaje se
verificaba en un mismo tiempo con la orgía decadente. Quise interrumpir el
hastío del litoral grave, disparando el cañón de proa. El estampido redujo a
polvo la casa del esparcimiento infame.
Una anotación lanzada como un disparo al aire... Se me había extraviado de la memoria, aquí la dejo...
*******
Por desventura, el mundo no se compone únicamente
de belleza. Hay belleza natural, sin dejar de tener en cuenta que hay
adversidades y hecatombes que sobrepasan nuestra orfandad. Pero eso es parte
del ser, de aquello que, siéndonos, nos trasciende. Pero la más vil de las
desventuras es el atentado que el hombre ha erigido en contra de toda búsqueda
de belleza y solaz. Por ello es que jamás he evadido ni evadiré la presencia de
la fatalidad, pastando al lado de nuestra añoranza (y, en veces, consumada
presencia) de sosiego y belleza. Hacer caso omiso de las desventuras que son
ocasionadas por nuestro humano pathos es dejar la puerta abierta
silenciosamente para que ellas entren y salgan cuando quieran.
lacl, 23 de octubre de 2016
Gurdjieff - De Hartmann Vol 07: Derviches Trembleurs, Alain Kremski
Y para balancear, pues no es un canto
esperanzador, ya que no versan estas frases sobre la factibilidad de que nuestro
sosiego se tienda en comunión con "anima mundi", dejamos este hermoso
mantra…
Hace tiempo que no sumo una colecta de
ética-estética a mis archivos, no por falta de ganas, sino porque en los
últimos años se ha acelerado un vivir "sinrazonado" que a todos nos
acogota con premuras, lances, firuletes y verónicas. Se ha desdibujado el alma
del país. Y el entusiasmo tiende a arredrarse ante llamados tan sombríos. Nadie
escapa a esa tesitura del alma que se asemeja a la asfixia. Y nadie está exento
de enmarañarse en esas fangosas y virulentas redes. En fin, ¿que no hay derecho
a que uno cambie un ápice su modo de vida por causa de sinrazones? Eso ni lo
dudo ni lo niego, pero el fuego interior de toda esencia vital, aunque no se
apague ante tales infortunios, tiende a preferir servir de ascua o rescoldo en
la intimidad de una habitación que en el ir y venir de los humanos mentideros.
De allí que uno, a su pesar, se vea de pronto entrando a una caverna en la que
comienza a vivir de los ecos que suben desde el fondo, se vuelve uno un poco
eco de esas voces que no hallan cómo lidiar con una incomprensible humanidad.
Y opta por el misterio.
El silencio es el misterio. Nos previene de vanas
lisonjas y fuegos fatuos. Nos incita a cerrar los ojos en la búsqueda del ver.
Nos invita a ser también silencio. Porque es menester darle reposo a una
percepción cansada, un contemplar harto de infamias. Y en la quietud del sueño
todo nuevamente se despierta. Se despierta sin algarabía, sigilosamente. Hoy,
al toparme con esta hermosa glosa de Mery Sananes en homenaje de Mateo Manaure,
me dije: Y bueno Luis, ¿Qué es lo que te pasa que nos ido a dar ese paseo que
tienes pendiente por las estancias de la UCV? ¿Vas a seguir postergando tu ocio
como quien deja la pluma en el tintero? ¿Vas a permitir que el desafinado
desconcierto venza al melódico tempo? Así que me mueve la gana nuevamente, al
recordar esa maravilla que es merodear por los pasillos y recovecos de la
universidad y extasiarse ante esa maravilla que es contemplar el regalo legado
por Mateo Manaure y toda una legión de artistas a nuestra alma mater. Y a
continuación dejo la glosa de Mery en la ocasión de celebrar el octogésimo
quinto cumpleaños de Don Mateo Manaure…
18 de octubre de 1926-
y hasta el infinitoregistro de lo que será
Mateo
Si tan sólo pudiésemos tomar de tus lienzos algunos de los
hilos de púrpura, naranja y violetazul con los que dibujas los suelos de esta
tierra, entonces te escribiríamos una carta hecha de paisajes. Allí el agua
haría conjunción con la luna, los pastos con el cielo, los luceros con
las luciérnagas, y como un río de colores se desbordarían del papel para
inundar tus espacios con la misma luz que nos regalas.
¿De qué cántaro está hecho tu corazón, Mateo, que puedes
con tu amor amalgamar auroras con areniscas, atardeceres con espigas, lámparas
de tierra con linternitas de agua? Como si por la magia de tus manos sembraras
huertos en las telas, solares en las pupilas, manantiales en una sola
hebra de color trazada como elipse de la vida.
¿Será por esa humana decisión de recordarle al hombre el
hecho de que es humano, en una época que demostró no estar madura aún para esa
advertencia? ¿Será por esa indagación infinita de la tierra, de los ríos,
de las hojas, de los pájaros, de los rostros, en los que te has detenido como
esforzado arquitecto de todas las texturas que el arrebol dibuja sobre los
oleajes de arcilla?
¿Será, Mateo, por ese disparo de amor que haces al mundo,
hecho con la pólvora de tus sueños? ¿O será acaso que el río Uracoa, derramando
violetas de agua sobre el azul de los bosques, te ofrendó sus encantamientos
para siempre?
Tal vez fue aquella madrugada en la que el silencio
conjuró todos los ruidos, para que fueras espectador único de aquel enjambre de
estrellitas que te cubrieron el asombro hasta envolverte eternamente en su
alada fosforescencia. O esa persistente decisión de advertir la raíz de la vida
en la amalgama de tejidos que brotan de la tierra y del alma, para que en tus
tapices de amor, quedara el registro de las auroras que habrán de ser.
Cómo si no explicar ese estallido de armonías que se tocan
y limitan, entrecruzan y difunden, entreveran y suspiran en un almácigo que se
hará campo florecido de alegría cuando el hombre aprenda a leer en los antiguos
sedimentos la noción exacta de la fiesta de la vida que hace ruta subterránea
hacia la cima de los cielos.
Es como si a orillas de tu río, en los andenes de las
tierras que recorrió tu afán explorador, hubieses encontrado los signos vitales
del planeta, grabados en el rostro de las piedras, en las desembocaduras de los
hilos de agua, en el polvo de arcilla que se hace vasija o surco para una misma
siembra.
Allí estaban y están todos los dones del hombre,
dispuestos para la celebración de una vida en armonía, pletórica de frutos,
flores, granos, pastos, hierbas, soles y bosques de risa.
Y se hicieron color y cobijo entre tus manos magas, en el
interior de tu corazón de lirio y rocío, para derramarse otra vez sobre la
tierra, hechos ahora andén de los sueños, espacio de la esperanza, imagen del
paisaje de la vida, en las pupilas de un hombre que ama.
Sabías que mientras mezclabas atardeceres con la
ingeniería exacta de los panales, mediodías con polvo lunar, arenas
desérticas con gajitos de pomarrosa, se iba secando el color sobre la
tierra, opacando la risa sobre los rostros, acallando la música de las
chicharras y los sapitos.
Y te diste a la tarea de rescatar para el hombre maltrecho
y devastado de este tiempo, el huerto infinito de la vida. Como si sobre los
campos resecos pudieran leerse las simientes que sueñan convertirse en cometas
y floraciones.
Así de tus lienzos, Mateo, emergen espigas y
hierbas, pájaros y mariposas, girasoles y bromelias, aliñados con el azúcar
dúlcimo de tu corazón enamorado. En ellos queda el registro de lo que será
nuestra casa algún día, cuando el hombre aprenda a vivir entre hermanos, cuando
se convierta otra vez en hortelano de su propio huerto cósmico y eterno.
Tomamos entonces, Mateo, un ramillete de hebras de tus
lienzos, que sembramos desde siempre en el recinto de la palabra que aún no se
ha dicho, para entregártela como una infinita floración de arcoiris.
Sabemos que aún de tu ternura emergerán vuelos altos,
vientos largos, aire enamorado, tiempos de ocre florecer y verde tallo, de
horizontes naranja, y mediodías azulados, de ríos de amapolas y piedras que
desgranan racimos de vides.
Sabemos que, más allá de todo tiempo, algún día el hombre
habitará una casa que tendrá los colores que brotan de tus pinceles. Entonces,
aprenderá a reconocerse a sí mismo, y los suelos de la tierra toda tendrán para
siempre el aroma de tu lumbre.
Toda la gente de nuestra categoría: corredores, tenderos, bancarios y
oficinistas de compañías navieras, enseñaban música a sus hijos. Nuestros
padres, al no ver salida para mí, idearon una lotería. La montaron sobre los
huesos de la gente menor. Odesa quedó afectada por ese delirio más que otras
ciudades. Se debía ello a que durante decenios nuestra ciudad suministró niños
prodigio a las salas de concierto del mundo. De Odesa salieron Misha Elman,
Zimbalist, Gabrilóvich, aquí comenzó Yasha Heifetz.
Al cumplir el niño los cuatro o cinco años, la mamá llevaba a ese ser
minúsculo y enclenque al señor Zagurski. Zagurski tenía una fábrica de niños
prodigio, una fábrica de enanos judíos con cuellos de encaje y zapatitos de
charol. Los encontraba en los tugurios de la Moldavanka y en los patios
macilentos del Bazar viejo. Zagurski daba la primera orientación, después los
niños eran enviados al profesor Auer de Petersburgo. El alma de aquellos
alfeñiques de hinchadas cabezas azules cobijaba una potente armonía. Llegaban a
ser virtuosos de fama. Y mi padre quiso darles alcance. Tenía yo catorce años,
había rebasado la edad de los niños prodigio, pero por mi estatura y flojedad
bien podía pasar por uno de ocho años. En eso estaban todas las esperanzas.
Me llevaron a Zagurski. Por respeto a mi abuelo accedió por muy poco
precio: un rublo la clase. Mi abuelo, Leivi-Itsjok, era el hazmerreír de la
ciudad y su ornato. Deambulaba con chistera y choclos y arrojaba luz sobre los
asuntos más oscuros. Le preguntaban qué era un gobelino, por qué los jacobinos
traicionaron a Robespierre, cómo se fabrica la seda artificial, qué es la
cesárea. Mi abuelo podía responder a todas esas preguntas. Por respeto a su
sabiduría y a su demencia, Zagurski nos cobraba un rublo por clase. Es más, por
temor a mi abuelo perdía el tiempo conmigo, porque yo era un caso perdido. Los
sonidos se desprendían de mi violín como limaduras de hierro. A mí mismo
aquellos sonidos me tronzaban el corazón, pero mi padre no me dejaba en paz. En
casa sólo se hablaba de Misha Elman, al que el propio zar liberó del servicio
militar. Zimbalist, según las noticias de mi padre, fue presentado al rey de
Inglaterra y tocó en el palacio de Buckingham; los padres de Gabrilóvich
compraron dos casas en Petersburgo. Los niños prodigio habían enriquecido a sus
papás. Mi padre hubiera transigido con la pobreza, pero necesitaba la fama.
—No puede ser —le susurraban los que comían a cuenta suya—, no puede ser
que el nieto de un abuelo como ese...
Yo era de distinta opinión. Cuando ensayaba los ejercicios de violín
colocaba en el atril un libro de Turguénev o de Dumas y mientras rascaba el
instrumento devoraba una página tras otra. De día contaba a los chicos de la
vecindad patrañas que de noche pasaba al papel. En nuestra familia la escritura
nos venía de herencia. Leivi-Itsjok, que a la vejez se chifló, durante su vida
estuvo escribiendo una novela titulada «El hombre sin cabeza». Yo salí a él.
Cargado con la funda y las notas me trasladaba tres veces a la semana a la
calle Witte, antes Dvoriánskaya, a casa de Zagurski. Allí, sentadas a lo largo
de la pared, hacían cola judías pletóricas de histérico entusiasmo. Sobre sus
rodillas débiles soportaban unos violines que en tamaño superaban a quienes
llegarían a tocar en el palacio de Buckingham.
Se abría la puerta del santuario. Del despacho de Zagurski salían dando traspiés
niños cabezudos, pecosos, de cuello delgado como el tallo de una flor y con
rubor epiléptico en las mejillas. La puerta volvía a cerrarse, tragándose al
enano siguiente. Tras la pared se desgañitaba cantando y dirigiendo el maestro,
con pajarita, rizos peligrosos y piernas flacas. El, gerente de la abominable
lotería, poblaba la Moldavanka y los negros callejones del Bazar viejo con
espectros del pizzicato y de la cantilena. Después, el viejo profesor Auer
sacaba un brillo infernal a aquella solfa.
En aquella secta yo no tenía nada que hacer. Enano como ellos, en la voz de
mis antepasados escuché otra sugestión.
Me costó dar el primer paso. Un día salí de casa abrumado con la funda, el
violín, las notas y doce rublos —el pago por un mes de aprendizaje. Iba por la
calle Nézhinskaya y tenía que torcer a la Dvoriánskaya para llegar hasta la
casa de Zagurski, pero tiré por la Tiráspolskaya arriba y aparecí en el puerto.
Las tres horas que me correspondían pasaron volando en el muelle Práctico. Era
el comienzo de la emancipación. La antesala de Zagurski ya no me vio nunca más.
Asuntos más importantes ocuparon mi cabeza. Con mi condiscípulo Nemánov
comenzamos a visitar en el barco «Kensington» a un viejo marinero llamado
mister Trottibearn. Nemánov, un año más joven que yo, se dedicaba desde los
ocho años al negocio más extravagante del mundo. Era un genio de la compraventa
y cumplía todo lo que prometía. Hoy es millonario en Nueva York, director de la
General Motors Co., una empresa tan potente como la Ford. Nemánov me llevaba
consigo porque yo le seguía sin rechistar. El compraba a mister Trottibearn
pipas metidas de contrabando. Un hermano del viejo marinero torneaba las pipas
en Lincoln.
—Gentlemen —nos decía mister Trottibearn—, recuerden que deben hacer a sus
hijos con sus propias manos... Fumar una pipa de fábrica es lo mismo que
meterse en la boca el pitorro de una lavativa... ¿Saben quién fue Benvenuto
Cellini?... Fue un maestro. Mi hermano de Lincoln podría hablarles de él. Mi
hermano no impide vivir a nadie. Pero está convencido de que los niños deben
hacerse con las propias manos y no con manos ajenas... No hay más remedio que
darle la razón, gentlemen...
Nemánov vendía las pipas de Trottibearn a directores de banca, a cónsules
extranjeros y a griegos acaudalados... Obtenía el cien por ciende
ganancia.
Las pipas del maestro de Lincoln transpiraban poesía. Cada una contenía una
idea, una gota de eternidad. En su boquilla ardía un ojo amarillo, los estuches
estaban forrados de raso. Yo probé a imaginarme cómo en la vieja Inglaterra
vivía Matews Trottibearn, el último artífice de la pipa, que se resistía a la
marcha de las cosas.
—No tenemos más remedio que admitir que los hijos deben ser hechos con
nuestras propias manos...
Las olas macizas del espolón me alejaban más y más de nuestra casa con olor
a cebolla y a suerte judía. Del muelle Práctico pasé a la otra parte del
rompeolas. Allí, en un trozo de banco de arena, se instalaron los muchachos de
la calle Primórskaya. Desde la mañana hasta la noche, sin ponerse los
pantalones, buceaban por debajo de las chalanas, robaban cocos para la comida y
esperaban la hora en que de Jersón y de Kamenka llegaban las lanchas con
sandías que abrían golpeándolas contra el muelle.
Mi ilusión era aprender a nadar. Me daba vergüenza confesar a aquellos
muchachos bronceados que, habiendo nacido en Odesa, no había visto el mar hasta
los diez años y que a los catorce no sabía nadar.
¡Qué tarde hube de aprender cosas útiles! En mi infancia, atado al Gemara,
llevé vida de persona docta; cuando crecí empecé a subirme a los árboles.
El arte de nadar resultó inasimilable. Me arrastraba al fondo la hidrofobia
de todos mis antepasados —de rabís españoles y de cambistas francfortianos. El
agua no me sostenía. Flagelado, rebosando agua salada, volvía a la orilla, al
violín y a las notas. Estaba amarrado a las armas de mi delito y las llevaba
conmigo. La lucha de los rabís contra el mar prosiguió hasta el día que de mí
se compadeció Efim Nikítich Smólich, genio de las aguas de aquella comarca,
lector de pruebas de «Novedades de Odesa». El pecho atlético de aquel hombre
cobijaba compasión por los niños judíos. Nikítich acaudillaba a multitud de
alfeñiques raquíticos; los hallaba en los chinchales de la Moldavanka, los
llevaba al mar, los enterraba en la arena, hacía gimnasia y buceaba con ellos,
les enseñaba canciones y mientras se tostaba al sol que caía de plomo, contaba
historietas de pescadores y de animales. A los mayores Nikítich explicaba que
era filósofo naturalista. Los niños judíos se morían de risa escuchando las
historietas de Nikítich, chillaban y se arrebozaban como cachorros. El sol les
asperjaba con pecas inconstantes, con pecas color lagartija.
El viejo observaba en silencio y de reojo mi cuerpo a cuerpo con las olas.
Cuando vio que no había esperanza y que yo jamás aprendería a nadar, me
incorporó al grupo de los moradores de su corazón. Allí estaba, con nosotros,
su alegre corazón —no se inflaba, no se mostraba ávido, no se alarmaba... Con
hombros de cobre, con cabeza de gladiador envejecido, con piernas de bronce, un
tanto torcidas, se tumbaba con nosotros más allá del rompeolas, como soberano
de aquellas aguas con cáscaras de sandía y manchas de gasolina. Amé a aquel
hombre como sólo un niño afecto de histeria y con dolores de cabeza puede amar
a un atleta. No me separaba de él y procuraba serle útil.
Díjome:
—No te apresures... Fortalece tus nervios. El saber nadar llegará... No
puede ser que no te sostenga el agua... ¿Por qué no te va a sostener?
Viendo mi esmero, como distinguiéndome entre sus discípulos, Nikítich me
invitó a su casa, una buhardilla espaciosa y limpia con esteras, me enseñó los
perros, el erizo, la tortuga y las palomas. En correspondencia a tales riquezas
yo le entregué la tragedia que había escrito la víspera.
—Ya me imaginaba que escribías —dijo Nikítich—, tienes mirada de eso... Por
lo general no miras a ninguna parte...
Leyó mis escritos, movió un hombro, pasó la mano por su pelo crespo y
canoso y paseó por la buhardilla...
—Cabe pensar —dijo alargando la frase, poniendo un pausa entre cada
palabra—, que tienes madera...
Salimos a la calle. El viejo se paró, descargó con fuerza el bastón contra
la acera y me miró fijamente.
—¿Qué es lo que te falta?... La juventud es lo de menos, eso se remedia con
los años... Te falta el sentido de la naturaleza.
Con el bastón señaló un árbol de tronco rojizo y de copa baja.
—¿Qué árbol es ése?
Yo no lo sabía.
—¿Qué crece en esa mata?
Tampoco lo sabía. Caminábamos por un jardincillo de la avenida
Alexándrovski. El viejo señalaba con el bastón todos los árboles, me tomaba del
hombro cuando pasaba un pájaro y me hacía escuchar sus trinos.
—¿Qué pájaro canta?
No lograba responder a ninguna de sus preguntas. El nombre de los árboles y
de las aves, su clasificación por órdenes, adonde vuelan los pájaros, de dónde
sale el sol, cuándo es mayor el rocío —yo desconocía todo eso.
—¿Y te atreves a escribir?... El que no vive dentro de la naturaleza como
vive en ella la piedra o el animal, no escribirá en su vida dos renglones
dignos... Tus paisajes parecen un descripción de decorados. ¿En qué diablos
estuvieron pensando tus padres estos catorce años?...
—¿En qué pensaban?... En letras protestadas, en los chalets de Misha
Elman... No se lo dije a Nikítich, me lo callé.
En casa no toqué la comida. Se me atragantaba. «El sentido de la naturaleza
—pensaba yo—, Dios mío, ¿por qué no se me había ocurrido a mí?... ¿Dónde busco
yo ahora a quien me descifre las voces de los pájaros y me enseñe el nombre de
los árboles?... ¿Qué sé yo de eso? Sólo podría distinguir a la lila y sólo
cuando está en flor. La lila y la acacia. Las calles Deribásovskaya y
Grécheskaya tienen acacias...»
Durante la comida mi padre contó otra historia de Yasha Heifetz. Antes de
llegar a Robin se cruzó con Mendelsón, tío de Yasha. Resulta que el niño recibe
ochocientos rublos por concierto. Calculen cuánto sale con quince conciertos al
mes.
Lo calculé y me salieron doce mil al mes. Multipliqué, llevé cuatro y miré
a la calle. Por el patio de cemento, con la capa ligeramente ondeada, los
bucles pelirrojos asomando por debajo del sombrero, apoyándose en el bastón,
avanzaba majestuoso el señor Zagurski, mi profesor de música. No podría decirse
que me echó pronto de menos. Habían pasado tres meses largos del día en que mi
violín se posó en la arena del rompeolas.
Zagurski se acercaba a la puerta principal. Yo me dirigí a la puerta de
servicio: la habían tapiado la víspera por temor a los ladrones. Entonces me
escondí en el retrete. Media hora después a mi puerta estaba congregada toda la
familia. Las mujeres lloraban. Bobka restregaba su hombro carnoso contra la
pared y se ahogaba en llantos. Mi padre callaba. Comenzó a hablar con una voz
tan queda y clara como nunca hasta entonces.
—Soy oficial —dijo mi padre—, y tengo un latifundio. Salgo de cacerías. Los
campesinos me pagan renta. Ingresé a mi hijo en el cuerpo de cadetes. No tengo
por qué preocuparme de mi hijo...
Calló. Las mujeres resollaban. Después un golpe terrible cayó sobre la
puerta. Mi padre cogía impulso y descargaba contra ella todo su cuerpo.
—Soy oficial —gritaba—, salgo de cacerías... Le mato... Y se acabó...
El picaporte saltó; quedaba un pestillo retenido por un solo clavo. Las
mujeres se retorcían en el suelo, sujetaban a mi padre por los pies; enloquecido,
él se liberaba de ellas. Al ruido acudió una vieja, la madre de mi padre.
—Hijo mío —pronunció en hebreo—, nuestra congoja es grande. No tiene
límites. Sólo sangre faltaba en nuestra casa. No quiero sangre en nuestra
casa...
Mi padre gimió. Escuché sus pasos que se alejaban. El pestillo colgaba del
último clavo.
Seguí en mi fortaleza hasta la noche. Cuando todos se acostaron, mi tía
Bobka me llevó a casa de la abuela. Teníamos que caminar un largo trecho. La
luz lunar quedó plasmada en arbustos ignotos, en árboles sin nombre... Un
pájaro invisible silbó y se apagó, quizá quedó dormido... ¿Qué pájaro era
aquél? ¿Cómo se llamaba? ¿Cae el rocío al anochecer?... ¿Dónde está la Osa
Mayor? ¿Por qué parte sale el sol?...
Íbamos por la calle Pochtóvaya. Bobka me sujetaba fuertemente de la mano
para que no me escapara. Tenía razones. Yo pensaba en la fuga.
...
Agregamos un documental...
Execute 346 Stalins resolution Lista de presos a ejecutar Presunta firma de Stalin За conforme - Bajo el número 12 figura el nombre de Isaak Bábel