Arte y poesía: vigencia de toda expresión lúdica, gesto o acto non servil en tiempos tan obscuros como los actuales. Disertaciones sobre el culto añejo de ciertos antagonismos: individuo vs estado, ocio y contemplación vs labor de androides, dinero vs riqueza. Ensayos de libre tema, sección sobre ars poética, un muestrario de literatura universal y una selección poética del editor. Luis Alejandro Contreras Loynaz.
Si en Venezuela estilamos ser toderos, ese envite de torear la vida en cuanta empresa se nos plante ante la vista, yo debo decir que he sido -y acaso aún soy- un fervoroso nadero, suerte de lance para nadar en las enaguas de la susodicha. Pues en lugar de ser un profesional en todo, he sido un amateur en nadas; en el más feliz de los casos, un entendedor, siempre a la chista callando. Las naderías suelen causar gran fascinación sobre las almas distraídas, entre las que me incluyo, y no sé que hado les haya legado su encanto a las primeras. Y, aunque cursé más de cien créditos en la Escuela de Letras de la UCV, nunca me mortificó el comprobar que ese sistema de jerarquías con que el hombre gusta de mortificarse la carne, también hubiese ganado espacios en ese querido recinto y que, en virtud de ello, hubiese materias que disfrutaban de cierta prelación sobre otras. Iba por puro gusto. Nada hay como explayarse. El resto es aburrido y desmesuradamente empalagoso. Por otra parte, ¿quién no tuvo, alguna vez, que pasar por el trance de mancillarse las manos al hacer algún oficio? Pocos, muy pocos.
Esos versos suyos nos marcan a todos, a los que ”…Venimos
de la noche y hacia la noche vamos…”
Una ofrenda…
“…los poetas no son unos literatos. Somos existenciales, somos como filósofos,
pero en primer término el poeta tiene que trabajar con su propia alma…”
“…El arte es una reclusión…”
Vicente Gerbasi
Mi padre el inmigrante - Vicente Gerbasi
XXIII
Yo vengo de esa hora que soporta la tierra,
donde estaba tu vida contra los huracanes,
frente a las puertas selladas ante las bocas mudas.
¿Acaso, lloraste a veces bajo la medianoche,
cuando las estrellas te llevaban a tu cielo?
¿Acaso te arrepentías?
¡Ah, pero tus manos podían soportar toda tu soledad
y te daban el pan!
Y entonces miraste en los ojos de los pobres,
de los mendigos que guardan en los rincones de las ciudades.
¡Ah, los mendigos!... ¡Ellos, los mendigos!...
Tan parecidos a los viejos muros y a los santos...
XXIV
De todo tu andar de antiguo caminante,
de todo tu sufrir en desamparo,
de soportar el peso del hacha o del saco,
de asistir al herido y repartir el pan,
sólo te quedó una casa,
a cuya puerta escribiste algunas palabras de la Biblia.
Aquella casa fue mi casa.
Mi casa pintada de cal, allá en mi aldea,
escondida entre el café y el cacao.
Otras casas había, rojas, azules, verdes, amarillas,
en mi aldea, que entre árboles
jugaba con niños y caballos.
Había una plaza con cabras y almendrones de apacible sombra,
y una iglesia de donde salía un Cristo,
en una urna de cristal, cuando la Semana Santa.
Yo nací en tu casa con palabras de la Biblia,
y allí estabas callado, con tus libros,
junto a mi madre y a mis pequeños hermanos.
Allí estaban tus noches,
todavía con las estrellas de otro mundo,
y allí tu amorosa soledad, tu vida, tus recuerdos.
Y allí estaba yo como una angustia para ti,
y tu trabajo y el sudor de tu frente;
y el canto de los sapos en las sombras,
y el tinajero en el corredor de la medianoche,
y las lluvias nocturnas que nos lanzaban a un oscuro amanecer.
¡Estábamos tan cerca de los árboles, del río y la montaña!...
Yo con mi alegría donde cantaba el cristofué,
tú con tu vida dura, con golpes y nostalgias,
de pie ante los días de mi infancia.
.
. Nota: Desconozco quién es el autor de la foto.
Elevación del ser, Vicente Gerbasi
Odila - Orquesta de Instrumentos Latinoamericanos (Fundación Bigott - 1987)
Lo
esencial surge con frecuencia al final de las conversaciones. Las grandes
verdades se dicen en los vestíbulos.
Lo
caduco en Proust son sus futilidades cargadas de un vértigo prolijo, el regusto
a estilo simbolista, la acumulación de efectos, la saturación poética. Es como
si Saint-Simon hubiera sufrido la influencia de las Preciosas. Nadie le leería
hoy.
Una
carta digna de ese nombre sólo puede escribirse bajo el efecto de la admiración
o de la indignación, de la exageración en suma. De ahí que una carta sensata
sea una carta inexistente.
He
conocido a escritores obtusos e incluso tontos. Por el contrario, los
traductores con los que he tratado eran más inteligentes e interesantes que los
autores a traducían. Es lógico: se necesita más reflexión para traducir que
para «crear».
Quien
esté considerado por sus amigos como alguien «extraordinario», no debe dar
pruebas de lo contrario. Que evite dejar trazas y sobre todo que no escriba, si
desea ser algún día para todos lo que fue para algunos solamente.
Cambiar
de idioma, para un escritor, es como escribir una carta de amor con un
diccionario.
«Creo
que tú has llegado a detestar tanto lo que piensan los demás como lo que tú
mismo piensas», me dijo aquella amiga poco después de vernos tras una larga
separación. Más tarde, en el momento de despedirnos, me citó un apólogo chino
del que podía deducirse que nada iguala el olvido de sí mismo. Ella, el ser más
presente, el más rebosante de «yo» que pueda imaginarse, ¿por qué especie de
malentendido preconiza ahora la renuncia hasta el punto de creer
que ofrece el ejemplo perfecto?
Incorrecto
hasta lo intolerable, mezquino, desastrado, insolente, sutil, intrigante y calumniador,
captaba los menores matices de todo, gritaba feliz ante una exageración o una broma...
Todo en él era atrayente y repulsivo. Un canalla al que se echa de menos. Nuestra
misión es realizar la mentira que encarnamos, lograr no ser más que una ilusión
agotada.
La
lucidez: martirio permanente, inimaginable proeza.
Quienes
desean hacernos confidencias escandalosas cuentan cínicamente con nuestra curiosidad
para satisfacer su necesidad de exhibir secretos. Saben además que se los envidiaremos
demasiado para revelarlos.
Sólo
la música puede crear una complicidad indestructible entre dos seres. Una
pasión es perecedera, se degrada como todo aquello que participa de la vida;
mientras que la música pertenece a un orden superior a la vida y, por supuesto,
a la muerte.
Si
no poseo el gusto del misterio es porque todo me parece inexplicable, o mejor
dicho, porque lo inexplicable es mi único sustento y estoy harto de él.
X.
me reprocha que me comporte como un espectador, que no participe en nada, que
lo nuevo me repugne. -«Pero si yo no quiero cambiar nada», le respondo. Sin
embargo, no ha comprendido el sentido de mi respuesta: me cree modesto.
Se
ha señalado acertadamente que la jerga filosófica cambia tan rápidamente corno
el argot: ¿Las razones? La primera es demasiado artificial, el segundo
demasiado vivo. Dos excesos desastrosos.
Uno de mis
libros de cabecera. No hay que dejarse engañar por el título. Nada tiene que
ver con los ridículos compendios modernos de auto ayuda y superación personal,
medio tan contaminado de mercachifles, como de baratijas puede estar abarrotada
una tienda de imitaciones; sin que con ello quiera decir que todos los autores
que se dedican a los temas de ayuda sean desestimables. El libro de Russell
tiene una particularidad. Analiza el asunto en frío. Y no hace promesas de
obtención alguna de felicidad como quien reparte pildoritas. Pero luego de
leído ese libro creo, con sinceridad, que se cuenta con una visión más
descarnada de los elementos muchas veces fútiles o imaginarios que obstaculizan
un vivir más cónsono con el sosiego.
La primera
parte versa sobre las causas de la infelicidad. Y ya hemos dejado en el blog el
capítulo con que abre ese libro. La segunda, versa sobre las causas de la
felicidad. Dejamos ahora el primer capítulo de la segunda parte.
lacl
¿ES TODAVÍA POSIBLE LA FELICIDAD? Bertrand Russell
Hasta
ahora hemos hablado del hombre desdichado; nos toca ahora la más agradable
tarea de considerar al hombre feliz. Las conversaciones y los libros de algunos
de mis amigos casi me han hecho llegar a la conclusión de que la felicidad en
el mundo moderno es ya imposible. Sin embargo, he comprobado que esa opinión
tiende a desintegrarse ante la introspección, los viajes al extranjero y las
conversaciones con mi jardinero. Ya he comentado en un capítulo anterior la infelicidad
de mis amigos literatos; en este capítulo me propongo pasar revista a la gente
feliz que he conocido a lo largo de mi vida.
Existen
dos clases de felicidad, aunque, naturalmente, hay grados intermedios. Las dos
clases a las que me refiero podrían denominarse normal y de fantasía, o animal
y espiritual, o del corazón y de la cabeza. La designación que elijamos entre
estas alternativas depende, por supuesto, de la tesis que se pretenda
demostrar. A mí, por el momento, no me interesa demostrar ninguna, sino
simplemente describir. Posiblemente, el modo más sencillo de describir las
diferencias entre las dos clases de felicidad es decir que una clase está al alcance
de cualquier ser humano y la otra solo pueden alcanzarla los que saben leer y
escribir. Cuando yo era niño, conocí a un hombre que reventaba de felicidad y
cuyo trabajo consistía en cavar pozos. Era extraordinariamente alto y tenía una
musculatura increíble; no sabía leer ni escribir, y cuando en 1885 tuvo que
votar para el Parlamento se enteró por primera vez de que existía dicha
institución. Su felicidad no dependía de fuentes intelectuales; no se basaba en
la fe en la ley natural ni en la perfectibilidad de la especie, ni en la propiedad
común de los medios de producción, ni en el triunfo definitivo de los
adventistas del Séptimo Día, ni en ninguno de los otros credos que los
intelectuales consideran necesarios para disfrutar de la vida. Se basaba en el
vigor físico, en tener trabajo suficiente y en superar obstáculos no
insuperables en forma de roca. La felicidad de mi jardinero es del mismo tipo; está
empeñado en una guerra perpetua contra los conejos, de los que habla
exactamente igual que Scotland Yard de los bolcheviques; los considera
siniestros, intrigantes y feroces, y opina que solo se les puede hacer frente
aplicando una astucia igual a la de ellos. Como los héroes del Valhalla, que se
pasaban todos los días cazando a cierto jabalí al que mataban todas las noches,
pero que volvía milagrosamente a la vida cada mañana, mi jardinero puede matar
a su enemigo un día sin el menor temor a que el enemigo haya desaparecido al
día siguiente. Aunque pasa con mucho de los setenta años, trabaja todo el día y
recorre en bicicleta veinticinco kilómetros para ir y volver del trabajo, pero
su fuente de alegría es inagotable y son «esos conejos» los que se la
proporcionan. Pero dirán ustedes que estos goces tan simples no están al alcance
de personas superiores como nosotros. ¿Qué alegría podemos experimentar
declarando la guerra a unos seres tan insignificantes como los conejos? Este
argumento, en mi opinión, no es válido. Un conejo es mucho más grande que un bacilo
de la fiebre amarilla, y, sin embargo, una persona superior puede encontrar la
felicidad en la guerra contra este último. Hay placeres exactamente similares a
los de mi jardinero, en lo referente a su contenido emocional, que están al
alcance de las personas más cultivadas. La diferencia que establece la
educación solo se nota en las actividades que permiten obtener dichos placeres.
El placer de lograr algo requiere que haya dificultades que al principio hagan
dudar del triunfo, aunque al final casi siempre se consiga. Esta es, tal vez,
la principal razón de que una confianza no excesiva en nuestras propias
facultades sea una fuente de felicidad. Al hombre que se subestima le
sorprenden siempre sus éxitos, mientras que al hombre que se sobreestima le
sorprenden con igual frecuencia sus fracasos. La primera clase de sorpresa es agradable
y la segunda desagradable. Por tanto, lo más prudente es no ser excesivamente
engreído, pero tampoco demasiado modesto para ser emprendedor.
Entre
los sectores más cultos de la sociedad, el más feliz en estos tiempos es el de
los hombres de ciencia. Muchos de los más eminentes son muy simples en el plano
emocional, y su trabajo les produce una satisfacción tan profunda que son capaces
de encontrar placer en la comida e incluso en el matrimonio. Los artistas y los
literatos consideran de rigueur ser
desgraciados en sus matrimonios, pero los hombres de ciencia, con mucha
frecuencia, siguen siendo capaces de gozar de la anticuada felicidad doméstica.
La razón es que los componentes
superiores de su inteligencia están totalmente absortos en el trabajo y no se
les permite irrumpir en regiones en que no tienen ninguna función que realizar.
En su trabajo son felices porque la ciencia del mundo moderno es progresista y
poderosa, y porque nadie duda de su importancia, ni ellos ni los profanos. En
consecuencia, no tienen necesidad de emociones complejas, ya que las emociones
más simples no encuentran obstáculos. La complejidad emocional es como la
espuma de un río. La producen los obstáculos que rompen el flujo uniforme de la
corriente. Pero si las energías vitales no encuentran obstáculos, no se produce
ni una ondulación en la superficie, y su fuerza pasa inadvertida al que no sea
observador. En la vida del hombre de ciencia se cumplen todas las condiciones
de la felicidad. Ejerce una actividad que aprovecha al máximo sus facultades y
consigue resultados que no solo le parecen importantes a él, sino también al público
en general, aunque este no entienda ni una palabra. En este aspecto es más
afortunado que el artista. Cuando el público no entiende un cuadro o un poema,
llega a la conclusión de que es un mal cuadro o un mal poema. Cuando no es
capaz de entender la teoría de la relatividad, llega a la conclusión (acertada)
de que no ha estudiado suficiente. La consecuencia es que Einstein es venerado
mientras los mejores pintores se mueren de hambre en sus buhardillas, y Einstein
es feliz mientras los pintores son desgraciados. Muy pocos hombres pueden ser
auténticamente felices en una vida que conlleve una constante autoafirmación
frente al escepticismo de las masas, a menos que puedan encerrarse en sus
corrillos y se olviden del frío mundo exterior. El hombre de ciencia no tiene
necesidad de corrillos, ya que todo el mundo tiene buena opinión de él excepto
sus colegas. El artista, por el contrario, se encuentra en la penosa situación de
tener que elegir entre ser despreciado o ser despreciable. Si su talento es de
primera categoría, le pueden ocurrir una u otra de estas dos desgracias: la primera,
si utiliza su talento; la segunda, si no lo utiliza. Esto no ha ocurrido
siempre, ni en todas partes. Ha habido épocas en que hasta los buenos artistas,
incluso siendo jóvenes, estaban bien considerados. Julio II, aunque a veces
trataba mal a Miguel Ángel, nunca le consideró incapaz de pintar bien. Al
millonario moderno, aunque arroje una lluvia de oro sobre artistas viejos que
ya han perdido sus facultades, nunca se le pasa por la cabeza que el trabajo de
estos es tan importante como el suyo. Puede que estas circunstancias tengan
algo que ver con el hecho de que los artistas sean, por regla general, menos
felices que los hombres de ciencia.
Creo
que hay que reconocer que los jóvenes más inteligentes de los países
occidentales tienden a padecer esa clase de infelicidad que se deriva de no
encontrar un trabajo adecuado para su talento. Sin embargo, no es este el caso
en los países orientales. En la actualidad, los jóvenes inteligentes son,
probablemente, más felices en Rusia que en ninguna otra parte del mundo. Allí
tienen oportunidad de crear un mundo nuevo, y poseen una fe ardiente en que
basar lo que crean. Los viejos han sido asesinados o exiliados, o se mueren de
hambre, o se los ha desinfectado de algún otro modo para que no puedan obligar
a los jóvenes, como se hace en todo país occidental, a elegir entre hacer daño
y no hacer nada. Al occidental sofisticado, la fe del joven ruso le puede
parecer tosca, pero ¿qué se puede decir en contra de ella? Es cierto que está
creando un mundo nuevo; el nuevo mundo es de su agrado; casi con seguridad, el
nuevo mundo, una vez creado, hará al ruso medio más feliz de lo que era antes
de la Revolución. Tal vez no sea un mundo en que pueda ser feliz un sofisticado
intelectual de Occidente, pero el sofisticado intelectual de Occidente no tiene
que vivir en él. Por tanto, según todos los criterios pragmáticos, la fe de la
joven Rusia está justificada, y condenarla diciendo que es tosca carece de justificación,
excepto en el plano teórico. En India, China y Japón, las circunstancias
exteriores de carácter político interfieren con la felicidad de la joven intelligentsia, pero
no existen obstáculos internos como los que existen en Occidente. Hay
actividades que a los jóvenes les parecen importantes, y si dichas actividades
se hacen bien, los jóvenes son felices. Sienten que tienen que desempeñar un importante
papel en la vida de la nación, y tienen objetivos que, aunque son difíciles, no
son imposibles de llevar a cabo. El cinismo que tan frecuentemente observamos
en los jóvenes occidentales con estudios superiores es el resultado de la combinación
de la comodidad con la impotencia. La impotencia le hace a uno sentir que no
vale la pena hacer nada, y la comodidad hace soportable el dolor que causa esa sensación.
En todo el Oriente, el estudiante universitario confía en poder influir en la
opinión pública mucho más que sus equivalentes del Occidente moderno, pero
tiene muchas menos posibilidades que estos de asegurarse unos ingresos elevados.
Al no sentirse ni impotente ni acomodado, se convierte en un reformista o en un
revolucionario, pero no en un cínico. La felicidad del reformista o del
revolucionario depende del curso que tomen los asuntos públicos, pero lo más
probable es que, incluso cuando le están ejecutando, goce de más felicidad real
que el cínico acomodado. Me acuerdo de un joven chino que visitó mi escuela con
la intención de fundar una similar en una zona reaccionaria de China. Suponía
que por ello le cortarían la cabeza, pero no obstante disfrutaba de una tranquila
felicidad que yo no pude menos que envidiar.
Sin
embargo, no pretendo insinuar que estas modalidades de felicidad de altos
vuelos sean las únicas posibles. De hecho, solo son accesibles para una
minoría, ya que requieren un tipo de capacidad y una amplitud de intereses que
no pueden ser muy comunes. No solo los científicos eminentes obtienen placer de
su trabajo, ni solo los grandes estadistas obtienen placer defendiendo una
causa. El placer del trabajo está al alcance de cualquiera que pueda
desarrollar una habilidad especializada, siempre que obtenga satisfacción del ejercicio
de su habilidad sin exigir el aplauso del mundo entero. Conocí a un hombre que
había perdido el movimiento de ambas piernas siendo muy joven, y aun así vivió
una larga vida de serena felicidad escribiendo una obra en cinco tomos sobre
las plagas de las rosas; según tengo entendido, era el principal experto en
este campo. No he tenido ocasión de conocer a muchos conchólogos, pero, a
juzgar por los que he conocido, el estudio de las conchas produce grandes satisfacciones
a quienes lo practican. Conocí a un hombre que era el mejor cajista del mundo,
y siempre estaba solicitado por todos los que se dedicaban a inventar tipos
artísticos; su satisfacción no se debía al genuino respeto que le tenían personas
que no concedían fácilmente su respeto, sino al placer que le producía ejercer
su oficio, un placer no muy diferente del que los buenos bailarines obtienen de
la danza. También he conocido cajistas especializados en componer tipos
matemáticos, escritura nestoriana, o cuneiforme, o cualquier otra cosa fuera de
lo normal y difícil. No llegué a saber si aquellos hombres eran felices en su
vida privada, pero en sus horas de trabajo sus instintos constructivos se veían
plenamente gratificados.
Se
oye decir con frecuencia que en esta época de maquinismo hay menos
oportunidades que antes para que el artesano se deleite en su trabajo especializado.
No estoy nada seguro de que esto sea cierto; es verdad que en la actualidad el
trabajador especializado trabaja en cosas muy diferentes de las que ocupaban la
atención de los gremios medievales, pero sigue siendo muy importante e
imprescindible en la economía maquinista. Hay personas que construyen
instrumentos científicos y máquinas delicadas, hay diseñadores, mecánicos de
aviación, conductores y otras muchas personas que tienen un oficio en el que
pueden desarrollar una habilidad casi hasta sus últimos límites. Por lo que he
podido observar, el trabajador agrícola y el campesino de las sociedades relativamente
primitivas no son tan felices como un conductor o un maquinista. Es cierto que
el trabajo del campesino que cultiva su propia tierra es variado: ara, siembra,
cosecha. Pero está a merced de los elementos y es muy consciente de esta dependencia,
mientras que el hombre que maneja un mecanismo moderno es consciente de su
poder y llega a tener la sensación de que el hombre es el amo, no el esclavo,
de las fuerzas naturales. Por supuesto, es cierto que no tiene nada de
interesante el trabajo de la gran masa de obreros que se limitan a atender
máquinas, repitiendo una y otra vez alguna operación mecánica con la menor variación
posible. Pero cuanto menos interesante sea un trabajo, más probable es que
acabe haciéndolo una máquina. El objetivo último de la producción maquinista
—del que hay que decir que aún estamos muy lejos— es un sistema en el que las
máquinas hagan todo lo que carezca de interés, reservando a los seres humanos
para las tareas que suponen variedad e iniciativa. En un mundo así, el trabajo
sería menos aburrido y menos deprimente que nunca desde la aparición de la
agricultura. Al dedicarse a la agricultura, la humanidad decidió someterse a la
monotonía y el tedio a cambio de disminuir el riesgo de morirse de hambre.
Cuando los hombres obtenían su alimento mediante la caza, el trabajo era un
gozo, como demuestra el hecho de que los ricos aún practiquen esta actividad
ancestral por pura diversión. Pero con la introducción de la agricultura, la
humanidad comenzó un largo período de mediocridad, miseria y locura, del que
solo ahora empieza a liberarse gracias a la benéfica intervención de las
máquinas. Queda muy bien que los sentimentales hablen del contacto con la tierra
y de la madura sabiduría de los campesinos filósofos de Hardy; pero los jóvenes
nacidos en el campo no piensan más que en encontrar trabajo en las ciudades
para escapar de la opresión del viento y la lluvia y cambiar la soledad de las oscuras
noches de invierno por el ambiente humano y tranquilizador de la fábrica y el
cine. La camaradería y la cooperación son elementos imprescindibles de la
felicidad del hombre normal, y son mucho más fáciles de encontrar en la industria
que en la agricultura.
Para
un gran número de personas, creer en una causa es una fuente de felicidad. No
estoy pensando solo en los revolucionarios, socialistas, nacionalistas de
países oprimidos y similares; pienso también en otras muchas creencias de tipo más
humilde. He conocido personas que creían que los ingleses eran las diez tribus
perdidas de Israel, y casi invariablemente eran felices; y la felicidad no
tenía límites para los que creían que los ingleses proceden solamente de las tribus
de Efraím y Manases. No estoy sugiriendo que el lector adopte estas creencias,
ya que no puedo abogar por una felicidad basada en lo que a mí me parece una
creencia falsa. Por la misma razón, me abstengo de recomendar al lector que crea
que los humanos deberían alimentarse exclusivamente de frutos secos, aunque,
según tengo observado, esta creencia garantiza invariablemente una felicidad
perfecta. Pero es fácil encontrar alguna causa que no sea tan fantástica, y los
que sientan un interés auténtico por dicha causa habrán encontrado ocupación
para su tiempo libre y un antídoto infalible contra la sensación de que la vida
es algo vacío. No muy diferente de la devoción a causas menores es dejarse
absorber por una afición. Uno de los matemáticos más eminentes de nuestra época
reparte su tiempo a partes iguales entre las matemáticas y el coleccionismo de
sellos. Supongo que los sellos le sirven de consuelo cuando no logra hacer progresos
en matemáticas. La dificultad de demostrar proposiciones en teoría numérica no
es la única tribulación que se puede curar coleccionando sellos, ni son los
sellos lo único que se puede coleccionar. Qué vastos campos de éxtasis se abren
a la imaginación cuando uno piensa en porcelana antigua, cajas de rapé, monedas
romanas, puntas de flecha y utensilios de sílex. Claro que muchos de nosotros
somos demasiado «superiores» para estos placeres sencillos. Todos hemos
experimentado con ellos de chicos, pero por alguna razón los hemos juzgado
indignos de un hombre hecho y derecho. Esto es un completo error; todo placer
que no perjudique a otras personas tiene su valor. Yo, por ejemplo, colecciono
ríos: me produce placer haber bajado por el Volga y subido por el Yangtsé, y
lamento mucho no haber visto aún el Amazonas ni el Orinoco. Por simples que
sean estas emociones, no me avergüenzo de ellas. Pensemos también en el gozo
apasionado del aficionado al béisbol: lee los periódicos con avidez y se
emociona oyendo la radio. Me acuerdo de cuando conocí a uno de los principales
literatos de Estados Unidos, un hombre que, a juzgar por sus libros, yo suponía
consumido por la melancolía. Pero dio la casualidad de que en aquel momento la
radio estaba informando de los resultados más importantes de la liga de
béisbol; el hombre se olvidó de mí, de la literatura y de todas las demás
penalidades de nuestra vida sublunar, y chilló de alegría porque había ganado
su equipo. Desde aquel día, he podido leer sus libros sin sentirme deprimido
por las desgracias que les ocurren a sus personajes.
Sin
embargo, en muchos casos, tal vez en la mayoría, las aficiones no son una
fuente de felicidad básica sino un medio de escapar de la realidad, de olvidar
por el momento algún
dolor
demasiado difícil de afrontar. La felicidad básica depende sobre todo de lo que
podríamos llamar un interés amistoso por las personas y las cosas.
El
interés amistoso por las personas es una modalidad de afecto, pero no del tipo
posesivo, que siempre busca una respuesta empática. Esta última modalidad es,
con mucha frecuencia, una causa de infelicidad. La que contribuye a la felicidad
es la de aquel a quien le gusta observar a la gente y encuentra placer en sus
rasgos individuales, sin poner trabas
a
los intereses y placeres de las personas con que entra en contacto, y sin
pretender adquirir poder sobre ellas ni ganarse su admiración entusiasta. La
persona con este tipo de actitud
hacia
los demás será una fuente de felicidad y un recipiente de amabilidad recíproca.
Su relación con los demás, sea ligera o profunda, satisfará sus intereses y sus
afectos; no se amargará a causa de la ingratitud, ya que casi nunca la sufrirá,
y, cuando la sufra, no lo notará. Las mismas idiosincrasias que a otro le
pondrían nervioso hasta la exasperación serán para él una fuente de serena
diversión. Obtendrá sin esfuerzo resultados que para otros serán inalcanzables
por mucho que se esfuercen. Como es feliz por sí mismo, será una compañía
agradable, y esto a su vez aumentará su felicidad. Pero todo esto tiene que ser
auténtico; no debe basarse en el concepto de sacrificio inspirado por el sentido
del deber. El sentido del deber es útil en el trabajo, pero ofensivo en las
relaciones personales. La gente quiere gustar a los demás, no ser soportada con
paciente resignación. El que te gusten muchas personas de manera espontánea y
sin esfuerzo es, posiblemente, la mayor de todas las fuentes de felicidad
personal.
En
el párrafo anterior he mencionado también lo que yo llamo interés amistoso por
las cosas. Puede que esta frase parezca forzada; se podría decir que es
imposible sentir amistad por las cosas. No obstante, existe algo análogo a la amistad
en el tipo de interés que un geólogo siente por las rocas o un arqueólogo por
las ruinas, y este interés debería formar parte de nuestra actitud hacia los
individuos o las sociedades. Uno puede sentir por ciertas cosas un interés que no
es amistoso sino hostil. Es posible que un hombre se dedique a reunir datos
sobre los hábitats de las arañas porque odia a las arañas y querría vivir donde
no las hubiera. Este tipo de interés no proporciona la misma satisfacción que el
que obtiene el geólogo de sus rocas. El interés por cosas impersonales, aunque
pueda tener menos valor como ingrediente de la felicidad cotidiana que la
actitud amistosa hacia el prójimo, es, no obstante, muy impórtame. El mundo es
muy grande y nuestras facultades son limitadas. Si toda nuestra felicidad
depende exclusivamente de nuestras circunstancias personales, lo más probable
es que le pidamos a la vida más de lo que puede darnos. Y pedir demasiado es el
método más seguro de conseguir menos de lo que sería posible. La persona capaz
de olvidar sus preocupaciones gracias a un interés genuino por, pongamos por
ejemplo, el Concilio de Trento o el ciclo vital de las estrellas, descubrirá que
al regresar de su excursión al mundo impersonal ha adquirido un aplomo y una
calma que le permiten afrontar sus problemas de la mejor manera, y mientras
tanto habrá experimentado una felicidad auténtica, aunque pasajera. El secreto
de la felicidad es este: que tus intereses sean lo más amplios posible y que
tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo
posible, amistosas y no hostiles.
En
los capítulos siguientes ampliaremos este examen preliminar de las
posibilidades de felicidad, y propondremos maneras de escapar de las fuentes
psicológicas de infelicidad.
Una anotación, de contracorrientes (sentencias en incertidumbre) Seamos honestos, ante todo, con nosotros mismos. ¿Cuál
es el objeto de nuestras vidas? ¿Deshojar cada día una margarita para elegir,
con certeza, el modo más económico, la vía más expedita de hacernos con una
estancia cómoda y exitosa en la tierra? ¿Qué es lo terrestre? ¿Es, acaso, una
entidad aparte o divorciada de lo celeste? Por mi parte, yo me siento más plenamente
menos yo, cuando entro en ciertos estados de conciencia en los cuales me
conecto con el afuera. Experiencias en las que se extravía el pensamiento
cotidiano, ordinario; y se subvierte la
relación de mi cuerpo con el espacio que lo rodea: cada cosa vista es realmente
tocada con los dedos de los ojos; se rasgan subrepticiamente mis vestiduras y
todo mi ser se desgrana y esparce hacia afuera; todo adentro se ventea. Estas
experiencias me permiten ir luego al papel, para abocetar con un lápiz en torno
a aquellos aspectos de la vida que se consideran desestimables o no se toman en
cuenta, sucesos llamados ordinarios que podemos observar en la piel de la flor
de lo real: un loco paupérrimo ataviado con una desechada alfombra, superando en
su estampa a un gran mandarín; el extraño color que exhibe la montaña en
algunos momentos del día o de la vida; el fugaz aroma a tierra de las
hortalizas en la calle, cuando son descargadas de un camión para una tienda de
abastos. Pero, ¿qué importancia tiene el filosofar o emitir juicios acerca de
ese lado oscuro que se postra ante nuestras narices o, para decirlo de otro
modo, ese lado claro que de tanto ver ya no vemos?
Lo primordial es ver el pájaro que canta debajo del
agua y escuchar la gota que salpica dentro de nuestro oído, sonando como un
beso.
La última frase proviene de un remedo de Hai ku
dictado en un sueño:
Uno de mis
libros de cabecera. No hay que dejarse engañar por el título. Nada tiene que
ver con los ridículos compendios modernos de auto ayuda y superación personal,
medio tan contaminado de mercachifles, como de baratijas puede estar abarrotada
una tienda de imitaciones; sin que con ello quiera decir que todos los autores
que se dedican a los temas de ayuda sean desestimables. El libro de Russell
tiene una particularidad. Analiza el asunto en frío. Y no hace promesas de
obtención alguna de felicidad como quien reparte pildoritas. Pero luego de
leído ese libro creo, con sinceridad, que se cuenta con una visión más descarnada
de los elementos muchas veces fútiles o imaginarios que obstaculizan un vivir
más cónsono con el sosiego.
La primera parte
versa sobre las causas de la infelicidad. La segunda, sobre las causas de la
felicidad. Dejamos aquí el primer capítulo de la primera parte.
lacl
¿QUÉ HACE DESGRACIADA A LA GENTE? Bertrand Russell La
conquista de la felicidad, Capitulo I.
Los animales son felices mientras tengan
salud y suficiente comida. Los seres humanos, piensa uno, deberían serlo, pero
en el mundo moderno no lo son, al menos en la gran mayoría de los casos. Si es
usted desdichado, probablemente estará dispuesto a admitir que en esto su
situación no es excepcional. Si es usted feliz, pregúntese cuántos de sus
amigos lo son. Y cuando haya pasado revista a sus amigos, aprenda el arte de
leer rostros; hágase receptivo a los estados de ánimo de las personas con que
se encuentra a lo largo de un día normal.
Una marca encuentro en cada rostro; marcas de
debilidad, marcas de aflicción...
decía Blake. Aunque de tipos muy diferentes, encontrará usted
infelicidad por todas partes. Supongamos que está usted en Nueva York, la más
típicamente moderna de las grandes ciudades. Párese en una calle muy transitada
en horas de trabajo, o en una carretera importante un fin de semana; vacíe la
mente de su propio ego y deje que las personalidades de los desconocidos que le
rodean tomen posesión de usted, una tras otra. Descubrirá que cada una de estas
dos multitudes diferentes tiene sus propios problemas.
En la multitud de horas de trabajo verá usted ansiedad, exceso
de concentración, dispepsia, falta de interés por todo lo que no sea la lucha
cotidiana, incapacidad de divertirse, falta de consideración hacia el prójimo.
En la carretera en fin de semana, verá hombres y mujeres, todos bien acomodados
y algunos muy ricos, dedicados a la búsqueda de placer. Esta búsqueda la
efectúan todos a velocidad uniforme, la del coche más lento de la procesión;
los coches no dejan ver la carretera, y tampoco el paisaje, ya que mirar a los
lados podría provocar un accidente; todos los ocupantes de todos los coches
están absortos en el deseo de adelantar a otros coches, pero no pueden hacerlo
debido a la aglomeración; si sus mentes se desvían de esta preocupación, como
les sucede de vez en cuando a los que no van conduciendo, un indescriptible
aburrimiento se apodera de ellos e imprime en sus rostros una marca de trivial
descontento. De tarde en tarde, pasa un coche cargado de personas de color
cuyos ocupantes dan auténticas muestras de estar pasándoselo bien, pero provocan
indignación por su comportamiento excéntrico y acaban cayendo en manos de la
policía debido a un accidente: pasárselo bien en días de fiesta es ilegal.
O, por ejemplo, observe a las personas que asisten a una fiesta.
Todos llegan decididos a alegrarse, con el mismo tipo de férrea resolución con
que uno decide no armar un alboroto en el dentista. Se supone que la bebida y
el besuqueo son las puertas de entrada a la alegría, así que todos se
emborrachan a toda prisa y procuran no darse cuenta de lo mucho que les disgustan
sus acompañantes. Tras haber bebido lo suficiente, los hombres empiezan a
llorar y a lamentarse de lo indignos que son, en el sentido moral, de la
devoción de sus madres. Lo único que el alcohol hace por ellos es liberar el
sentimiento de culpa, que la razón mantiene reprimido en momentos de más cordura.
Las causas de estos diversos tipos de infelicidad se encuentran
en parte en el sistema social y en parte en la psicología individual (que, por
supuesto, es en gran medida consecuencia del sistema social). Ya he escrito en
ocasiones anteriores sobre los cambios que habría que hacer en el sistema
social para favorecer la felicidad. Pero no es mi intención hablar en este
libro sobre la abolición de la guerra, de la explotación económica o de la
educación en la crueldad y el miedo. Descubrir un sistema para evitar la guerra
es una necesidad vital para nuestra civilización; pero ningún sistema tiene
posibilidades de funcionar mientras los hombres sean tan desdichados que el
exterminio mutuo les parezca menos terrible que afrontar continuamente la luz
del día. Evitar la perpetuación de la pobreza es necesario para que los beneficios
de la producción industrial favorezcan en alguna medida a los más necesitados;
pero ¿de qué serviría hacer rico a todo el mundo, si los ricos también son
desgraciados? La educación en la crueldad y el miedo es mala, pero los que son esclavos
de estas pasiones no pueden dar otro tipo de educación. Estas consideraciones
nos llevan al problema del individuo: ¿qué puede hacer un hombre o una mujer,
aquí y ahora, en medio de nuestra nostálgica sociedad, para alcanzar la
felicidad? Al discutir este problema, limitaré mi atención a personas que no
están sometidas a ninguna causa externa de sufrimiento extremo. Daré por
supuesto que se cuenta con ingresos suficientes para asegurarse alojamiento y
comida, y de salud suficiente para hacer posibles las actividades corporales
normales. No tendré en cuenta las grandes catástrofes, como la pérdida de todos
los hijos o la vergüenza pública. Son cuestiones de las que merece la pena
hablar, y son cosas importantes, pero pertenecen a un nivel diferente del de
las cosas que pretendo decir. Mi intención es sugerir una cura para la
infelicidad cotidiana normal que padecen casi todas las personas en los países
civilizados, y que resulta aún más insoportable porque, no teniendo una causa
externa obvia, parece ineludible. Creo que esta infelicidad se debe en muy gran
medida a conceptos del mundo erróneos, a éticas erróneas, a hábitos de vida
erróneos, que conducen a la destrucción de ese entusiasmo natural, ese apetito
de cosas posibles del que depende toda felicidad, tanto la de las personas como
la de los animales. Se trata de cuestiones que están dentro de las
posibilidades del individuo, y me propongo sugerir ciertos cambios mediante los
cuales, con un grado normal de buena suerte, se puede alcanzar esta felicidad.
Puede que la mejor introducción a la filosofía por la que quiero
abogar sean unas pocas palabras autobiográficas. Yo no nací feliz. De niño, mi
himno favorito era «Harto del mundo y agobiado por el peso de mis pecados». A
los cinco años se me ocurrió pensar que, si vivía hasta los setenta, hasta
entonces solo había soportado una catorceava parte de mi vida, y los largos años
de aburrimiento que aún tenía por delante me parecieron casi insoportables. En
la adolescencia, odiaba la vida y estaba continuamente al borde del suicidio,
aunque me salvó el deseo de aprender más matemáticas. Ahora, por el contrario,
disfruto de la vida; casi podría decir que cada año que pasa la disfruto más.
En parte, esto se debe a que he descubierto cuáles eran las cosas que más
deseaba y, poco a poco, he ido adquiriendo muchas de esas cosas. En parte se debe
a que he logrado prescindir de ciertos objetos de deseo — como la adquisición
de conocimientos indudables sobre esto o lo otro— que son absolutamente
inalcanzables. Pero principalmente se debe a que me preocupo menos por mí mismo.
Como otros que han tenido una educación puritana, yo tenía la costumbre de
meditar sobre mis pecados, mis fallos y mis defectos. Me consideraba a mí mismo
—y seguro que con razón— un ser miserable. Poco a poco aprendí a ser indiferente
a mí mismo y a mis deficiencias; aprendí a centrar la atención, cada vez más,
en objetos externos: el estado del mundo, diversas ramas del conocimiento,
individuos por los que sentía afecto. Es cierto que los intereses externos acarrean
siempre sus propias posibilidades de dolor: el mundo puede entrar en guerra,
ciertos conocimientos pueden ser difíciles de adquirir, los amigos pueden
morir. Pero los dolores de este tipo no destruyen la cualidad esencial de la
vida, como hacen los que nacen del disgusto por uno mismo. Y todo interés
externo inspira alguna actividad que, mientras el interés se mantenga vivo, es
un preventivo completo del ennui.
En cambio, el interés por uno mismo no
conduce a ninguna actividad de tipo progresivo. Puede impulsar a escribir un diario,
a acudir a un psicoanalista, o tal vez a hacerse monje. Pero el monje no será
feliz hasta que la rutina del monasterio le haga olvidar su propia alma. La
felicidad que él atribuye a la religión podría haberla conseguido haciéndose
barrendero, siempre que se viera obligado a serlo para toda la vida. La disciplina
externa es el único camino a la felicidad para aquellos desdichados cuya
absorción en sí mismos es tan profunda que no se puede curar de ningún otro
modo.
Hay varias clases de absorción en uno mismo. Tres de las más
comunes son la del pecador, la del narcisista y la del megalómano.
Cuando digo «el pecador» no me refiero al hombre que comete
pecados: los pecados los cometemos todos o no los comete nadie, dependiendo de
cómo definamos la palabra; me refiero al hombre que está absorto en la
conciencia del pecado. Este hombre está constantemente incurriendo en su propia
desaprobación, que, si es religioso, interpreta como desaprobación de Dios.
Tiene una imagen de sí mismo como él cree que debería ser, que está en
constante conflicto con su conocimiento de cómo es. Si en su pensamiento
consciente ha descartado hace mucho tiempo las máximas que le enseñó su madre
de pequeño, su sentimiento de culpa puede haber quedado profundamente enterrado
en el subconsciente y emerger tan solo cuando está dormido o borracho. No obstante,
con eso puede bastar para quitarle el gusto a todo. En el fondo, sigue acatando
todas las prohibiciones que le enseñaron en la infancia. Decir palabrotas está
mal, beber está mal, ser astuto en los negocios está mal y, sobre todo, el sexo
está mal. Por supuesto, no se abstiene de ninguno de esos placeres, pero para
él están todos envenenados por la sensación de que le degradan. El único placer
que desea con toda su alma es que su madre le dé su aprobación con una caricia,
como recuerda haber experimentado en su infancia. Como este placer ya no está a
su alcance, siente que nada importa: puesto que debe pecar, decide pecar a fondo. Cuando se enamora, busca cariño
maternal, pero no puede aceptarlo porque, debido a la imagen que tiene de su
madre, no siente respeto por ninguna mujer con la que tenga relaciones sexuales.
Entonces, sintiéndose decepcionado, se vuelve cruel, se arrepiente de su
crueldad y empieza de nuevo el terrible ciclo de pecado imaginario y
remordimiento real. Esta es la psicología de muchísimos réprobos aparentemente empedernidos.
Lo que les hace descarriarse es su devoción a un objeto inalcanzable (la madre
o un sustituto de la madre) junto con la inculcación, en los primeros años, de
un código ético ridículo. Para estas víctimas de la «virtud» maternal, el primer
paso hacia la felicidad consiste en liberarse de la tiranía de las creencias y
amores de la infancia.
El narcisismo es, en cierto modo, lo contrario del sentimiento
habitual de culpa; consiste en el hábito de admirarse uno mismo y desear ser
admirado. Hasta cierto punto, por supuesto, es una cosa normal y no tiene nada
de malo. Solo en exceso se convierte en un grave mal. En muchas mujeres, sobre
todo mujeres ricas de la alta sociedad, la capacidad de sentir amor está
completamente atrofiada, y ha sido sustituida por un fortísimo deseo de que
todos los hombres las amen. Cuando una mujer de este tipo está segura de que un
hombre la ama, deja de interesarse por él. Lo mismo ocurre, aunque con menos
frecuencia, con los hombres; el ejemplo clásico es el protagonista de Las amistades peligrosas. Cuando la vanidad se lleva a estas alturas, no se siente
auténtico interés por ninguna otra persona y, por tanto, el amor no puede
ofrecer ninguna satisfacción verdadera. Otros intereses fracasan de manera aún
más desastrosa. Un narcisista, por ejemplo, inspirado por los elogios dedicados
a los grandes pintores, puede estudiar bellas artes; pero como para él pintar
no es más que un medio para alcanzar un fin, la técnica nunca le llega a
interesar y es incapaz de ver ningún tema si no es en relación con su propia persona.
El resultado es el fracaso y la decepción, el ridículo en lugar de la esperada
adulación. Lo mismo se aplica a esas novelistas en cuyas novelas siempre
aparecen ellas mismas idealizadas como heroínas. Todo éxito verdadero en el
trabajo depende del interés auténtico por el material relacionado con el
trabajo. La tragedia de muchos políticos de éxito es que el narcisismo va sustituyendo
poco a poco al interés por la comunidad y las medidas que defendía. El hombre
que solo está interesado en sí mismo no es admirable, y no se siente admirado.
En consecuencia, el hombre cuyo único interés en el mundo es que el mundo le
admire tiene pocas posibilidades de alcanzar su objetivo. Pero aun si lo
consigue, no será completamente feliz, porque el instinto humano nunca es totalmente
egocéntrico, y el narcisista se está limitando artificialmente tanto como el
hombre dominado por el sentimiento de pecado. El hombre primitivo podía estar orgulloso
de ser un buen cazador, pero también disfrutaba con la actividad de la caza. La
vanidad, cuando sobrepasa cierto punto, mata el placer que ofrece toda
actividad por sí misma, y conduce inevitablemente a la indiferencia y el
hastío. A menudo, la causa es la timidez, y la cura es el desarrollo de la
propia dignidad. Pero esto solo se puede conseguir mediante una actividad
llevada con éxito e inspirada por intereses objetivos.
El megalómano se diferencia del narcisista en que desea ser
poderoso antes que encantador, y prefiere ser temido a ser amado. A este tipo
pertenecen muchos lunáticos y la mayoría de los grandes hombres de la historia.
El afán de poder, como la vanidad, es un elemento importante de la condición humana
normal, y hay que aceptarlo como tal; solo se convierte en deplorable cuando es
excesivo o va unido a un sentido de la realidad insuficiente. Cuando esto
ocurre, el hombre se vuelve desdichado o estúpido, o ambas cosas. El lunático
que se cree rey puede ser feliz en cierto sentido, pero ninguna persona cuerda
envidiaría esta clase de felicidad. Alejandro Magno pertenecía al mismo tipo
psicológico que el lunático, pero poseía el talento necesario para hacer
realidad el sueño del lunático. Sin embargo, no pudo hacer realidad su propio
sueño, que se iba haciendo más grande a medida que crecían sus logros. Cuando
quedó claro que era el mayor conquistador que había conocido la historia,
decidió que era un dios. ¿Fue un hombre feliz? Sus borracheras, sus ataques de
furia, su indiferencia hacia las mujeres y sus pretensiones de divinidad dan a
entender que no lo fue. No existe ninguna satisfacción definitiva en el cultivo
de un único elemento de la naturaleza humana a expensas de todos los demás, ni
en considerar el mundo entero como pura materia prima para la magnificencia del
propio ego. Por lo general, el megalómano, tanto si está loco como si pasa por
cuerdo, es el resultado de alguna humillación excesiva. Napoleón lo pasó mal en
la escuela porque se sentía inferior a sus compañeros, que eran ricos
aristócratas, mientras que él era un chico pobre con beca. Cuando permitió el
regreso de los emigres tuvo la satisfacción de ver a sus antiguos compañeros de
escuela inclinándose ante él. ¡Qué felicidad! Sin embargo, esto le hizo desear
obtener una satisfacción similar a expensas del zar, y acabó llevándole a Santa
Elena. Dado que ningún hombre puede ser omnipotente, una vida enteramente
dominada por el ansia de poder tiene que toparse tarde o temprano con obstáculos
imposibles de superar. La única manera de impedir que este conocimiento se
imponga en la conciencia es mediante algún tipo de demencia, aunque si un
hombre es lo bastante poderoso puede encarcelar o ejecutar a los que se lo hagan
notar. Así pues, la represión política y la represión en el sentido
psicoanalítico van de la mano. Y siempre que existe una represión psicológica
muy acentuada, no hay felicidad auténtica. El poder, mantenido dentro de
límites adecuados, puede contribuir mucho a la felicidad, pero como único objetivo
en la vida conduce al desastre, interior si no exterior.
Está claro que las causas psicológicas de la infelicidad son muchas
y variadas. Pero todas tienen algo en común. La típica persona infeliz es
aquella que, habiéndose visto privada de joven de alguna satisfacción normal,
ha llegado a valorar este único tipo de satisfacción más que cualquier otro, y
por tanto ha encauzado su vida en una única dirección, dando excesiva importancia
a los logros y ninguna a las actividades relacionadas con ellos. Existe, no
obstante, una complicación adicional, muy frecuente en estos tiempos. Un hombre
puede sentirse tan completamente frustrado que no busca ningún tipo de
satisfacción, solo distracción y olvido. Se convierte entonces en un devoto del
«placer». Es decir, pretende hacer soportable la vida volviéndose menos vivo.
La embriaguez, por ejemplo, es un suicidio temporal; la felicidad que aporta es
puramente negativa, un cese momentáneo de la infelicidad. El narcisista y el
megalómano creen que la felicidad es posible, aunque pueden adoptar medios
erróneos para conseguirla; pero el hombre que busca la intoxicación, en la
forma que sea, ha renunciado a toda esperanza, exceptuando la del olvido. En este
caso, lo primero que hay que hacer es convencerle de que la felicidad es deseable.
Las personas que son desdichadas, como las que duermen mal, siempre se
enorgullecen de ello. Puede que su orgullo sea como el del zorro que perdió la
cola; en tal caso, la manera de curarlas es enseñarles la manera de hacer
crecer una nueva cola. En mi opinión, muy pocas personas eligen deliberadamente
la infelicidad si ven alguna manera de ser felices. No niego que existan
personas así, pero no son bastante numerosas como para tener importancia. Por tanto,
doy por supuesto que el lector preferiría ser feliz a ser desgraciado. No sé si
podré ayudarle a hacer realidad su deseo; pero desde luego, por intentarlo no
se pierde nada.
Una mirada salvadora. De ello trata esta breve glosa de Ramos Sucre quien, como un artesano de cajas chinas, suele apelar a mitos, motivos, libros o autores de la cultura clásica para dibujar, con certeros mas contados trazos, un glosario poético cuya riqueza roza el ideal de perfección y pasma al lector. Son joyas. Cada texto suyo es una joya del verbo.
Sin más, "La cábala"...
lacl
LA
CABALA
El
caballero, de rostro famélico y de barba salvaje, cruzaba el viejo puente suspendido
por medio de cadenas.
Dejó
caer un clavel, flor apasionada, en el agua malsana del arroyo.
Me
sorprendí al verlo solo. Un jinete de visera fiel le precedía antes, tremolando
un jirón en el vértice de su lanza.
Discutían
a cada momento, sin embargo de la amistad segura. El señor se había sumergido
en la ciencia de los rabinos desde su visita a la secular Toledo. Iluminaba su
aposento con el candelabro de los siete brazos, sustraído de la sinagoga, y lo
había recibido de su amante, una beldad judía sentada sobre un tapiz de
Esmirna.
El
criado resuelve salvar al caballero de la seducción permanente y lo persuade a
recorrer un mar lejano, en donde suenan los nombres de los almirantes de Italia
y las Cícladas, las islas refulgentes de Horacio, imitan el coro vocal de las Oceánidas.
Cervantes
me refirió el suceso del caballero devuelto a la salud. Se restableció al
discernir en una muchedumbre de paseantes la única doncella morena de Venecia.
El autor de la primera imagen es el magnifico Gustave Doré. No he conseguido los créditos de la segunda...