Arte y poesía: vigencia de toda expresión lúdica, gesto o acto non servil en tiempos tan obscuros como los actuales. Disertaciones sobre el culto añejo de ciertos antagonismos: individuo vs estado, ocio y contemplación vs labor de androides, dinero vs riqueza. Ensayos de libre tema, sección sobre ars poética, un muestrario de literatura universal y una selección poética del editor. Luis Alejandro Contreras Loynaz.
Un
cuento que marcó mi vida, para siempre. Como he dicho o escrito tantas veces en
mi vida, no se es el mismo luego de que uno ha leído a “jóvenes” como Franz Kafka
o Arthur Rimbaud. Este cuento, más que una obra literaria es una experiencia, parte de lo que podríamos llamar una educación sentimental. Y
no creo pertinente explayarse a hablar sobre el cuento. Lo verdaderamente pertinente
en torno a esta fábula es leerla. Y leerla en soledad, para que luego pueda el
silencio ayudarnos a sugerir algunas necesarias deducciones sobre una supuesta
humanidad.
Salud
lacl
Franz Kafka, Un
artista del hambre
En los últimos decenios, el interés por
los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes
exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en
cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad
se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos
querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba
quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador;
había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de
antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces
cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no
ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños,
cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel
hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un
asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a
veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le
dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su
delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de
nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante,
única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando
al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando
bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin cesar
se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los
cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar
tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador
para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero
esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues
los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en
ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de
alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.
A la verdad, no todos los vigilantes eran
capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes
nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en
cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la
manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el
cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de
dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo
atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a
su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia,
mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de
sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su
habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.
Muy preferibles eran, para él, los
vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia
iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las
lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La
luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar
traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta
con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a
pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear
con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las
suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no
tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría
hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la
mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno,
sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado
una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver
en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía
haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno,
la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus
sospechas.
Pero éstas pertenecían ya a las sospechas
inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder
pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador;
nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado
sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al
mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por
otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su
enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que
abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez
su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía
—sólo él y ninguno de sus adeptos— qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más
fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más
favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista,
o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de
hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de
aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a
ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola
vez, al fin de su ayuno —esta justicia había que hacérsela—, había abandonado
su jaula voluntariamente.
El empresario había fijado cuarenta días
como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni
siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas
razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta
días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés,
podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado
este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que
gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse
pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla
general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por
esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con
una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban
los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir
al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se
anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices
de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a
la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de
peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita
de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se
resistía.
Cierto que colocaba voluntariamente sus
huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían
dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno
precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo
más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor
del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de
llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya
lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues
no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que
fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando,
¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a
gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y
acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que
contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los
ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y
movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba
como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se
acercaba el empresario silenciosamente —con la música no se podía hablar—,
alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el
estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de
compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba
al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones,
como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como
el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador,
sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se
lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.
Entonces el ayunador sufría todos sus
males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber
cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las
piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra
otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a
éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre
una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento —jamás se
hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica—, alargaba todo lo
posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador.
Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía
en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el
pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las
divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada
de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.
Después venía la comida, en la cual el
empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a
un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que
apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el
ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario
fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran
trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había
visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.
Vivió así muchos años, cortados por
periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente
esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que
se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio.
¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez
surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender
que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre
todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una
explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera
los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo
que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público;
añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad
incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta
del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir
la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del
que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí
mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida
procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al
mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de
inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el
ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante
deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era
consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra
aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe,
escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al
aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a
dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la
jaula y examinarlo a su sabor.
Unos años más tarde, si los testigos de
tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho
incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado
el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para
ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?
El caso es que cierto día, el tan mimado
artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones,
que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media
Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en
vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes,
una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este
fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos,
recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no
habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo.
Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era
indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores;
pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el
ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse
en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el
ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre.
Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y
se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del
contrato.
Un gran circo, con su infinidad de
hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos
a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea
a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este
caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su
antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de
su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano,
que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo
puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble,
que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo
dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la
vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba
una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos,
del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.
Mas, allá en su fondo, el ayunador no
dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no
fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente,
sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás,
bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula
y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del
espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los
animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se
detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si
no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de
los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se
hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.
Por este motivo, el ayunador temía
aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su
vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el
momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se
extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto —ni la más obstinada y casi
consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia—
tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no
traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el
ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en
seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que
inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien
pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se
paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar
la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes
posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los
rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les
apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso
largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver
los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus
hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se
trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición
análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños,
que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general —¿qué sabían
ellos lo que era ayunar?—, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían
un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más
piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas —decíase a veces el ayunador—
si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces
les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que
le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las
cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula
de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa,
y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo
a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los
animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de
cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a
verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que
aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un
estorbo en el camino de las cuadras.
Un pequeño estorbo en todo caso, un
estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a
la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos
actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte
del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya
salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a
alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo
comprender.
Los más hermosos rótulos llegaron a
ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió
renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había
comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos
los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas
semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de
este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había
anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había
anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el
mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su
corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en
que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días
consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de
estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia
y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba
honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus
merecimientos.
Volvieron a pasar muchos días, pero llegó
uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la
jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan
utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban,
hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del
ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al
ayunador.
—¿Ayunas todavía? —le preguntó el
inspector—. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
—Perdónenme todos —musitó el ayunador,
pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.
—Sin duda —dijo el inspector, poniéndose
el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador—,
todos te perdonamos.
—Había deseado toda la vida que admiraran
mi resistencia al hambre —dijo el ayunador.
—Y la admiramos —repúsole el inspector.
—Pero no deberían admirarla —dijo el
ayunador.
—Bueno, pues entonces no la admiraremos
—dijo el inspector—; pero ¿por qué no debemos admirarte?
—Porque me es forzoso ayunar, no puedo
evitarlo —dijo el ayunador.
—Eso ya se ve —dijo el inspector—; pero ¿por
qué no puedes evitarlo?
—Porque —dijo el artista del hambre
levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para
que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un
beso—, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera
encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado
como tú y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero
todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no
orgullosa, de que seguiría ayunando.
—¡Limpien aquí! —ordenó el inspector, y
enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera
joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella
jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos.
Nada le faltaba. La comida que le gustaba se la traían sin largas cavilaciones
sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo,
provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante,
parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier
rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de
sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero
se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno
querían apartarse de allí.
DIBUJOS DE FRANZ KAFKA
PAU CASALS - EL CANTO DE LOS PAJAROS (EL CANT DELS OCELLS)
A pesar de la honda huella que, consideramos, tiene la persona de Rumi para la poesía de todos los tiempos, nunca le hemos dedicado una publicación en exclusiva, con algunos de los textos legados por él. Siempre hemos incluido reproducciones audiovisuales contentivas de algunos poemas o sentencias suyas. Hoy queremos enmendar esa falta, a sabiendas de que es imposible difundir todo lo que un corazón pueda desear en lo que toca a poesía pues, maravillosos poetas y, sobre todo, esenciales para nuestro oído interno (el oído del corazón), ha habido más de los que cabe imaginar. En todo lugar del mundo, a toda hora, hay un poeta trabajando la mirada que contempla, bien sea en medio de la oscuridad o del deslumbre, ejerciendo el oficio o arte de la palabra, como rezara alguna vez Dylan Thomas, para los amantes, "por ese mínimo salario de sus más escondidos corazones". Espero que sea del agrado de cualquier impensado visitante de este recoveo virtual que nominamos Contracorrientes o Letras/contra/Letras. Gtadualmente iremos agregando narraciones o poemas de Rumi a esta publicación.
Salud!
lacl
*******
Soy esa gacela
Soy esa gacela que el cazador mató
para extraer el almizcle de su hígado.
Soy ese zorro de los campos
al que le cortaron la cabeza para obtener su piel.
Soy el elefante que su guardián mató
para obtener el marfil de sus colmillos.
El mundo contiene la prueba del Biel y del Mal.
Es ardiendo como se separa el oro de la impureza.
Rumi, Masnavi.
Tomado del libro Rumi - El conocimiento y el secreto. FCE Breviarios, 2006
Galería de Orfeo: Cuando yo muera.
Nota: El texto lo tomamos literalmente de los comentarios del video en cuestión. (lacl)
CUANDO YO MUERA.
Cuando muera, cuando mi
ataúd sea llevado, no debes pensar jamás que extrañaré este mundo.
No derrames lágrimas, no
lo lamentes o te sientas mal.
No estoy descendiendo
en un monstruoso abismo.
Cuando veas, que mi
cuerpo sea transportado, no llores mi partida.
Yo no parto, estoy
llegando al Amor Eterno.
Cuando me dejes en la
tumba, no digas adiós.
Recuerda que una tumba,
es solo un telón antes del paraíso.
Solo me verás,
descendiendo en una tumba.
Ahora, aguarda mi
ascenso.
¿Cómo puede haber un
final, cuando el sol se pone o la luna desciende?
Parece el final.
Se parece a un
atardecer, pero en realidad, es un amanecer.
Cuando la tumba te
encierre, es cuando tu alma se libera.
¿Has visto alguna vez,
la caída de una semilla en la tierra, y no crecer con una nueva vida?
¿Por qué dudaría del
crecimiento de una semilla llamada humano?
¿Has visto alguna vez,
bajar un cubo en un aljibe, y volver vacío?
¿Por qué lamentarse por
un alma, cuando ésta puede regresar como José desde el aljibe?
Cuando por última vez
tu boca se cierre, tus palabras y tu alma
Un poema incontestable, éste que abre Dolor, en la versión de Forbelsky. El poeta ve, es condición suya la de ver, aunque tan reiteradamente le toque ver un abandono... Salud
lacl
La gruta de las palabras
No entra impunemente el
joven con su luz
en la gruta de las
palabras… Audaz, presiente apenas
dónde se encuentra… Joven,
aunque ha sufrido,
no sabe lo que es el
dolor.Sabio antes de tiempo,
se escapa sin haber
entrado
y alega, como excusa,
la inmadurez de su época.
¡ La gruta de las
palabras… !
Sólo el verdadero
poeta, y por su cuenta y riesgo,
pierde delirando en ella, las alas y con ellas, la
manera
de someterlas, de
nuevo, a la gravedad
y no menoscabar esa
fuerza que atrae hacia la tierra…
¡La gruta de las palabras!Sólo el verdadero poeta
regresa de su silencio
para encontrar, ya
viejo, a un niño que llora
abandonado por el mundo
en su umbral…
De su libro Dolor, el primer poema que abre la selección. Traducción de Josef Forbelsky. Revisión y prólogo de Guilermo Carnero. Barral Editores, Ediciones de bolsillo, España, 1970.
Una concisa carta que es toda una joya, vaticinio de lo por venir... Cada frase abre infinidad de derroteros para el discurrir. Ramos Sucre le declara a Nucete que es presa de la hiperestesia. Salud! lacl
Carta a José Nucete Sardi, José Antonio Ramos Sucre
Caracas-Hamburgo, 7 enero de 1930.*
Señor José Nucete Sardi.
Caracas.
Mi querido Nucete:
Mándame nuevamente tu libro. El que me regalaste, a la hora de mi viaje, debió
quedarse en el Ministerio. De aquí habrá pasado a una venta de libros usados.
Así lo sospecho.
Mándame tu libro al Consulado General de Venezuela, casa del incomparable
Rafael Paredes. Con él te he recordado mucho.
Estoy en casa de Mühlens y espero curarme del intestino, autor de mi
derrumbamiento. Los insomnios, de una tenacidad inverosímil, amenazan de cerca
mis facultades mentales.
Dale las gracias a Pedro Sotillo por sus notas generosas acerca de mi labor y
adviértele que se equivoca al calificarme de misógino. Yo soy para cada mujer
un hermano y ninguna puede acusarme de negligente en su servicio, mucho menos
de cruel. Los aforismos son disparos al aire.
Yo escribiré a todos los compañeros por lo menos una vez.
Ahora trato de resistir el tratamiento. El sistema nervioso
es un escombro.
Consérvate bien y acepta la amistad de
José Antonio Ramos Sucre
¿Cómo está la niñita?
* Los Aires del Presagio. 2da edición.
MonteAvila, Editores, 1976.
(Copia enviada por José Nucete Sardi al compilador en abril de 1961).
Nucete Sardi fue el traductor del Tomo V del "Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente", de Alejandro Humboldt
Nucete Sardi.
El respetado Nucete vivía en la esquina de la calle
contigua a la nuestra, una vez, siendo muy niños, recuerdo haber entrado a su biblioteca de la mano de alguno de sus nietos, lance que al doctor Nucete no le cayera en gracia. Recuerdo que tuve la sensación de haber entrado a un templo, con un escritorio enorme de una madera muy bella, probablemente de caoba. Su casa estaba a dos cuadras de donde viviera otro gran escritor e
historiador venezolano, Ramón Díaz Sánchez, autor del extraordinario ejemplar
intitulado “Guzmán, elipse de una ambición de poder”, una de las obras más
ambiciosas escritas en Venezuela sobre nuestra idiosincrasia... Y al frente de
nuestra casa vivía el poeta José Parra Chirinos y familia, Premio Nacional de Literatura,
con su poema a María Lionza; hombre muy querido por toda nuestra familia y los
vecinos de nuestra calle. La familiaridad, por aquellos días, trascendía los cruces
y vaivenes de la sangre. Era otra ciudad, otro país, otra vivencia del tiempo frente al transcurrir de los días. Aunque algo muy extraño
recuerdo de mi pubertad: la costumbre de irrespetar, derribar o robarse bustos
no es potestativo de la actualidad, pues ello ocurrió con el busto que se erigió en
memoria de Nucete Sardi en una plaza al frente de su casa, después de su fallecimiento…
(lacl)
*
Giovanni Battista Pergolesi "Stabat Mater"(1736) Una de las más bellas interpretaciones del Stabat Mater, Dirige Claudio Abbado.
Sobran las palabras. Nos cupo la suerte de contarle entre los nuestros. Otro hijo de allende los mares que hizo casa en Tierra de Gracia. Y nos ha legado una obra fecunda. Verbigracia, este ensayo capital y necesario sobre el sectarismo en tiempos oscuros o de angustia. Anhelo poder transcribir algún día su ensayo Conciencia de fracaso, otra de las joyas contenidas en su libro ANSIEDAD CULTURAL, del cual nos cupo la fortuna de hacernos de un ejemplar de su primera edición. No dudamos en recomendar ampliamente su lectura, una vez más. A pie de página un par de maravillas de Nina Simone, van en ofrenda...
Salud!
lacl
*******
La
psicología del sectarismo en tiempos de ansiedad, Rafael López Pedraza
Algunos aspectos del sectarismo
Mi
interés en este escrito es apuntar algunos aspectos del sectarismo tales como
su ámbito arquetipal, su importancia a lo largo de la historia de Occidente, su
alarmante irrupción en la actualidad y su interés para la historia de la psicoterapia
moderna. Estudiar la complejidad de esta materia tanto como podamos es de suma
importancia, porque pareciera que el hombre occidental, en general, y la
psicología, en particular, ignoran la tremenda fuerza oculta tras el
sectarismo.
La
premisa básica del sectarismo es la siguiente: Yo y el grupo de personas al que
pertenezco somos mejores y tenemos propósitos de más valía que las personas que
no pertenecen a este grupo, las cuales están equivocadas y por lo tanto
pertenecen al bando equivocado. Entiendo, por supuesto, que esta es una visión
sumamente simplista y esquemática del sectarismo, pero la psicología del
sectarismo es exactamente así: simplista y esquemática.
Para
comenzar, permítanme aportar un retrato arquetipal de la personalidad sectaria,
según fue esbozado por el poeta trágicoEurípides
en su obra Hipólito. Hipólito es el paradigma de la personalidad
virginal y puritana, que es proclive al sectarismo. Hipólito hace su primera
entrada en escena, en compañía de un grupo de jóvenes cazadores amigos, que
vienen cantando un himno en honor a Artemisa, su patrona:
Hipólito
(a sus compañeros): "Seguidme, seguidme cantando a la celestial
hija de Zeus, a Artemisa, nuestra doncella protectora".1
Estas
líneas constituyen en sí mismas una imagen que transmite el entusiasmo y el
estado de fascinación de esos jóvenes adeptos. Una vez cantado el himno coral,
Hipólito recita una plegaria a Artemisa:´
Hipólito:
"A ti, oh diosa, te traigo, después de haberla adornado, esta corona
trenzada con las flores de un prado virgen (…), donde el río de la Castidad
mana incesante regando a las flores. La diosa del Pudor [la] cultiva con rocío
de los ríos. Vamos, querida soberana, acepta esta diadema para tu áureo cabello
ofrecida por mi mano piadosa. Yo soy el único de los mortales que tengo el
privilegio de reunirme contigo e intercambiar palabras, oyendo tu voz aunque no
vea tu rostro. ¡Ojalá que los últimos días de mi vida sean iguales a estos
primeros!". 2
El
contenido de esta plegaria constituye una expresión de pureza, derivada del
aspecto más incontaminado de lo virginal: las flores que Hipólito ofrece a
Artemisa han sido recogidas en campos jamás transitados por el hombre; es un
ejemplo explícito de un alma predominantemente virginal, que se expresa a sí misma
mediante la imaginería de un paisaje que le es afín. La plegaria es un bello
ejemplo de la retórica de lo virginal.
En
la escena que sigue, un viejo sirviente, que ha estado escuchando a Hipólito,
le habla ahora con intención de aconsejarlo. Le pregunta por qué no ha dedicado
ninguna oración a una gran diosa como Afrodita. Pero Hipólito rechaza rendirle
culto: "Desde lejos la saludo, pues yo soy casto".3 El
sirviente le previene diciéndole: "Hay que honrar a todos los dioses, hijo
mío".4 Pero Hipólito, al tiempo que abandona la escena en
compañía de sus amigos cazadores, se despide con estas desafiantes palabras:
"En cuanto a tu Cipris, le mando mis mejores saludos".5 Más
adelante, en la tragedia, sabremos que Hipólito no sólo rechaza a Afrodita sino
a todos los demás dioses y diosas.
En
mi opinión, el viejo sirviente, incluso si no se le considera como una
personificación de Hermes, posee, de hecho, rasgos herméticos. Es capaz de ver,
al vuelo, el fanatismo de Hipólito e intenta corregirlo. Con mucha persuasión,
trata de lograr que Hipólito reconozca ese lado opuesto de su personalidad, que
rechaza y reprime de una forma tan brutal lo que no venga de sus formas de
vivir. Mucho después, cuando la tragedia haya tomado su curso, Teseo, el padre
de Hipólito, en un parlamento que siempre ha sido motivo de especulación y
perplejidad para los estudiosos, acusa a su hijo: Teseo: "…¿De modo que
eres tú el hombre sin par, el que vive en compañía de los dioses? ¿Tú, el casto
y puro de todo mal? No puedo creer que te jactes hasta el extremo de llamar,
insensatamente, a los dioses ignorantes. ¡Pregona y vocifera la bondad de tus
dietas raras! Adopta a Orfeo como tu señor y profeta y entrégate a la adoración
de sus palabras etéreas".6
Si
se consideran complementarias, estas tres escenas pueden servir como una
descripción de la personalidad virginal y puritana. La primera, la de Hipólito
con sus amigos cazadores, puede verse como una imagen antropológica primordial
del sectario, la imagen prototípica del culto ritual en el que el puritanismo
domina la psique de los adoradores. La segunda imagen, la del encuentro con el
viejo sirviente, retrata el fanatismo de la personalidad sectaria: el rechazo
de aquello que no pertenezca a la secta. Y la tercera imagen, la de la
reflexión de Eurípides sobre el sectarismo órfico puesta en boca de Teseo,
evidencia el sectarismo de Hipólito, pues acusa su conexión con la secta de
Orfeo. Nosotros podemos imaginar que, en ese momento, Hipólito tiene cerca de
veinte años de edad y que las acusaciones de su padre en relación con el
orfismo, a la dieta sin carnes y a los efluvios verbales ("sus palabras
etéreas"), todo ello nos habla de un hombre joven, con inclinación por la
vida sectaria. Esta imagen nos recuerda al llamado 'sectario civilizado' cuyas
manifestaciones modernas, ¿acaso no evocan este patrón arquetipal?
Mediante
personajes como el viejo sirviente, quien reprende a Hipólito por su culto
único a Artemisa, y como Teseo, quien reacciona ante el sectarismo órfico,
Eurípides expresa claramente la intolerancia y rigidez en el sectario Hipólito.
Permítanme
destacar estas dos características intrínsecas a la personalidad de Hipólito:
su exclusiva lealtad a Artemisa, junto a la rigidez que ello implica, y su
desprecio y brutal repulsión hacia todo aquello que no pertenezca a su diosa.
Hipólito dice: "¡Ojalá que los últimos días de mi vida sean iguales a
estos primeros!". Esta es la expresión de una naturaleza que no busca
ningún movimiento psíquico, ninguna otra iniciación.
Una naturaleza sin alquimia
Podemos
decir que se trata de una naturaleza sin alquimia, en el sentido de que no
puede mezclarse con otros metales en procura de algún movimiento psíquico. Y es
por esta razón que las palabras de Hipólito tienen tanta importancia para aquel
psicoterapeuta cuya práctica está concebida como movimiento psíquico.
E.
R. Dodds, en su libro Pagan and Christian in an Age of Anxiety7,
describe la irrupción del sectarismo en los tiempos en que nace la cristiandad:
"Poseemos
descripciones de cierto número de comunidades ascéticas que parecen haber
surgido independientemente unas de otras en diversas regiones del Mediterráneo
oriental poco antes de la era cristiana. Esenios en Palestina, terapeutas en
torno al lago Mareotis, los contemplativos egipcios descritos por Queremón o
los neopitagóricos de Roma".
Se
ha especulado mucho, si bien a partir de una evidencia poco académica, acerca
de la influencia de los esenios en la vida y enseñanzas de Jesucristo y de sus
seguidores. En unos "tiempos de ansiedad", esas sectas que
florecieron son la señal de que los momentos históricos de profunda
perturbación psíquica son propicios para que el modo de vida de las sectas
atrapen y den forma al exceso de sufrimiento y de ansiedad. Se hace obvio que,
directa o indirectamente, el espíritu del sectarismo halló un lugar propio en
tiempos del nacimiento del cristianismo, y que, en una variedad de formas, ha
seguido siendo importante a lo largo de su historia. Hoy, en un tiempo también
de ansiedad, ya sea dentro del espíritu del cristianismo o fuera de él, el
sectarismo irrumpe una vez más para atrapar y tratar de contener el exceso de
sufrimiento.
Como
hemos visto, el sectarismo es arquetipal. La principal actividad de una secta
es cantar en honor ya sea de un dios, una diosa, del gurú o del líder de la
secta e incluso de las reglas que regulan el modo de vida de la secta. Sin
embargo, ha sido el genio de Eurípides el que muestra el reverso de la moneda:
Hipólito reprime todo lo que no sea su idolatría por Artemisa y luego en la
tragedia vemos la venganza de Afrodita en la muerte de Fedra y del mismo
Hipólito. Imágenes de la tragedia griega que, para nosotros, son metáforas de
la destrucción que acarrea el sectarismo.
La
psicoterapia moderna nació bajo el signo del sectarismo, evento histórico que
hizo posible el que su poderosa influencia haya perdurado hasta nuestros días.
Tan pronto como se inició la psicoterapia moderna, una disciplina destinada a
iniciar una nueva aventura en la psique, el sectarismo se adueñó de ella.´
La
primera corriente de psicoanalistas se vio forzada a obedecer a Freud, el
fundador de la Escuela de Viena, cuyos estudios se habían transformado en las
leyes de la secta que el adepto no debía transgredir. El psicoanálisis clásico
funciona como una ortodoxia: la salud del analista no se cuestiona, él mismo ya
ha sido analizado, ha aprendido una técnica y pertenece a la 'sociedad'. El
psicoanálisis es un ejemplo de sectarismo en la psicología moderna.´
El
peligro de una secta, ya sea freudiana o junguiana, consiste en que pone fin a
la aventura interior de la psique. Todo cuanto tiene lugar en el alma es
referido o interpretado fundamentalmente dentro de la concepción de la secta.
Todas las múltiples posibilidades, las diversas vías de tener relación con los
eventos de la vida de una persona son bloqueadas por la psicología sectaria.
Si
ubicamos en perspectiva histórica al sectarismo dentro de la psicología
moderna, llegaremos a considerar la ruptura de Jungcon Freud como un producto del sectarismo y como una imagen
desde la cual percibir otra de sus primeras apariciones en la psicología
moderna.
En Hermes
y sus hijos 8, reflexiono sobre esa ruptura entreFreud y Jung como la expresión
de una brecha, polarizada entre la adhesión al poder de Freud y la naturaleza
hermética de Jung. Sin embargo, ahora podemos entender la insistencia de Freud
en su 'autoridad' como el control vigilante del líder de una secta. El
sectarismo, así visto, está fundamentado en la obediencia al fundador y a las
reglas de la secta.
Jung,
al referirse a las sectas esotéricas, las calificó como una red en la que queda
atrapada la locura de ciertas personas, que, de otro modo, estarían internadas
en instituciones psiquiátricas. Podría entenderse su famosa observación de
"¡Gracias a Dios que yo soy Jung y no junguiano!", como una reflexión
sobre el sectarismo entre sus seguidores. A pesar de esta acertada advertencia
deJung, creo que podemos
admitir que la psicología junguiana no ha estudiado el sectarismo seriamente y
no sabemos hasta dónde se ha hecho sombra, desde dónde hace su aparecer para
distorsionar la visión de la psique como entidad individual única.
Un sectario moderno
Ahora,
quisiera le diéramos una mirada a la imagen de un sectario moderno. Le llamaré
Pablo. Tiene 45 años de edad, es abogado, alto de estatura, del tipo asténico y
enflaquecido, tiene una cabeza grande y la barba bastante crecida. Se ha
divorciado dos o tres veces y tiene varios hijos. Pero, el pilar de su vida y
su filosofía es su gurú hindú, a quien visita en la India cada vez que siente
que su psique se encuentra en una profunda crisis o al borde del abatimiento.
Durante sus primeras horas de psicoterapia, Pablo me contó que, en una ocasión,
mientras estaba de visita en México, se sintió perturbado después de ver una
gran cantidad de imágenes mexicanas. Se encontraba en lo alto del campanario de
una iglesia, cuando comprendió que se sentía bastante mal y, entonces, recordó
que un amigo le había hablado de unashram en Los Angeles. Así que
tomó un avión a Los Angeles y participó en el ashram. De inmediato,
comenzó a sentirse más calmado y en mejor forma. Es obvio que la secta le
proporcionó un cierto balance psíquico. Su contacto con la secta, el elemento
que su psique necesitaba para lograr un equilibrio básico, activó en Pablo una
comunicación ritualista y restableció su equilibrio.
No
fue difícil comprender que Pablo había venido a verme porque no había ashrams en
Caracas y, en ese entonces, no tenía dinero para viajar a la India y ver a su
gurú. Mi actitud psicoterapéutica fue la de establecer una simetría con lo que
él estaba aportando a la psicoterapia. Siendo receptivo a sus conversaciones
acerca de su gurú hindú y animándolo con mi curiosidad, Pablo fue capaz de encontrar
el balance necesario para acometer lo que eran sus conflictos reales en esa
época.
Esta
experiencia analítica con Pablo muestra, en pocas palabras, la rapidez con que
funciona la psicología del sectarismo. De una forma casi inmediata, atrapa y
contiene a la psique que está al borde de un colapso. Pablo representa para mí
al sectario per se. No puedo imaginar que sea capaz de vivir sin la
conexión con una secta y con todas las gratificaciones que esto provee, tales
como meditación, ejercicios de respiración, dietas macrobióticas, amuletos y
otros, del mismo modo en que Hipólito decía "… ¡Ojalá que los últimos días
de mi vida sean iguales a estos primeros!".
Si
bien Pablo es un caso típico del sectario moderno, el catálogo del sectarismo
es sumamente variado. Tuve otro paciente, un hombre joven quien, a los
veintidós años de edad, fue sacudido por una tragedia familiar muy compleja. En
medio del torbellino emocional de ese momento y casi en forma inconsciente, el
joven se unió a una secta con la que permaneció, sufriendo una culpa enorme y
viviendo un conflicto interior, hasta que tuvo 35 años, momento en el que
acudió a psicoterapia. Había estado tan sofocado por la secta que la primera
parte del análisis fue dedicada totalmente a discutir la psicología del
sectarismo. Su experiencia demostraba, una vez más y acertadamente, lo rápido
que el sectarismo puede apoderarse de una psique que se encuentra bajo la
presión de un sufrimiento extremo. Quiero destacar este importante aspecto del
sectarismo –la curación en el nivel del sectarismo– porque considero que merece
tanto respeto como estudio.
Cuando
trabajaba en la Clínica Zürichberg, en Zürich, entonces recién fundada, llegó
un hombre procedente de Trieste, en busca de tratamiento. El doctor Heinrich
Fierz, director de la clínica, conversó con él pero, hasta donde yo recuerdo,
no pudo determinar cuál era el trastorno psicológico del hombre. De hecho, el
hombre no daba muestras de tener problema alguno. Tenía un aspecto decente, el
de un hombre que calmada y lentamente entraba en la vejez. Se condujo con mucha
circunspección durante los pocos días que permaneció en la clínica y apenas fue
notado. En determinado momento, el hombre anunció que ya se había restablecido
y que deseaba regresar a su casa. Antes de partir, el doctor Fierz mantuvo una
última conversación con él, en la que le preguntó cómo se había curado. El
hombre le explicó detalladamente que un día, mientras estaba comiendo con otros
pacientes y algunos terapeutas, sintió un flujo de energía circulando a través
de la gente y alrededor de la mesa –lo que hoy en día se llaman vibraciones–
y esto le devolvió la salud. Desde la perspectiva de la psicopatología, su
fantasía tiene un toque paranoico y nos recuerda el magnetismo animal de
Mesmer. Pero estamos reflexionando sobre el modo en que el arquetipo funciona
en su aspecto sectario. Al mismo tiempo, este caso puede considerarse como un
ejemplo psiquiátrico de los que nos reporta la antropología cultural dentro del
fenómeno de lo religioso, y que puede ser visto como un ingrediente de la
psicología sectaria.
También,
hay gente que sabe mucho acerca de las ideas y modo de vida de muchas sectas.
Son casi unas enciclopedias vivientes acerca de las sectas y de sus fundadores.
Tengo la impresión de que, en esta forma, alimentan su necesidad psíquica de
sectarismo, sin tener que literalizar esta necesidad uniéndose efectivamente a
una secta.
Muchas
personas acuden a psicoterapia después de haber pertenecido a diversas sectas
teosóficas, de Gurdieff, subud, sufíes, sin mencionar las de los muchos gurúes
de la India. Es muy extraño encontrar entre ellas una que opte por su
individuación. Lo común es que psíquicamente se mantenga apegado a lo sectario
y tenga a la psicología junguiana por una secta más.
A
principios de los años setenta, Zürich se vio inundada por hippies que
acudían al análisis junguiano movidos por una curiosidad un tanto ingenua y
deseosos de escuchar palabras etéreas. Uno sospecha que cualesquiera fuesen las
palabras que el analista usara, ellas serían escuchadas como sublimes. Yo
llegué a preguntarle a un hippie qué lo había atraído hacia la
psicoterapia junguiana. Me respondió que había leído la solapa de un libro de
Jung, sobre el Bardo Thödol 9, en una librería de
San Francisco y que eso fue suficiente para llevarlo hasta Zürich. Hay gente
dispuesta a ir hasta el fin del mundo para escuchar de un profeta las palabras
etéreas que su psique necesita: gente que dedica gran parte del tiempo en la
búsqueda de esa suerte de orfismo que Hipólito practicaba cuando tiene lugar la
tragedia.
Esa locura específica y peculiar del
sectario
El
sectarismo funciona de diversas maneras: conocí a un hombre joven que, no
pudiendo tolerar la aventura de la sombra en el análisis junguiano, se unió a
una secta bastante estricta. Este caso dio también mucho de qué hablar entre
sus amigos y, personalmente, me dio mucho en qué pensar, tanto que me encontré
a mí mismo especulando que ese joven bien podría no ser totalmente un hijo
arquetipal de Artemisa, por decirlo así, sino que era más una personalidad
adolescente infatuada, un puer aeternusque se había identificado
con un éxito precoz en la vida. Después, a sus 30 años de edad, no podía
aceptar el fracaso terrenal con su sombra por lo que su psique parecía no ofrecerle
otra opción para sobrevivir que la de unirse a una secta, cuyas reglas eran de
una severidad tal como prohibirle cualquier acercamiento de sus amigos de otros
tiempos.
Le
pido al lector que tenga en mente este caso porque pudiera darnos la oportunidad
de distinguir entre dos psicologías, que suelen resultar confusas: la
psicología del puer aeternus y la del sectario. Por ejemplo,
Thomas Moore, en su artículo "Artemis and the Puer" 10percibe a Hipólito en el contexto del arquetipo del puer
aeternus, del eterno adolescente. Lo que yo veo semejante al puer en
Hipólito pudiera ser su juventud y también su "…entrega a la adoración de
sus palabras etéreas" (las emanaciones verbales de los órficos), como en
el hippie de San Francisco. Sin embargo, para mí, esto no es
suficiente para considerar a Hipólito como una figura paradigmática del puer.
Sus rasgos más importantes son su virginidad y su castidad, lo que yo considero
como típico de un hijo arquetipal de Artemisa.
Eurípides
pinta en Hipólito el retrato de una personalidad básicamente limitada: adorar
solamente a una deidad del panteón griego de dioses y diosas es evidencia de
una personalidad limitada y pobre. Los estudiosos de los clásicos coinciden con
esta afirmación y describen a Hipólito como una personalidad débil, de una
trágica simplicidad. Incluso Hipólito parece aún más débil cuando se le estudia
en comparación con otros héroes trágicos –Orestes, por ejemplo, cuya conciencia
trágica y la forma en que asume su destino, muestran lo que realmente es el
héroe trágico–. Hipólito no muestra una actitud comparable, toda vez que es
movido sólo por fuerzas inconscientes y no tiene conocimiento de su propio
destino trágico. El no es un héroe trágico, con una conciencia trágica, sino
más bien una víctima trágica.
La
imagen poética del sectario que nos da Eurípides nos permite ver a la debilidad
como un rasgo esencial de la personalidad sectaria. Y yo considero que es éste
el rasgo que mueve al adepto a unirse a una secta; no hay energía que sostenga
al individuo. Sin embargo, hay una vía más dramática, o incluso más brutal, de
detectar los elementos que mueven la necesidad de unirse a una secta. Años
atrás, leí un libro de Jean Paul Sartre sobre el judaísmo y el nazismo. No he
podido encontrar de nuevo este libro, de manera que tendré que confiar en mi
memoria. Al tratar de introducirse en la psicología del nazismo, Sartre trae a
colación una analogía con una secta americana, la del Ku-Klux-Klan,
cuyos miembros desean 'limpiar' el mundo de la gente negra. Para Sartre, es la
mediocridad lo que ha impulsado a esa ente a unirse en una secta. Así que
podemos observar una mezcla de debilidad y mediocridad en la psicología del
sectario. Debemos estar conscientes de nuestra propia mediocridad porque, de lo
contrario, podría pasar a formar parte de nuestra sombra. A propósito, tuve una
vez un paciente que consideraba que el logro de su psicoterapia había sido
hacerse consciente de su mediocridad.
La maldad en la secta
Al
hablar de mediocridad, comenzamos a aproximarnos a la atemorizante y siniestra
aparición de la maldad en la secta. Podemos ver una manifestación de ello, con
una lente de aumento, en una secta como la de James Jones, quien condujo a un
grupo de adeptos hasta un claro de la selva de Guyana, donde tendrían una vida
pura y sencilla. Imagino que todos hemos leído los espantosos testimonios de
quienes sobrevivieron a ese holocausto. Muchos de ellos parecen ser gente
sencilla y cuando explican lo que les llevó a la secta, uno puede tener una
evidencia palpable de esa debilidad y mediocridad, que son el impulso de una
forma sectaria de vida. Se dejaron influir por el aspecto utópico del
sectarismo: por la fantasía de que podrían encontrar la Ciudad de Dios en la
selva guyanesa, aunque en verdad siguieron a un loco poseso de sectarismo que
los condujo a la muerte. El caso de la secta de Guyana, acompañando al horror,
tiene el mayor interés por el número de víctimas y porque fue la primera de una
serie de inmolaciones suicidas en sectas, a las cuales el lector ha tenido
acceso a través de los media.
En
su artículo "Pain and Punishment", Alfred Ziegler 11se refiere al aspecto psicosomático de la psicología de la
utopía que está presente en la psicología sectaria y que se transformó en
horror en la secta de Jones. La cruda realidad de la vida en la selva guyanesa
sobrepasó la imaginería infernal de Gerónimo el Bosco y del Marqués de Sade, en
quienes Ziegler ha basado la imaginería del opuesto destructivo de lo utópico.
Debemos tener en cuenta esta contribución de Ziegler sobre el dolor y el
castigo psicosomáticos del utópico cuando nos enfrentemos con casos semejantes,
porque creo que nos proporciona un enfoque muy acertado de su condición
psicosomática. Un autocastigo compensando los vuelos futuristas de la utopía
sectaria.
La
portada de la edición del mes de mayo de 1991 de la revista Time
Magazine, tuvo como titular "The Thiriving Cult of Greed and
Power" ("El próspero culto de la avaricia y del poder"), y
remitía a un reportaje sobre una secta que se autodenomina la Iglesia de –algo
así como– la Cienciología, una secta de la que yo no sabía nada hasta ese
momento. La descripción del Time de esa secta, que reclama ser
una religión, es impresionante. La concepción del culto es de una demencia
difícil de ser catalogada en un manual sobre psicopatología. Por ejemplo,
Hubbard, dentista y fundador de la secta, "determinó que los seres humanos
están hechos de un conglomerado de espíritus (o 'thetans' como él los
denomina) que desaparecieron de la Tierra hace unos 75 millones de años a causa
del cruel tirano galáctico Xenu". Dejo a su imaginación adivinar de qué
tipo de enfermedad mental nace esta secta. He hecho referencia a la debilidad y
a la mediocridad en la psicología sectaria, pero parece que me quedé corto frente
a la doctrina básica de la Cienciología. Sin embargo, se trata de una especie
de sectarismo que vale la pena explorar y demuestra que no es necesario tener
una forma coherente de pensamiento: porque evidentemente mientras más demencial
sean sus principios, más exitosa será la secta. Con esto, podemos volver –como
en el caso de Pablo– a la observación que hizo Jung a principios de siglo
respecto al hecho de que mientras más sectas existan, menos necesidad habrá de
instituciones psiquiátricas.
Observamos,
a partir del libro de E. R. Dodds, Pagan and Christian in an Age of
Anxiety, que la psicología del sectarismo floreció en una época de
ansiedad. Las dos sectas mencionadas, la de Jim Jones y la Cienciología,
revelan la incomparable ansiedad de los tiempos que vivimos. En esta visión,
también entra el fundamentalismo de las grandes religiones, las cuales expresan
su fanatismo mediante el terrorismo. A esta altura, creo que podemos ver que el
sectarismo, hoy en día, es una expresión colectiva que no podemos ignorar y que
supone un reto para nuestros estudios.
Del sectarismo en el paciente
Ahora
bien, cuando hacemos psicoterapia, deberíamos estar conscientes de la eventual
aparición del sectarismo en el paciente, así como estar listos para reflexionar
sobre su manifestación en nosotros mismos, porque, de otra manera, existe el
riesgo de que el sectarismo, con su mediocridad, se transforme en la fuerza que
controle la situación terapéutica. Necesitamos asimismo saber que existen
muchas formas mundanas, mediante las cuales el sectarismo puede introducirse
subrepticiamente en nuestras vidas. He tenido la sensación de que la semántica
junguiana suele darse por sentada en lo que toca a términos como persona,
ego, sombra, ánima, animus, self, etcétera, que acaban convirtiéndose en
contraseñas de una secta. Un ejemplo pudiera ser el modo en que el término
'individuación' se ha transformado en una palabra milagrosa. Es necesario
aclarar lo que deseamos significar con 'individuación' o con cualquiera de esos
términos en un contexto determinado y evitar su estereotipación pues, de otra
manera, se corre el peligro de que se convierta en la jerga de la secta. Los
balbuceos etéreos de la secta, totalmente desasidos de la realidad corporal y
terrena, de los cuales Eurípides era consciente.
Teoría y sectarismo
Podemos
asimismo percibir el sectarismo en la forma en que la gente habla sobre una
teoría. A veces, da la impresión de que la psicología está plagada de teorías.
Por supuesto que las teorías son una contribución, pero podemos ver a algunos
analistas tan apegados a ellas, que las literalizan en una forma similar a lo
que hace el sectario con las leyes de su secta. El asunto es que tanto la
semántica como las teorías pueden alimentar nuestro latente sectarismo de
manera tal que llegamos a experimentar nuestras vidas y practicar nuestra
psicoterapia en esos términos.
Muchas
personas acuden al análisis junguiano muy versadas de antemano en la teoría y
semántica de la escuela y predispuestas a experimentar su terapia y su estudio
como una forma de vida sectaria. Traté a una joven mujer, de unos 30 años,
licenciada en Historia y, un día, hablando sobre historia, el asunto del
sectarismo se coló en la conversación. Me sorprendí entonces cuando me
manifestó que, al iniciar su terapia, ella había tenido la fantasía de que
estaba ingresando a una secta: ella, yo, el amigo que le había recomendado
venir a verme y el resto de mis pacientes estábamos en lo 'correcto', mientras
que el resto de la gente estaba 'equivocada'.
Cuando
converso con mis colegas y con estudiantes de psicología, a menudo se percibe
la presencia de ideas del sectarismo. Siendo el sectarismo arquetipal, esto es
inevitable, especialmente cuando un grupo se reúne. Durante los últimos años,
la psicología junguiana se ha desarrollado notablemente desde su contexto
parroquial en Zürich, hace unas tres décadas, hacia una expansión alrededor del
mundo, en donde miles de personas están incorporándose a ella. Sin embargo, ¿se
tiene quizás suficiente conciencia de que una expansión de esa clase supone la
manifestación de un impulso misionero, penetrado por la energía sectaria?
Hoy,
es manifiesto un interés arrollador por la apertura de nuevos institutos, la
formación de asociaciones, la puesta en marcha de programas de entrenamiento y
la publicación de artículos y libros. Como resultado de ello, la psicología
junguiana ha ganado en presencia académica. Podemos decir que, consciente o
inconscientemente, se está promocionando una imagen que pudiera ser atractiva para
las personas con tendencia al sectarismo, que son débiles e ignoran su
mediocridad. La psicología junguiana parece haberse afiliado al colectivo y
haber olvidado que la función de la psicología analítica es la de compensar al
colectivo. Ahora bien, mi visión de la psicología junguiana actual es la de un
conglomerado, en el cual es posible ver a cada cual como individuo. No así
cuando aparece como secta.
Se
sabe que la psicología junguiana tiene un fuerte gancho para aquel con
inclinaciones sectarias. Por un lado, en sus inicios, los estudios de Jung
sobre ocultismo en los que fue pionero, y por el otro, su interés por la
cultura oriental vista a través del inconsciente colectivo y los estudios de
religiones comparadas, que estaban muy en boga antes de la Segunda Guerra
Mundial, son cosas que alimentan las proyecciones al gurú, tan características
del sectario. (Recuerdo al lector el hippie de San Francisco).
Pero también debemos darle crédito al gran sector junguiano que se ha mantenido
reflexivo y crítico respecto a Jung y, con esto, ha conservado dentro de
ciertos límites las proyecciones que una personalidad tan importante del siglo
XX provoca.
Debemos
recordar que la psicología junguiana se basó en una parte olvidada del alma del
hombre occidental –su vida interior–; esto es lo que la ha hecho única y es
posible sólo en el encuentro terapéutico de dos individuos: terapeuta y
paciente. Después de lo que se ha dicho aquí acerca de la psicología del
sectarismo, esto es lo que está en juego, porque esa práctica, basada en el
individuo, es justamente lo opuesto al sectarismo. De hecho, ver al 'otro' como
un individuo no es tarea fácil. Más si sabemos que lo que podemos obtener como
movimiento psíquico depende de cómo podamos integrar la llamada sombra, lo que
no sabemos de nosotros mismos. Y en esto no pueden hacerse promesas de
'felicidad' utópica. Debemos aprender a diferenciar entre dos individuos que
emprenden la aventura de la psicoterapia y la psicoterapia en la que las
teorías y las reglas de la secta han tomado el control. Al menos, deberíamos
estar conscientes de la diferencia entre estas dos aproximaciones.
Mi
propia naturaleza rehúsa verse atada ya sea por teóricas cadenas apolíneas o
por las reglas y leyes de una secta artemisal. Sin embargo, aunque es posible
que no me vea atrapado por la afiliación a sectas conocidas o a una tendencia
determinada, esto no impide la presencia del componente arquetipal sectario y
virginal.
Está
presente en todos nosotros y hay que reconocerlo. Si de hecho mi naturaleza
fuese como lo he manifestado, entonces, ¿por qué estoy interesado en estudiar
el sectarismo? ¿Es posible que mi psique esté intentando conectarse con algo
que está en oposición a mi naturaleza arquetipal? Creo que tengo cierta
habilidad para detectar el sectarismo en su retórica y, asimismo, soy capaz de
reflexionar su aparición en mi práctica. Es como si yo tuviera que estar muy
alerta frente a algo que temo tanto.
Pensando
sobre el tema del sectarismo, me hice consciente de un sentimiento en mí. De
hecho, ver al sectarismo como una posibilidad de curación para una personalidad
muy débil y vacilante por un lado y, por el otro, ver el diabólico horror de
las sectas apocalípticas criminales es suficiente para crear ambivalencias en
cualquiera. Pero, hay mucho más al respecto: mientras estaba trabajando en este
escrito, tuve la sensación de que, probablemente, estaba rozando esa locura
específica y peculiar que es núcleo del sectarismo. Se trata de una sensación
extraña, difícil de transmitir con palabras. A pesar de todo, como ya hemos
dicho, el sectarismo, en la medida en que lo hemos venido estudiando, crea una
ambivalencia al estar en oposición al énfasis esencial que la psicología junguiana
hace del self (el sí mismo) como meta –aunque inalcanzable–
del vivir íntimo del individuo.
Notas y referencias
bibliográficas:
1
Eurípides. (1977). "Hipólito". En Tragedias. Tomo I. Biblioteca Clásica Gredos, 4. Introducción,
traducción y notas de Alberto Medina G. y Juan Antonio López F. Madrid:
Editorial Gredos. vv. 59–60, p. 327. Para servir a los fines de este ensayo y
para conservar el sentido de la versión inglesa consultada, hemos modificado
algunas líneas de la traducción de la tragedia deEurípides que citamos.
2 Ibídem, vv. 72–88, p. 328.
3 Ibídem., 102, p. 329.
4
Ibídem. vv. 108, p. 329.
5
Ibídem. vv. 114, p. 329.
6
Ibídem. vv. 948–957, pp. 360–61.
7 E. R. Dodds. Pagan and Christian
in an Age of Anxiety, Cambridge 1965, Cambridge University Press. (Hay
traducción española: 1975. Paganos y cristianos en una época de angustia.
Madrid: Ediciones Cristiandad.
8
Rafael López–Pedraza. Hermes y
sus hijos. Trad. Iván Rodríguez. Anthropos, Barcelona 1991. p. 33.
9 "Psychological Comentary
on The Tibetan Book of the
Dead". En: Ed. W. Y. Evans–Wentz (ed.). 1957. The Tibetan Book of
the Dead. New York & London.
10 Thomas Moore.. "Artemis and
the Puer". En: Puer Papers.
Spring Publications. Dallas 1979, p. 169.
11 Alfred Ziegler.. "Pain and
Punishment". En: Spring: An
Annual of Archetypal Psychology and Jungian Thought, 1982, pp. 263–78.