La casa que vence las sombras ha tenido sus altibajos a lo largo de los 300 años que cumplirá este 22 de diciembre . En estos días de bruma, tiempos aciagos, de brújula perdida y extravío del fuero interior, nuestra psique colectiva se ha sumido, como "casi" toda la nación, en una era penumbral, en la que un maligno sortilegio siembra la aridez en todo lo que toca. Tal sortilegio es obra de la humana mano, una mano empecinada y empeñada en negarse a sí misma, escuchando y obedeciendo a lo más bajo y vil que puede signar a un alma.
La humana estirpe vive sumida en esa lucha continua, entre avances y retrocesos.
Una fuerza o tensión le impulsa ávidamente a buscar una depuración de su alma, una elevación de aquello que siente como razón de ser, algo que le confiera sentido como especie, tanto en lo íntimo como en lo colectivo.
Y otra fuerza o tensión, agitada esencialmente por el miedo al porvenir, la sume en períodos o eras de ceguera generalizada y le impulsa a destruirse a sí misma, al sembrar la creencia de que destruyendo a los demás se alcanza una "victoria" o alguna salvación. Períodos en los que prevalecen los fuegos fatuos.
La UCV, como toda universidad creada con sentido humanista, ha sido creada bajo el impulso de una colectividad en búsqueda de su esencia, asi como de un ascenso en el campo del espíritu. Ha sido creada por el espíritu de cooperación que caracteriza al ser humano, el cual vive en permanente pugna con el espíritu de arrebato y defenestración que lamentablemente también signa nuestra psique íntima y colectiva.
Con todo, celebremos la creación de obras que han sido impulsadas por ese espíritu de cooperación, en la búsqueda constante de una iluminación del Porvenir.
lacl, 19 / 12 / 2021
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Hace ya varios años escribí el texto que sigue más abajo, cuando en un transporte colectivo me desplazaba hacia la universidad; creo que hablaba de lo mismo aunque el teatrino tenía otro decorado. Acá lo dejo...
Baltasar Lobo, Maternidd. 1954
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Regresión [21/ 01 / 11]
Vivimos como muertos.
Esta frase es el colofón (o deberé decir, mejor,
resultado) de un largo e intrincado vericueto
del pensar, mientras era uno más de la fila,
tediosa y resignada, compuesta por eslabones
de subordinación, cuando no de soledosa
desesperación, pero muy obstinados todos
en hacer presencia, algún día,
ante el solemne cajero del banco.
Y conste que no evado mi lugar
en ese absurdo carrusel.
Todo comenzó con la irrupción
de la siguiente frase:
- Te amo montaña.
Declaratoria que me robó el alma
al verla estampada en una columna
de concreto de una autopista de Caracas.
Eso fue hace treinta años,
en medio del sopor de la tarde,
viajando en un carro por puesto
atestado de anonimatos, rumbo
a unas clases de letras,
convenientemente nocturnas.
Tal declaración, tan escueta y vertical,
tan concisa como un rezo, tan disímil
sobre el cemento de un pilar sirviendo
de marco a una verde e inobservada montaña,
irrumpió en mí como un relámpago,
ensanchó mis pulmones
e iluminó el aire de la tarde.
Y entre pecho y garganta se agolparon
una feliz agonía y una absurda certeza.
La agonía de los hombres intentado edificar
un vivir que es descamino del ver y del ser,
deshilvanación de la tímida certeza que,
al unísono, palpita en la savia,
hierve en la sangre.
Y, siendo uno más de la fila, dando cuenta
del burocrático padecimiento de toda
cadena humana, vino a mí este adágico intento,
como para completar aquel lejano florecimiento:
Te amo montaña,
vivimos como muertos.
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Forma parte de mi cuaderno "Inscripciones en el dolmen" inédito.
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