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Luis Alejandro Contreras
El socialismo se viste de igualdad para imponer la clonación.
Anselmo Di Testaruto
Apotegmas contra la peste, Turín, 1935.
El socialismo se viste de igualdad para imponer la clonación. ¿Suena tajante? Puntualicemos: el socialismo, conjeturado como apuesta ideológica postrada a la izquierda de las buenas causas, se adorna con prendas de equidad para hacer del hombre una multitud integrada por réplicas. ¿Luce aún categórico? Pues, entonces, atemperemos y digámoslo en lenguaje llano: el socialismo se reviste de paridad para vender su tesis.
En cualquier caso, mi respuesta será la misma a una propuesta tajante, demarcada, o mesurada: como si el hombre, a lo largo de milenios, no hubiera sido un ser social. Como si, aparte de la beligerancia, no hubiera practicado jamás gestos de concordia entre sus pares.
Algo muy curioso sucede con quienes abogan por ese néctar de los dioses llamado socialismo: no parecieran darse cuenta de que para lograr su expansión, apelan a prácticas engañosas, pues a socialismo se le vende como si cualquier cosa, apuntalándose en métodos similares a las odiosas técnicas de venta por presión: “-O se lo vendo o me lo compran”, dícese el pesado vendedor de inútiles inventos para el hogar, al llamar a la puerta de su casa. Un sistema proselitista de afiliación que poco se diferencia, en sus mañas, a las campañas de mercadeo de inservibles panaceas que proliferan en las pantallas de tv del ominoso mundo consumista. Y no se irán de su puerta hasta que usted les lance un balde de agua fría… a no ser que ya les haya comprado el “producto”.
El sistema de colocación socialista es unívoco, rutinario, impertinente; cumplido por una secta de empecinados minoristas (algunos cándidos y otros no tanto) que previamente han “invertido” en la compra del discurso de lo que, arguyen, es el más grande e infalible invento en la historia de la humanidad, esto es, su propio discurso, en otras palabras, el mensaje de salvación, la buena nueva, su palabra de providencia para con el mundo: una demagógica perorata caracterizada por perfilarse a sí misma como altruista y humanitaria, y que no pasa de ser un justiciero y restringido manojo de vocablos armado para captar incautos.
Bromas aparte, yo que -desde que tuve uso de crítica razón- he defendido a pie juntillas un mundo acomodado a la igualdad social, pero siempre apuntalado en la concordia y la bondad, hoy bien sé que el socialismo real (léase: la sumatoria de todos los tipos de socialismo padecidos hasta ahora) no pasa de ser un producto creado por tres o cuatro agremiados, con la misión de instaurar una perspectiva del mundo como un tablero de operaciones en el que los hombres pasan a ser fichas sin valor humano alguno; con lo que el vivir termina siendo un juego al que se le ha castrado el peculiar divertimento de lo lúdico.
Nadie más tesonero que un socialista convencido de “su verdad”, la que siempre goza la extraña cualidad de ser absoluta. Tal convencimiento le confiere un rasgo que -por cierto- le distingue de quienes votan por aires más conciliadores o menos empecinados en defender premisas: como la verdad que el socialista predica es verdad última, innata, superior y absoluta, ha de imponerla al resto de los hombres y por su bien, les guste o no, estén de acuerdo o en disenso. Y es que los adictos a esa pócima ideológica, son fervorosos misioneros.
El socialismo real (el único que el hombre ha conocido, repito) no ha pasado de ser, hasta ahora, un paternalismo hacia lo colectivo, esgrimido por minoritarios grupos que asumen saber mejor que el resto de los hombres lo que es mejor para todos. Procedimiento muy similar a los predicados, décadas atrás, por los malhadados movimientos fascista y nacional-socialista, que incitaron -hasta el colmo de la obstinación- a consumar la hecatombe más cruenta que haya conocido la especie humana hasta la fecha.
De nada vale el discurso filantrópico de que hace gala el séquito de ardorosos socialistas pues, por desgracia, la palabra sólo tiene para sus tenaces huestes, el mero valor de vehículo; no asocian verbo con espíritu, lo asocian con misionera acción de salvación, lo asocian con persuasión. Y a persuasión no la casan con logos o diálogo, la asocian con dogmática imposición; lo que, la verdad sea dicha, no es muy distinto en el caso de los obstinados misioneros que defienden el liberalismo a ultranza, otro extremismo igualmente sustentado por una ilusión, pues muy poco disienten sus prédicas de las cualidades menos encomiables de la democracia ateniense, un modelo crematístico en el que hubo abuso de prerrogativas sociales para privilegiadas minorías, además de haber sustentado sus bases en la esclavitud de quienes no fueran atenienses. Extremismo liberal nunca será sinónimo de desnuda libertad.
¿Y por qué, no sin razón, se preguntarán algunos, la ha emprendido este señor con el socialismo, si al parecer todos los proyectos políticos e ideológicos de dominación adolecen de la misma falla, según lo que se desprende del párrafo anterior?
Pues porque tengo la impresión de que, desde una mirada intelectualmente desapasionada y apoyada en el sentido común, hemos asociado secularmente al socialismo con una propuesta más cercana al logro de un avance en el campo de lo humano. Pero una cosa es lo que soñamos ante la perspectiva ideal de lograr un avance real y otra, el espejismo de la realidad que se ampara en consignas que nada tienen que ver con buena voluntad y espíritu de cooperación, sino con hambre de poder, sed de dominación.
Por eso nuestro asunto es en este momento el socialismo. Un sistema socialista cabal (si es que se hiciera imperativo el tener que padecer algún tipo de sistema; en lo personal, yo abogaría por el derribo de todos los sistemas políticos basados en ortodoxias ideológicas) sería aquel que enaltezca al indiviso ser humano, por muy contradictorio que esto suene. Pues lo cierto es que el hombre no puede abolir de, un plumazo, la dicotomía de ser, a la vez, individuo y ser social. De allí la empinada cuesta que ha pretendido escalar el socialismo real, al intentar borrar al individuo para que aparezca la ficticia figura de un hombre total. Lo único que resulta de tales intentos, es el paso de millares de seres humanos por prensas ideadas para obtener extractos de un hombre nuevo… Verbigracia, la hambruna socialista con que Stalin azotó a una escurridiza y arisca Ucrania. Siete millones de muertos dejó regados sobre la tierra ese aleccionador precepto de progreso durante un solo invierno. El fin justifica los medios… nada más ajustado a un resumen aplicado a la dialéctica derivada de Hegel, Marx, Engels y Lenin.
Citaré un libro que por albur llegó a mis manos y que pocos, pienso yo, se tomarán el trabajo de leer, a menos que se perteneciera a la raza de vendedores de oscurantismos salvadores de un nunca llegado mañana o que se pertenezca a la raza de curiosos que, a pesar de no haber visto nunca otra cosa que la misma e imperecedera desventura que perpetra el hombre contra el hombre, siguen avistando con asombro.
Se trata de un libro firmado por Kim Il Sung, padre de aquella parcela de felicidad con que se idealiza a cierta utopía del Asia. La misma que mantuvo en las mazmorras por muchos años al poeta venezolano Alí Lameda, debido a una leve discrepancia de opiniones.
Con ello quiero exponer la tesis de que la factibilidad de mundos como los narrados en 1984 -de Orwell-, Farenheit 451 -de Bradbury- o Un mundo feliz -de Huxley-, tienen hoy más posibilidades de conformarse “satisfactoriamente” bajo un fundamentalismo socialista o algún fundamentalismo de fe, antes que en un descentralizado sistema democrático que se auto regule, este último, sin ser la más perfecta de las alternativas, luce como menos oprobioso. Pero no agrego la cita sin antes acotar que los sistemas de ultraderecha son muy parecidos en la práctica a los fundamentalismos citados, con la salvedad de que a tales dictaduras poco les importa “el qué dirán”, su discurso es el del garrote, aunque de cuando en cuando vaya atemperado, con cinismo, por algunos aleccionadores y moralizantes adagios democráticos bostezados por sus líderes, cuando se dirigen a sus súbditos. Y los totalitarismos militares o dictaduras sustentadas en el crudo uso de la fuerza, pero sin la apoyatura específica de algún credo político y que no pueden ser identificadas con posturas ideológicas, tan sólo son fundamentalistas en su abuso del poder y en el ejercicio de la coerción; no les incumben dogmas, como no sea el del estricto respeto a su autoridad. Siendo empíricos modelos a los que basta el simple uso de la fuerza, muestran poco interés en invertir tiempo y recursos para la imposición de credos. Sólo comienzan a enarbolar dogmas cuando ven en peligro su poder o intuyen que deben tomar previsiones para salvar su pellejo.
Perdonen, pues, los amigos que profesan el culto socialista o se persignan ante estrellas rojas, aquellos que pudieran considerar estos alegatos como una traición a “pretéritos y nobles principios”, si les solivianto el ánimo, pues no los formulo con artera intención. Los expongo porque (visto está en la práctica) no hay sistemas más obstinados en imponer dogmas paternalistas que los fundamentalismos ideológicos o de fe, aquellos que predican el prototipo de creencias que postulan exhortos como, “o estás conmigo o estás contra mí”, o frases como “que muera lo recto, que viva lo plegado”. Y es en la práctica donde, precisamente, el socialismo real se ha desacreditado a sí mismo, al apegarse, entre otros usos, a los de la fuerza, la coerción, la coacción, la tortura y la prisión contra los seres humanos que dice defender, al estilo de la más paleolítica de las dictaduras.
Dice Kim Il Sung en el Informe de Labores del Comité Central ante el Quinto Congreso del Partido del Trabajo de Corea, en 1970:
“…Algo importante para fortalecer la formación de cuadros de reservas es reforzar más las instituciones de formación de cuadros y elevar su papel. Tenemos que hacer bien sólidas las filas del personal docente en las instituciones de formación de cuadros a todos los niveles, integrándolas con personas que tengan una formación política y profesional; y lograr que el trabajo de la enseñanza y la educación esté embebido de la política del Partido y se realice en estrecha unión con las actividades prácticas y a un más alto nivel científico y teórico. Las organizaciones del Partido deben llevar a cabo el trabajo de seleccionar y ubicar, educar y formar a los cuadros basándose siempre en la vida partidista de éstos, y tomar las riendas de este trabajo haciendo de él una labor de los comités del Partido…”
Apartando el tedio que produce una oferta social como la antedicha, ¿puede haber un ejemplo más claro de propósito de clonación social que las anteriores palabras?
El individuo no existe, sólo existe una totalizadora suma de partes dispuestas para una entidad llamada sociedad, que -para colmo- es concebida como maquinaria. Por eso se habla de cuadros, no de hombres. El individuo es, por tanto, únicamente pieza o instrumento al servicio de la máquina. Y la máquina es, por supuesto, identificada con el omnipotente y grandilocuente Estado que, a su vez, es simbolizado por un cenáculo, en este caso, llamado Comité Central, un Politburó. La educación del
pueblo es, desde esta perspectiva, moldura, adoctrinamiento, camisa de fuerza, funesto conductismo.
Y el leit motiv del futurista discurso del señor Sung es la construcción de una sociedad en la que el indiviso ser humano no tiene cabida. El hombre es tuerca de ese aparataje que es tutelado por el Estado. Y toda pieza ha de ser reemplazada cuando no se “ajusta” a la maquinaria, tal y como es preconcebida la suma social por el Comité Central, esto es, por los cabecillas de gobierno.
Ser “sano” es, dentro del contexto de las palabras del señor Sung, ser sumiso y obediente a las líneas impuestas por la cúpula partidista. ¿Si esto no es una oligarquía, qué lo será?
Una oligarquía es, en palabras de Bertrand Russell, “…cualquier sistema en el cual la soberanía está confinada a una sección de la comunidad: a los ricos, con exclusión de los pobres, a los protestantes, con exclusión de los católicos; a los aristócratas, con exclusión de los plebeyos; a los blancos, con exclusión de los hombres de color; a los varones, con exclusión de las mujeres; o a los miembros de un partido político, con exclusión de los restantes…” Eso lo dice en El impacto de la ciencia en la sociedad, años después de su desencanto con el socialismo real implantado en la URSS y de haber descreído del comunismo como alternativa.
La oligarquía sería, entonces, a la luz de estas palabras, el rasgo más popular de todos los tipos de gobierno conocidos hasta la fecha, si tomamos en cuenta que la segregación y el autoritarismo son prácticas comunes de los más disímiles de ellos, llámense democráticos, socialistas, liberales, comunistas, tiránico-paternalistas, religiosos, de avanzada, vanguardistas, progresistas o trogloditas. El socialismo, pues, no ha sido más efectivo, ni esperanzador, ni futurista, en sus versiones conocidas hasta ahora que cualquier otro derrotero ideológico de dominación. Su linde con el futurismo es el que se nos pinta en pesadillas tales como 1984, Farenheit 451 o Un mundo feliz. Y no parece que haya deseos de revolucionar a la revolución, ese manido concepto en que se apoyan precisamente los socialistas para defender su mensaje de salvación, la buena nueva, su palabra de providencia para con el mundo.
El pensador alemán Josef Pieper señala, en su libro El ocio y la vida intelectual, que el totalitarismo que en realidad prevalece en la modernidad es el del trabajo. De hecho, afirma que el hombre vive en un “mundo totalitario del trabajo”. Y no le falta razón. Cerremos los ojos y hagamos un ejercicio de memoria, visualicemos a cualquiera de los líderes políticos de ayer u hoy, de derechas, de centro o de izquierdas, en sus arengas al pueblo. ¿De qué hablan sino de la necesidad de incrementar el volumen y la calidad del trabajo mancomunado para alcanzar una sociedad más justa y feliz? ¿De qué hablan sino es de la cuota de esforzado sacrificio que cada uno debe sumar en bien del colectivo? ¿Cuántas veces lo hace el señor Sung? Yo terminé extenuado tratando de contarlas. Pero lo que más me parece sorprendente de su peroración son las innumerables veces que se apoya en la palabra vida, siendo que la misma nunca esté asociada al franco vivir en su discurso, sino al trabajo político, a la animación de los cuadros, organizaciones e instituciones que dan apoyo al paternalista partido, a esa maquinaria integrada por piezas que, a la luz de una simple mirada pasada por un filtro de expiación de los prejuicios, podríamos llamar seres humanos. Yo siempre he dicho, un tanto en broma, un tanto en serio, habida cuenta los apetitos de fortuna, que realmente vivimos es en un Mundo Totalitario del Dinero, lo que en buen cristiano debemos traducir a la frase: Mundo totalitario del placer de unos pocos, en desmedro del resto.
¿Qué alternativas nos quedan entonces? Sin ánimo ninguno de querer hacerme pasar por un gurú en la materia o un médium ante una bola de cristal, creo sinceramente que el testamento de Russell, en materia social, se acerca, sin proponérselo, a lo que en algunos pasajes nos propone un libro sapiencial, como el Tao Te Ching de Lao Tse. Russell abogaba por la cooperación humana como un elemento esencial de la humanidad y alertó siempre sobre los nocivos efectos del estado sobre el individuo. Acaso resulte utópico y paradójico pensar en la posibilidad de un gobierno mundial, tal como él lo pregonaba, porque para ello hay que abolir toda idea de gobierno. Eso acaso resultaría efectivo en una sociedad avanzada en el campo espiritual, en donde la noción de lo ideal no estaría divorciada del espíritu, una sociedad no expuesta al apetito de los más rastreros y egoístas intereses, una sociedad compuesta de hombres a los que no les incomoda sino que, por el contrario, sienten complacencia en su anonimidad, una sociedad como la que el canto LXXX del Tao Te Ching nos pinta de tan llana manera:
Imaginemos que gobierno un pequeño país de pocos
habitantes.
Mis súbditos tendrían embarcaciones que no utilizarían.
Les enseñaría a temer a la muerte y a no alejarse.
Por muchos carruajes que hubiese, no viajarían en ellos.
Aunque tuviesen armas y corazas, no las mostrarían.
Les llevarías de nuevo al uso de cuerdas con nudos (en
lugar de escritura).
Encontrarían sabroso su alimento;
Ricos sus vestidos;
Cómodas sus casas;
Felicidad en sus costumbres.
Aunque los reinos vecinos se hallasen tan cerca
Que pudiesen oír el ladrido de los perros y el canto de
de los gallos,
los hombres de este pequeño reino no desearían nunca
abandonarlo.
Bibliografía citada.
Kim Il Sung. Informe sobre las Labores del Comité Central, presentado ante el Quinto Congreso del Partido del Trabajo de Corea, en 1970. Ediciones en lenguas extranjeras. Impreso en la República Democrática de Corea. Pyongiang, 1972.
Bertrand Russell, El impacto de la ciencia en la sociedad. Aguilar, Madrid, 1957.
Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, Ediciones Rialp, Madrid, 1983.
Lao Tse, Tao Te Ching (El libro del recto camino). Ediciones Morata, sobre la traducción al inglés de Chu Ta Kao, vertido al español por Caridad Díaz-Faes, Madrid, 1980.
VICTMAS Y VICTIMARIOS
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