martes, 23 de abril de 2013

Jorge Luis Borges, El libro. Conferencia.





Jorge Luis Borges, El libro. Conferencia. 

De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.

En César y Cleopatra de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el libro.

Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay páginas preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo que dice Spengler.

Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro cosa que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aquella frase que se cita siempre: Scripta maner verba volat, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.

Tomaremos el primer caso: Pitágoras. Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que la letra mata y el espíritu vivifica, que vendría después en la Biblia. El debió sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los pitagóricos profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que muy tardíamente descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que fue refutada por San Agustín en La ciudad de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por Blanqui... y por tantos otros.

Pitágoras no escribió voluntariamente, quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del maestro.

No sabemos si inició la doctrina del tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban. Pitágoras muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración esto le hubiera gustado a Pitágoras siguen pensando y repensando su pensamiento, y cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el maestro lo ha dicho (Magister dixit).

Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también un maestro oral. De Cristo sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño. Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El libro del esplendor), El Séfer Yezira (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.

Platón pudo desterrar a los poetas de su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de Séneca. En una de sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien volúmenes; y quién se pregunta Séneca puede tener tiempo para leer cien volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.

En la antigüedad hay algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Estos piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el Corán se habla en forma asaz misteriosa de la madre del libro. La madre del libro es un ejemplar del Corán escrito en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese mismo libro lo dice el Corán, ese libro está escrito en el cielo, que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman los sulems o doctores musulmanes.

Luego tenemos otros ejemplos más cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente, la Torá o el Pentateuco. Se considera que esos libros fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución de libros de diversos autores y edades a un solo espíritu; pero en la Biblia misma se dice que el Espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea de juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu.

A Bernard Shaw le preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu. Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más. El Quijote, por ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un texto absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar.

Pensemos en las consecuencias de esta idea. Por ejemplo, si yo digo:

“…Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas
verde prado, de fresca sombra lleno…”

es evidente que los tres versos constan de once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.

Pero, qué es eso comparado con una obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la Divinidad que condesciende a la literatura y dicta un libro. En ese libro nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras. Se entiende, por ejemplo, que el principio de la Biblia: Bereshit baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada. Eso nos lleva a la Cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro sagrado dictado por la divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los antiguos pensaban. Estos pensaban en la musa de modo bastante vago.

Canta, musa, la cólera de Aquiles, dice Homero al principio de la Ilíada. Ahí, la musa corresponde a la inspiración. En cambio, si se piensa en el Espíritu, se piensa en algo más concreto y más fuerte: Dios, que condesciende a la literatura. Dios, que escribe un libro; en ese libro nada es casual: ni el número de las letras ni la cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos de palabras con las letras, de que podamos tomar el valor numérico de las letras. Todo ha sido ya considerado.

El segundo gran concepto del libro repito es que pueda ser una obra divina. Quizá esté más cerca de lo que nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es decir, un mero sucedáneo de la palabra oral. Luego decae la creencia en un libro sagrado y es reemplazada por otras creencias. Por aquella, por ejemplo, de que cada país está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes denominan a los israelitas, la gente del libro; recordemos aquella frase de Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia, los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, el de que cada país tiene que ser representado por un libro; en todo caso, por un autor que puede serlo de muchos libros.
Es curioso no creo que esto haya sido observado hasta ahora que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al doctor Johnson como representante; pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es digámoslo así el menos inglés de los escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.

Otro caso es el de Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante, que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto de patria; elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.

En Francia no se ha elegido un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; Hugo, con esas grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es típico de Francia.

Otro caso aún más curioso es el de España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por Quevedo. Pues no. España está representada por Miguel de Cervantes. Cervantes es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.

Es como si cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como libro, ¿como pensar que nuestra historia está representada por un desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad.

Sobre el libro han escrito de un modo tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos pocos. Primero me referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo hay una frase memorable: No hago nada sin alegría. Montaigne apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que si él encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.

Recuerdo que hace muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores. Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.

Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón. Luego enumera los autores que le gustan. Cita a Virgilio, dice preferir las Geórgicas a la Eneida; yo prefiero la Eneida, pero eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con pasión, pero dice que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.

Emerson lo contradice es el otro gran trabajo sobre los libros que existe. En esa conferencia, Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces ellos despiertan. Dice que podemos contar con la compañía de los mejores hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos y preferimos leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.

Yo he sido profesor de literatura inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de alguien. Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.

Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.

Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro. Puedo decirlo de un modo que puede parecer patético y no quiero que sea patético; quiero que sea como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.

Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.

Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.

El concepto de un libro sagrado, del Corán o de la Biblia, o de los Vedas donde también se expresa que los Vedas crean el mundo, puede haber pasado, pero el libro tiene todavía cierta santidad que debemos tratar de no perder. Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.

Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado.

He hablado en contra de la crítica y voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del siglo XVII, Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido renacido. Lo mismo pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez Estrada, el Martín Fierro no es el mismo. Los lectores han ido enriqueciendo el libro.

Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto supersticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.

Eso es lo que quería decirles hoy.
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miércoles, 17 de abril de 2013

García Bacca “…No defiendo su opinión, porque no me parece verdadera; mas defenderé a toda costa su derecho a decirla…”


 
Cuando -hace unos diez años ya- cayera en mis manos el tomo de Ensayos y estudios de Juan David García Bacca, editado por Fundación para la Cultura Urbana, recibí una de las más gratas sorpresas que haya recibido en toda mi vida en lo que toca a hallazgos literarios.
Pues si bien conocíamos algo, una mínima parte de la luminosa y vasta labor del gran pensador, como los manuales de filosofía publicados por la imprenta de la UCV, amén de varias de sus traducciones del griego: un antiquísimo tomito con textos de Los presocráticos (Edime), libro de cabecera; su Platón, en obras completas (igualmente editado por la UCV, obra de la que por fortuna pude hacerme en todos sus volúmenes), la hermosa edición de “Los clásicos griegos de Miranda”, una silueta autobiográfica o bio/bibliografía comentada a partir de los títulos griegos que formaban parte de la biblioteca de ese grande Quijote y ciudadano del mundo que respondiera al nombre de Sebastián Francisco de Miranda (también editado en la UCV); amén de su precioso ensayo sobre nuestro Sócrates criollo: Simón Rodríguez (UCV), teníamos una gran deuda de lectura en lo que toca a su diversa y rica obra ensayística.

No dudé en aquella hora, como no lo dudo ahora, en calificar tal publicación como uno de los hechos más relevantes de nuestra cultura reciente. Tanto peso le concedo a quien un infortunio de dimensiones colosales, como lo fue la guerra civil española, le depositó un día en nuestras costas, en las que para fortuna nuestra pasó largas décadas sembrando ideas saturadas de espíritu y razón. 

Uno de los ensayos que primero leí de ese volumen, en mi desordenada costumbre de leer todo por azar o, parafraseando a Voltaire, por causa de un azar siempre tan causal, fue precisamente el que recoge como título una (no sé si podremos decir, todavía, famosa o conocida) frase o sentencia atribuida a Voltaire y que es objeto de este breve introito. El gustoso talante, didáctico y locuaz, con que García Bacca despliega sus razones en torno a la importancia de tal adagio del logos es lo que podríamos considerar una joya del fundir idea con espíritu, ética con razón, libre albedrío con razón de vida, cual si se tratara de metales preciosos que se acrisolan en un ánfora que debe protegerse como un tesoro invalorable, un bien a ser resguardado en las arcas de un emporio en el que se han de amparar los bienes del ser humano, aquellos que fueron creados con el único y exclusivo fin de servir para el bien común.

Por tal razón, vistos y palpados, hoy, los alborotados vientos que soplan en las gargantas de tantos desaforados, he sentido gana y placer en transcribir el referido ensayo, con el único objeto de compartirlo, pues ¿cómo no hacer obra de divulgación con aquello que, pensamos, ha de llevar sanación a un discurrir del intelecto que, de alguna manera, intuye que divorciado del espíritu no ha de llegar, jamás, a buen puerto?
Es claro que la vehemencia desbordada no tiene cura, es como un río crecido que arrastra todo a su paso, pero las crecidas también dejan de ser crecidas. Y luego del aluvión vienen el silencio y la calma. En esas horas conviene seguir un poco a sottovoce, dejar que se decante el humano asombro que brinda todo proceso de anagnórisis o reconocimiento; entonces será hora, acaso, de repetir, entre murmullos, sensateces tan elocuentes como las que, pensamos, se despliegan en estos párrafos de García Bacca.

 
Salud!

lacl .
P. S. 1: Espero que ni mis dedos ni mis ojos hayan cometido algún gazapo. De notar alguno, agradeceré el señalamiento.

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“…No defiendo su opinión, porque no me parece verdadera; mas defenderé a toda costa su derecho a decirla…”

Envidio a Voltaire el haber dicho tal sentencia –envidia que no me asegura el que, de no haberla dicho él,  la hubiera inventado y dicho yo por primera vez.
Pero la natural envidia no me quita las ganas y la obligación de decirla y repetirla, siempre que venga a cuento –ahora, por ejemplo, aquí en esta revista, con ocasión de su difícil ternaria supervivencia, a pesar de tantos y contra tantos, donde se le ha dado, y da, derecho, y papel, a cualquiera para decir lo que crea ser su verdad, sea o no de su opinión la revista.

Ahora, aquí, en esta mi universidad, nuestra Universidad Central de Venezuela, en que contra viento y marea –para no decirlo con nombres propios de personas y partidos- se ha sostenido por cinco años –de 1958 a 1963- el derecho a decir toda opinión –católica o no, marxista o no, fenomenología o existencialismo…

Ahora, aquí, en esta mi Nación, en esta nuestra Nación, en que, contra tantos y poderosos, va a ser preciso, urgente, urgentísimo ponerse a defender el derecho a decir toda opinión, aunque uno no la defendiera de no tener que defenderla, para defender otra cosa, no opinable ya, sino segura, decisiva, vital: a saber, el derecho a decir, la libertad de hablar –de pensar en voz alta, para la Sociedad.

Podemos no compartir las opiniones de los demás; mas tenemos el derecho de compartir todos el derecho de todos y de cada uno a decir lo que él, cada uno, crea ser su verdad. Tenemos todos tal deber y, lo que es más, tenemos el deber de defender a toda costa tal derecho, propio y ajeno.

Veamos los costes.

Yo no soy escolástico tomista, ni filósofo católico; pero, llegado el caso, defendería a toda costa el derecho de ser escolástico o filósofo católico quien creyera ser de su obligación el serlo.

Yo no soy filósofo marxista; mas, llegado el caso –y va a llegar al menor descuido de los hombres libres, de los universitarios libres, de los ciudadanos libres- , defenderé a toda costa el derecho de ser filósofo marxista y decir su opinión en Universidad, Nación, Continente o Mundo quien crea ser de su obligación y convencimiento de serlo.

Esta obligación, no hacia la opinión, sino para con el derecho de opinar, en público o para la Sociedad, puede llegar a tomar la forma de obligación concreta: explicar en público –para la Universidad, Nación, Continente o Mundo- la opinión que no lo es del escritor o profesor, para así mantener el derecho de otros a sostenerla, cuando, por el procedimiento que sea, se hubiera hecho imposible a los convencidos de una opinión el sostenerla en público –para la Universidad, Nación, Continente o Mundo- o se les hubiera negado el derecho a opinar en público, para la Sociedad.  

A aquellos a quienes no se hubiera hecho imposible, aún, sostener su propia opinión ante la Sociedad les incumbiría, entonces, la obligación de sostener la hecha imposible de sostener en público, para la Sociedad, pues la obligación primaria es sostener el derecho a opinar, obligación más profunda, básica, urgente y vital que sostener lo que uno cree ser su verdad –y con la habitual benevolencia, la Verdad.

Si, por circunstancias condenables y aborrecibles para todo hombre libre, se hubiera hecho imposible sostener la filosofía católica, incumbe al no católico, marxista o no, la obligación de exponer la filosofía tomista o católica, no por creer que deba convertirse él o convertir a alguien al catolicismo, sino porque más profundo, radical y urgente es defender el derecho a decir cada uno su opinión, el derecho a la libertad, el derecho a ser católico.

Si, por una circunstancia contraria, no menos condenable para todo hombre libre, se hubiera vuelto o hecho imposible de intento y en realidad exponer la filosofía marxista, es deber primario, insoslayable y urgente de todo pensador, cristiano libre, católico o no, exponer o hacer posible que se exponga la filosofía marxista, no para convertirse o convertir a aguien al marxismo, sino porque el derecho a decir, a exponer al público, a la Sociedad, el marxismo es derecho  y obligación, más hondo y más profundo que el marxismo mismo, que el catolicismo mismo.

El derecho a la libertad es anterior y superior a todo otro derecho concreto.

Y aquí va a ser Troya: aquí, la piedra de toque del hombre libre del universitario libre, del ciudadano libre. Llegada esa hora de la verdad, y ha llegado ya, veremos quién prefiere ser marxista a ser libre y dar libertad, quién prefiere ser católico a ser libre y dar libertad.

El cristianismo fue posible, y de posible llegó a ser real, porque los cristianos primitivos reivindicaron el derecho a ser libres –y se lo ganaron. En los tiempos en que aún se lo estaban ganando, contra viento y marea, decía San Agustín:

“Nemo invictus bene facit, etiamsi bonum sit quod facit.” Nadie, forzado, hace bien, aunque sea bueno lo que le fuerzan a hacer.

Después de ganado tal derecho a ser libres, a ser cristianos, lo negaron por siglos y más siglos a los demás en nombre de la Verdad y el Bien, y olvidaron lo que San Agustín dijera, a su manera, y aquí nosotros a la nuestra, abundando, en su sentido: “nadie, forzado, es buen cristiano, aunque eso de ser cristiano sea bueno”,  “nadie, forzado, es buen filósofo católico, aunque eso de ser filósofo católico sea bueno”…

Los herejes no lo fueron, primariamente, contra el contenido de un dogma; fueron los paladines de la libertad de decir y de creer. Fueron agustinianos.

El marxismo fue posible, y de posible llegó a ser real, porque Marx, Engels, Lenin reivindicaron contra todos el derecho a decir su opinión –y se lo ganaron. Ahora se halla el marxismo en la fase postagustiniana de la iglesia: la de mostrar que las opiniones de los demás podrán ser falsas, que ellos, los marxistas, no las van a defender cual verdaderas, mas que defenderán a toda costa el derecho de los no marxistas a sostener opiniones no marxistas –en todo: religión, arte, política, historia, economía… y ante todos: Universidad, Nación, Continente, Mundo.

Nos consta que Voltaire no dijo su sentencia ni en Rusia ni en Roma.

La dijo en Francia.

Pero, repetida aquí, -o donde haga falta, que es ya en todo el mundo- vamos a ver quiénes la suscriben, que suscribir esta sentencia, y lo que exige pagar a toda costa, es mucho más importante, urgente, vital que firmar manifiestos y manifiestillos sobre cualquier asunto o asuntillo.

Fuente original: Ensayos, Ediciones Península, Barcelona (1970)
Incluido en: Juan David García Bacca, Ensayos y estudios, Fundacion Cultura Urbana, Caracas, 2002.


P. S. 2: Ante el señalamiento de un amigo sobre la autoría de esta sentencia, deseamos recalcar que lo que nos interesaba, al momento de escribir esta glosa (y nos sigue interesando ahora), es resaltar la importancia de la estupenda disertación de García Bacca sobre el asunto de que trata. Independientemente de que García Bacca se pudiera haber equivocado en si su sana envidia debiera haberla dirigido hacia Evelyn Beatrice Hall, en lugar de hacia Voltaire, ese adagio es piedra de toque a una extraordinaria y necesaria reflexión...