lunes, 26 de junio de 2017

La luna, patrona de la poesía clásica china, Dinastía Tang. Un ejercicio de ludismo.



Hará unos dos o tres meses desde que hice uno de esos ejercicios de ludismo. Tomé un libro de poesía china, el titulado La pagoda blanca, que contiene cien poemas de la Dinastía Tang. Abrí el libro a la espera de un hallazgo y el primer poema me resultó tan sugestivo y feliz, amén de que versaba sobre la venerada luna blanca, que me quedé un buen rato paladeándolo. Luego abrí otra página al azar, un tanto más adelante.  Y allí estaba otra vez, la luna amparando a los soñadores con sus velos blancos. Entonces me dije: apuesto a que en el próximo poema que abra al azar hará su aparición la diosa blanca. Abro, pues, el libro hacia el final y nuevamente aparece la médula blanca besando la arena. Hago, en atrevido envite, un cuarto y quinto intentos y allí está, la límpida faz de la diosa iluminando primero la soledad del viajero y develando, luego, la soledad de los caminos que las tropas no desean hollar…

Allí me detuve. Preferí pensar que en todos los cantos de la poesía china haría su aparición la diosa de plata. Y si no transcribí ni divulgué este racimo de cantos lunares en ese momento, fue porque en esas fechas (que hasta el día de hoy se han extendido) el tempo exterior no se acomodaba ni amoldaba, tal como debiera, al tempo interior, habida cuenta de tantos ultrajes de los que hemos tenido que ser testigos. Pero hoy traemos estos cantos a la mesa, pues el tiempo nos dice que hay que alimentar la templanza, que toda vida es un suspiro en el concierto celeste y porque hay una suerte de épico lirismo en esas soledades que se cantan entre los rezos de esa gran pagoda blanca que es la poesía china.

Salud!
lacl

*****

44.    ME INTERNO EN EL DESIERTO

                                               Cen Shen

Avanza mi corcel hacia el oeste a punto de tocar el cielo.
Tras la despedida, miré dos veces la luna llena.
Ignoro si esta noche habrá un albergue.
Diez mil leguas de planicie arenosa sin sombra humana.

75.    LA FLAUTA NOCTURNA DE SHOUXIANG

                                               Li Yi

Ante la cumbre Gozo de Volver, la arena semeja nieve.
Fuera de los muros de Shouxiang, la luna parece escarcha.
No se sabe dónde se lamenta una flauta.
De noche, los soldados miran hacia la tierra natal.

91.    ANCLAR EN QUINHUAI

                                               Du Mu

La niebla cubre las heladas aguas y la luna besa la arena.
Anclar de noche cerca de Quinhuai. La taberna.
La cantante desconoce el odio del país derrotado.
Al otro lado del río aún entona “Las flores del patio”.

10.    ME ALBERGO EN EL RIO JIANDE

                                               Meng Haoran

Avanzo con mi barca y me detengo en el islote de niebla.
Anochece. Se renueva la nostalgia de viajero.
En la amplitud silvestre, el cielo presiona los árboles,
Por el río cristalino se me acerca la luna.

21.    POEMA CANTADO

                                               Wang Changling

Brillante luna de los Quin, murallas de los Han.
Tras recorrer mil leguas nadie regresa.
Si en Longcheng está el general volador,
las tropas de Hu no cruzarán el monte Yin.   


La pagoda blanca, Cien poemas de la dinastía Tang, Poesía Hiperión, Madrid, 2001. Edición a cargo de Guillermo Dañino. 



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GUARIDA DE LOS POETAS / Poesía de la dinastía Tang
https://www.youtube.com/watch?v=C-0pd89N7uQ

jueves, 22 de junio de 2017

¡Oh! Divina Caja de Pandora




Un añeja y combativa glosa, en memoria de Don Pompeyo Márquez.

¡Oh! Divina Caja de Pandora

I.-

“…No country can suppress truth and live well…”
E. Pound

Tiene razón un amigo mío al indicar que nada hay más apuntado en esta hora que apelar a los términos de “actor” o “actores” cuando “hablamos de”, “escuchamos a” o “pensamos en” aquellos abnegados señores de las circunstancias que dedican las horas más preciadas de sus vidas a cultivar esa ciencia hermética -en sus propósitos- y errabunda -en sus logros- que se ha dado en llamar “la política”. ¡Oh! Divina Caja de Pandora que incansablemente se afanan en forzar esos abnegados cultores de ciencia tan esquiva; tales señores se caracterizan por su indoblegable pregonar del bien del prójimo, mientras se benefician de la caída del próximo distraído que se deje embelesar por su verbo enfermo.

Pero no deja de ser eso una verdadera injusticia con el noble oficio del actor, si lo entendemos como vocación sincera de quien desea comulgar con sus congéneres, todas las miserias y alegrías que comporta el hecho de haber nacido dentro de un saco de piel con nombre de hombre, mas sin la nobleza de aquel ser que nació con piel de lobo. Se le achaca al lobo toda suerte de innoblezas, mas no es su culpa. Siempre ha sido culpa de un pregón con aspiraciones escénicas, sea éste un “político de oficio” o un actor-perseguidor de subsidios gobierneros, calamitosa especie que también se ha prodigado en nuestras tierras.

Quienes en la antiguedad presenciaban una escena teatral, hijos de la polis, eran conceptuados sencillamente como espectadores, gracias a los atributos inmanentes del hecho teatral: a esa propiedad suya de emular la realidad o de poder representar o invocar una realidad mítica como algo factible. Pero las artes escénicas han sido trastocadas (para su beneficio) por la experimentación implícita en la modernidad, con lo cual hoy se reclama una participación más activa de parte de quienes van curiosos a ver qué sucede sobre las tablas, la arena, la calle, o donde sea que se monte una fábula.

En ese aspecto el teatro y su culto han avanzado por nuevos derroteros, han tocado puertos más lejanos de los que cabría esperar de la política. Desgraciadamente, bellas artes y cultura han sido siempre unas cenicientas sin príncipe ante política y juego diplomático. Y, siendo el teatro una suerte de ritual cultural, su influjo ha llegado a menos gentes de lo que sería deseable. El actor creyente de su misión (y con ello quiero decir que el actor son todos los que viven por y para el teatro) es, grosso modo, una persona que vive por y para la polis, mas raramente logra entrar en comunión con ella “in extenso”, debido a que no persigue imponerse a la manera en que lo hacen los políticos.

La paradoja la tendremos plantada ante nuestras narices si observamos a los “cultores” de la oscura y errática ciencia de la política, esos señores cuyos desmayos deberían ser ocupados por la polis real, por esa comunidad que vive entre breves alegrías y hondos padeceres. Tales señores -de quienes acaso infructuosamente todos esperamos que antepongan bien común a su beneficio personal- encarnan, en su gran mayoría, un enorme despropósito, tanto en terrenos del entendimiento como del sentimiento, en lo que corresponde a su particular noción de la política y lo que debería ser su verdadera actuación, es decir, su labor en pro de la polis. En su gran mayoría han adquirido un lamentable gusto por el ademán histriónico, la pantomima, la payasada: toda una red de simulacros que les ayuda a sacar provecho de quienes les dieron un voto de confianza para regir los destinos del colectivo. Y si tal despropósito ha echado raíces en esa su noción de la política, es gracias a una aberrada valoración del prójimo, a quien tan sólo pueden ver como simples espectadores de un circo en el que ellos ponen el gran pan o la gran torta. A la par, sufren de una aberrada valoración de sí mismos, lo que equivale a decir que adolecen de una aberrada valoración del humanismo.

Pero no comparto yo el que algunas personas pretendan colocar a “casi” todo mundo en idéntico saco (lo que para mí no es otra cosa que poner a todo mundo en saco roto), cuando se refieren a los “actores políticos” que hoy dirimen la conducción del poder político en Venezuela mientras, de paso, se le confiere un cariz de “diablo en masa” a la gente de a pie que reclama su derecho al libre albedrío o manifiesta abiertamente su desacuerdo con quienes hoy ejercen ese poder político de modo autoritario y ramplón. Presiento que tal masa no es tan etérea o amorfa como algunos predican. Acaso tampoco sea tan vasta, pues es una suma de individualidades. Y si no hubiere individualidades latiendo allí, entonces asumo mi error o mi infante credulidad en la existencia de las infinitas vertientes que confluyen en esa experiencia única, irrepetible de ser persona indivisible. Pero siempre preferiré pensar (y esperar) que no muy lejos hay una dama o un caballero, un niño o un anciano; una excelsa minoría para siempre inmensurable que bastará para definir nuestros pasos, pechos y gestos en la vida. Al fin y al cabo, es esa suma de individualidades la que, conjuntándose, hace la vida de la polis.

Suelen argüir, quienes se dan a comparaciones que no implican una ética toma de posiciones, que el actual gobierno y sus opositores son caimanes de un mismo pozo. Dicen, por ejemplo, que los canales mediáticos del gobierno actual son “menores” que los de quienes se le oponen y que, amén de disponer, el llamado “frente opositor”, de mayores medios de difusión, adolece a su vez de los mismos vicios y males que el gobierno, en mayor o menor grado. Yo diría que más que comparar la cantidad de los mensajes de uno y otro bando, lo que tenemos que hacer es atender a la calidad de los mismos y a develar su uniformidad cuando sea patente, lo cual ciertamente es muy común. ¡Pero, por favor! ¿Es que nadie ha escuchado las propuestas sinceras del señor Pompeyo Márquez, plenas de sentido común, clamando por la reconciliación del país, en los últimos meses? ¿Cómo podría alguien, con un mínimo grado de sentido común, decir que el señor Márquez es copia exacta de un vicepresidente (¡cómo rima con José Vicente!) que ha transgredido todos los linderos del cinismo y la desvergüenza? No señor. Ni calvo, ni con dos pelucas.

Y no podemos permitirnos el dejar de lado lo siguiente:
a) que no son “menores” ni subestimables los canales de fuerza del gobierno actual ante el poderío mediático de una parte, óigase bien, sólo una parte de sus opositores;

b) que tal gobierno pareciera reclamar el abismo a gritos, pues sus voceros se regodean en un palabrerío perdido, barnizado de civismo pseudo místico, una suerte de sectarismo-democrático (!?!), mientras no les tiembla el pulso para lanzar a la nación por un despeñadero, al conferirles “don de mando” a mediatizados micos, para que cuiden los pertrechos militares y dicten cátedras de moral y luces tan “ejemplarizantes” como un concierto de latigazos en la espalda. Mediatizar y soltar a sus micos fue fácil, difícil será el recogerlos;

c) que tal gobierno desmenuza ampulosamente la acomodaticia noción de “Estado”, cuando es la peor antítesis de estado deseable que los venezolanos hayamos padecido en los últimos setenta años;

d) que sus voceros pretenden establecer un poder temporal basándose en una relativa (por parcial) verdad unívoca y en ello resultan ser más perjudiciales que una pseudo-religiosa secta de engañabobos; ellos no suman, restan.

e) que tal gobierno está dispuesto a imponer su monotema y a consolidarse como Estado-Totalitario (o quizás a ellos les suene mejor, régimen plenipotenciario), a fuerza de machacar cuerpos y conciencias, como parecen sugerir los indicios de que todos disponemos (¿o prefieren los voceros del gobierno que tildemos a tan enmarañados indicios como de casualidades?).

Esos son hechos que nadie debería evadir.

Lo grave a mi entender es que, por el hecho de que los discursos de uno y otro bando “se parezcan”, no nos estemos dando cuenta de lo que verdaderamente subyace en las “obras” del gobierno de turno, como lo es la institución de un todopoderoso régimen autocrático, ante el que no existirá -de lograr su cometido- ningún tipo de posibilidades de desarrollarnos como personas, ni tampoco como un estado cuyas bases sean la equidad y el bien común. Se trata de un proyecto totalizador que no admite reparos y, por lo tanto, embrutecedor, pues tampoco admite la disensión de pensamiento; un proyecto que condena a quien ose decir que le parece oler algo podrido en el muy distante país de Dinamarca. Un proyecto loable en apariencia, siempre y cuando a usted o a mí, simples ciudadanos de la polis, no se nos ocurra expresar que hay otras cosas en la vida, distintas y de más alto vuelo que el lamer suelas de héroes de monigote, mientras se rezan mono-neuronales “autos de fe” y “credos pseudo-ideológicos” (o ideológicos, lo mismo da) con una ligereza análoga al discurso de quienes pretenden imponernos una marca de cigarrillos. Un proyecto bien delineado para quienes estén bien alineados o alienados, como lo quieran, con un proceso que se arroga, de la boca para afuera, todas las virtudes de un humanismo exacerbado, mientras se incauta los no tan nimios beneficios de corrupción que confiere el detentar un poder que inocentemente se cobija a la sombra de la fuerza o del chantaje, de la represión o de la humillación: distintas caras de la violencia. Un proyecto, en suma, conveniente para quienes aspiren a fungir como pontífices del país y de sus gentes hasta un hipotético 2021, fecha en la que obviamente tendrán que volver a sacrificarse (incluso, en contra de su quebrantado espíritu de sacrificio) y seguir rigiendo los destinos de unos corderos que necesitan de sus nobles cuidados.

Y no deberíamos dejar entre renglones lo siguiente: una Sociedad-Estado con normas relativamente abiertas puede resultar sumamente opresora del común ciudadano, pero siempre será más susceptible de ser depurable por sí misma que una Sociedad-Estado de normas cerradas y talante monopólico, como lo es una autocracia.

II.-

“…Almas, no ciudades…”
Catalina de Siena

Toda sociedad juega su juego y para ello establece unas normas que le confieren (como a todo juego) la seriedad y el respeto del caso; y quienes la integramos tenemos la posibilidad de atenernos a tales normas y ¿por qué no? tenemos, también, el recurso de la anarquía o de la evasión, de la contracorriente o del descreimiento; temas que no pretendo abordar en este artículo, aunque suelen seducirme más, habida cuenta de la inobservancia de los principios básicos para una buena convivencia que practican quienes optaron por dedicarse a la política. Pero para no perder centro y volver al punto: la convivencia implica de hecho un pacto cuya mayor debilidad reside en que rara vez logra instituirse en norma y práctica de vida común, puesto que no enraíza en los predios de la sensibilidad humana, si es que algo de ella alienta todavía en los pechos de mujeres y hombres.

Obviamente, me parece absolutamente infructuoso que pensemos que un movimiento de oposición (palabra oprobiosa sólo de tanto escucharla) vaya a tener un discurso de más alto vuelo que el de un gobierno como el anteriormente descrito, si no hay un verdadero sustrato de hermandad en los pechos de quienes se debaten por el control de una república cuasi ficticia, de la que algunos creen recordar todavía que se llama Venezuela. ¿Pero qué podríamos esperar de una República plagada de desalmados? Sin embargo, hay voces como las del señor Pompeyo Márquez, a quien no tengo la honra de conocer, que apuntan hacia un país distinto, en el que como él recientemente dijera “cabemos todos”. Y tengo que decir que no siento la misma sinceridad en las palabras del vicepresidente, cuando escucho sus desgarrados llamados a “la cordura” hacia esos corderitos-espectadores que, según su tesis, unos cínicos quieren llevar al matadero. Y cito sólo a dos de los mal o bien llamados, vaya usted a saber, “actores” de la política en Venezuela. Un anecdotario de ese corte no tendría fin. Mas no quiero dejar de acotar que, a mi juicio, los llamados a la buena convivencia a que nos invita Pompeyo Márquez, están plenos de sentido humanitario. Y en este momento, esbozo al señor Márquez más como la encarnación de un humanista que como la de un simple “actor político”. Al menos, se me figura como la imagen del buen político que tanto echamos de menos en nuestros días.

A mí la verdad poco me importa cuál de los dos bandos del momento resultaría premiado con los ulteriores “beneficios” de una victoria política sobre su antagonista. Prefiero pensar que existe una alternativa distinta y provechosa para todos los venezolanos, que sume y no que reste. Me preocupa, eso sí, que no estemos los venezolanos buscando nuestro propio camino como nación. Me preocupa que, gracias a la común estupidez o desidia de los simples mortales, espectadores de la polis entre quienes me incluyo, unos pocos -como una y otra vez ha sucedido a lo largo de la historia de todas las civilizaciones- se arroguen el trono temporal que dictamine la propiedad de uno de los pocos bienes que tenemos, si no el único: el soledoso derrotero de nuestra libertad, nuestra posibilidad única e indivisible de ser persona y nuestra opción de refocilarnos o no con nuestra interioridad o con el mundo exterior. Me preocupa que todavía se piense que quien está con uno, está al lado del Tío Sam y que quien está con el otro, está al lado de un San Nicolás Marxista. Eso es tan absurdo como que una turba se mate porque unos y otros siguen a distintos equipos de fútbol. Me niego a semejante reduccionismo. Tal no puede ser nunca jamás el norte de nuestra brújula. Nosotros tenemos que buscar en nuestras raíces, sí, pero sin evadir la posible, repito, al menos posible, colaboración entre los pueblos.

Tenemos que lidiar –y saber lidiar bien– con la brutalidad implícita en nuestra humana naturaleza, cuando en ella se corrompen los principios básicos de toda convivencia humana. Principios que, sin pestañeos ni sonrojos, han violado una y otra vez, quienes hoy se adornan con palabras de vacuo altruismo, cuando y sólo cuando están sobre el podio. De lo que se trata es de predicar y de construir, desde cada uno de nosotros, una verdadera revolución de la ética, desinteresada, franca, persistente, contagiosa. Sin ello es muy poco lo que podremos avanzar.

Quiero finalizar rescatando para este artículo unas impublicadas palabras que escribí en Enero de 2002:
“…tengamos presente que mientras más lunático es el estado del paciente, más impredecibles serán sus reacciones. Y que si hoy tenemos a un títere mesiánico azuzando al país con peroratas de vikingo, es porque nosotros lo pusimos allí; porque, una vez más, olvidamos los errores de nuestro brevísimo pasado; porque, en gran medida, nosotros también hemos estado enfermos de locura como nación, porque siempre hemos antepuesto bolsillo, estómago, hígado o rapacidad a causa común, a bienestar del colectivo. Y eso es lo más importante a destacar en este momento: si aquella franja de nuestro ser que sabe conjugarse y congraciarse con la idea de grupo, buscando aquello que los humanistas bautizaron como “bien común”, está pasando -en este breve rizo de nuestra historia- por un rapto de singular claridad en lo que atañe a fin y premisa de lo que nos es caro y deseable para nuestro pueblo, incluso en un sentido tribal, entonces persistamos en mantener nuestros sentidos en continuo estado de alerta; no permitamos que se diluya en nuestras manos la experiencia de este malestar. Acusemos el golpe y tratemos de sacar algo bueno y creador de ello. Es una oportunidad de oro la que se nos brinda: la de que, por una vez, terminemos de empezar algo. Si somos honestos, ése es uno de los emblemas que identifican nuestra idiosincrasia: poco no es lo que dejamos a medias. Terminemos de empezar a construir con jovialidad y verdadero espíritu de sacrificio esa casa grande y respirable que todos, como nación, nos merecemos; esa casa grande del espíritu que reside en todo ser humano y que tantos patanes y politiqueros han dejado como la más paupérrima barraca de una estrecha realidad…”

Caracas, 30 de Abril de 2004
Luis A. Contreras

Publicado en el desaparecido portal http://www.elmeollo.net/

miércoles, 21 de junio de 2017

"Poesía, Sociedad, Estado", de Octavio Paz / Beethoven Symphony No 9 Otto Klemperer, Conductor





Ningún prejuicio más pernicioso y bárbaro que el de atribuir al Estado poderes en la esfera de la creación artística. El poder político es estéril, porque su esencia consiste en la dominación de los hombres, cualquiera que sea la ideología que lo enmascare. Aunque nunca ha habido absoluta libertad de expresión –la libertad siempre se define frente a ciertos obstáculos y dentro de ciertos límites: somos libres frente a esto o aquello–, no sería difícil mostrar que allí donde el poder invade todas las actividades humanas, el arte languidece o se transforma en una actividad servil y maquinal. Un estilo artístico es algo vivo, una continua invención dentro de cierta dirección. Nunca impuesta desde fuera, nacida de las tendencias profundas de la sociedad, esa dirección es hasta cierto punto imprevisible, como lo es el crecimiento de las ramas del árbol. En cambio, el estilo oficial es la negación de la espontaneidad creadora: los grandes imperios tienden a uniformar el rostro cambiante del hombre y a convertirlo en una máscara indefinidamente repetida. El poder inmoviliza, fija en un solo gesto –grandioso, terrible o teatral y, al fin, simplemente monótono– la variedad de la vida. “El Estado soy yo” es una fórmula que significa la enajenación de los rostros humanos, suplantados por los rasgos pétreos de un yo abstracto que se conviene, hasta el fin de los tiempos, en el modelo de toda una sociedad. El estilo que a la manera de la melodía avanza y teje nuevas combinaciones, utilizando unos mismos elementos, se degrada en mera repetición.

Nada más urgente que desvanecer la confusión que se ha establecido entre el llamado “arte comunal” o “colectivo” y el arte oficial. Uno es el arte que se inspira en las creencias e ideales de una sociedad; otro, el arte sometido a las reglas de un poder tiránico. Diversas ideas y tendencias espirituales –el culto de la polis, el cristianismo, el budismo, el Islam, etc– han encarnado en Estados e Imperios poderosos. Pero sería un error ver el arte gótico o románico como creaciones del Papado o la escultura de Mathura como la expresión del imperio fundado por Kanishka. El poder político puede canalizar, utilizar y –en ciertos casos– impulsar una corriente artística. Jamás puede crearla. Y más: en general su influencia resulta, a la larga, esterilizadora.

El arte se nutre siempre del lenguaje social. Ese lenguaje es, asimismo y sobre todo, una visión del mundo.

Como las artes, los Estados viven de ese lenguaje y hunden sus raíces en esa visión del mundo. El Papado no creó el cristianismo, sino a la inversa; el Estado liberal es hijo de la burguesía, no ésta de aquél. Los ejemplos pueden multiplicarse. Y cuando un conquistador impone su visión del mundo a un pueblo –por ejemplo: el Islam en España– el Estado extranjero y toda su cultura permanecen como superposiciones ajenas hasta que el pueblo no hace suya de verdad esa concepción religiosa o política. Y sólo entonces, es decir: hasta que la nueva visión del mundo no se convierte en creencia compartida y en lenguaje común, no surge un arte o una poesía en las que la sociedad se reconoce. Así, el Estado puede imponer una visión del mundo, impedir que broten otras y exterminar a las que le hacen sombra, pero carece de fecundidad para crear una. Y otro tanto ocurre con el arte: el Estado no lo crea, difícilmente puede impulsarlo sin corromperlo y, con más frecuencia, apenas trata de utilizarlo lo deforma, lo ahoga o lo convierte en una máscara.

El arte egipcio, el azteca, el barroco español, el del “gran siglo” francés –para citar los ejemplos más conocidos– parecen desmentir estas ideas. Todos ellos coinciden con el mediodía del poder absoluto. Así, no es extraño que muchos vean en su luz un reflejo del esplendor del Estado. Un somero examen de algunos de estos casos contribuirá a deshacer el equívoco.

Como todas las artes de las llamadas “civilizaciones ritualistas”, el azteca es un arte religioso. La sociedad azteca está sumergida en la atmósfera, alternativamente sombría y luminosa, de lo sagrado. Todos los actos están impregnados de religión. El Estado mismo es expresión suya. Moctezuma es algo más que un jefe: es un sacerdote. La guerra es un rito: la representación del mito solar en el que Huitzilopochtli, el Sol invicto, armado de su xiuhcóatl, derrota a Coyolxauhqui y su escuadrón de estrellas, los Centzonhiznahua. Las otras actividades humanas poseen el mismo carácter: política y arte, comercio y artesanía, relaciones exteriores y familiares surgen de la matriz de lo sagrado. La vida pública y la privada son caras de una misma corriente vital, no mundos separados. Morir o nacer, ir a la guerra o a una fiesta, son hechos religiosos. Por tanto, es un grave error calificar el arte azteca de arte estatal o político. El Estado y la Política no habían logrado su autonomía; el poder estaba aún teñido de religión y magia. En verdad, el arte azteca no expresa las tendencias del Estado sino las de la religión. Se dirá que se trata de un juego de palabras, ya que el carácter religioso del Estado no limita sino robustece su poder. La observación no es justa: no es lo mismo una religión que encarna en un Estado, como ocurre entre los aztecas, que un Estado que se sirve de la religión, según acontece con los romanos. La diferencia es de tal modo importante que sin ella no podría comprenderse la política azteca frente a Cortés. Y hay más: el arte azteca es, literalmente, religión. La escultura, el poema o la pintura no son “obras de arte”; tampoco son representaciones, sino encarnaciones, vivas manifestaciones de lo sagrado. Y del mismo modo: el carácter absoluto, total y totalitario del Estado mexica no es de orden político sino de índole religiosa. El Estado es religión: jefes, guerreros y simples mecehuales son categorías religiosas. Las formas en que se expresa el arte azteca, tanto como las expresiones de la política, constituyen un lenguaje sagrado compartido por toda la sociedad[1].

El contraste entre romanos y aztecas muestra las diferencias entre arte sagrado y arte oficial. El arte del Imperio aspira a lo sagrado. Más si es natural el tránsito de lo sagrado a lo profano, de lo mítico a lo político –según se ve en la antigua Grecia o al final de la Edad Media–, no lo es el salto inverso. En realidad, no estamos ante un Estado religioso sino ante una religión de Estado. Augusto o Nerón, Marco Aurelio o Calígula, “delicias del género humano” o “monstruos coronados”, son seres temidos o amados pero no son dioses. Y tampoco son divinas las imágenes con que pretenden eternizarse. El arte imperial es un arte oficial.

Aunque Virgilio tiene puestos los ojos en Homero y en la Antigüedad griega, sabe que la unidad original se ha roto para siempre. Al universo de federaciones, alianzas y rivalidades de la polis clásica, sucede el desierto urbano de la Metrópoli; a la religión comunal, la religión de Estado; a la antigua piedad, que comulga en los altares públicos, como en la época de Sófocles, la actitud interior de los filósofos; el rito público se vuelve función oficial y la verdadera actitud religiosa se expresa como contemplación solitaria; las sectas filosóficas y místicas se multiplican. El esplendor de la época de Augusto –y, posteriormente, el de los Antoninos– que debe hacernos olvidar que se trata de breves períodos de respiro y tregua. Pero ni la benevolencia ilustrada de unos hombres, ni la voluntad de otros –así se llamen Augusto o Trajano– pueden resucitar a los muertos. Arte oficial, en sus mejores y más altos momentos el romano es un arte de corte, dirigido a una minoría selecta. La actitud de los poetas de ese tiempo puede ejemplificarse con estos versos de Horacio:

Odi profanum vulgus et arceo. Favete Hnguis: carmina non prius audita Musarum sacerdos Virginibus puensque canto...

En cuanto a la literatura española de los siglos XVI y XVII y su relación con la monarquía de los Austrias: casi todas las formas artísticas de ese período nacen en ese momento en que España se abre a la cultura renacentista, sufre la influencia de Erasmo y participa en las tendencias que preparan la época moderna (La Celestina, Nebrija, Garcilaso, Vives, los hermanos Valdés, etc.). Incluso los artistas que pertenecen a lo que Valbuena Prat llama “reacción mística” y “período nacional”, cuya nota común es la oposición al europeísmo y “modernismo” de la época del Emperador, no hacen sino desarrollar las tendencias y formas que unos años antes España se apropia. San Juan imita a Garcilaso (posiblemente a través del “Garcilaso a lo divino” de Sebastián de Córdoba); fray Luis de León cultiva exclusivamente las formas poéticas renacentistas y en su pensamiento se alían Platón y el cristianismo; Cervantes –figura entre dos épocas y ejemplo de escritor laico en una sociedad de frailes y teólogos– “recoge los fermentos erasmistas del siglo XVI”[2], aparte de sufrir la influencia directa de la cultura y libre vida de Italia. El Estado y la Iglesia canalizan, limitan, podan y se sirven de esas tendencias, pero no las crean. Y si se vuelven los ojos a la creación más puramente nacional de España –el teatro– lo que asombra es, precisamente, su libertad y desenvoltura dentro de las convenciones de la época. En suma, la monarquía austríaca no creó el arte español y, en cambio, sí separó a España de la modernidad naciente.

El ejemplo francés tampoco arroja pruebas convincentes acerca de la pretendida relación de causa a efecto entre la centralización del poder político y la grandeza artística. Como en el caso de España, el “clasicismo” de la época de Luis XIV fue preparado por la extraordinaria inquietud filosófica, política y vital del siglo XVI. La libertad intelectual de Rabelais y Montaigne, el individualismo de las más altas figuras de la lírica –desde Marot y Scéve hasta Jean de Sponde, Desportes y Chassignet, pasando por Ronsard y d'Aubigné–, el erotismo de Louise Labe y de los Blasonneurs du corps féminin son testimonio de espontaneidad, desenvoltura y libre creación. Lo mismo hay que decir de las otras artes y de la vida misma de ese siglo individualista y anárquico. Nada más lejos de un estilo oficial, impuesto por un Estado, que el arte de los Valois, que es invención, sensualidad, capricho, movimiento, apasionada y lúcida curiosidad. Esta corriente penetra el siglo XVII. Pero todo cambia apenas la Monarquía se consolida. A partir de la fundación de la Academia, los poetas no se enfrentan solamente a la vigilancia de la Iglesia, sino también a la de un Estado vuelto gramático. El proceso de esterilización culmina, años después, con la revocación del Edicto de Nantes y el triunfo del partido jesuita. Solamente desde esta perspectiva adquieren verdadera significación la querella del Cid y las dificultades de Corneille, los sinsabores y amarguras de Moliere, la soledad de La Fontaine y, en fin, el silencio de Racine –un silencio que merece algo más que una simple explicación psicológica y que me parece constituir un símbolo de la situación espiritual de Francia en el “gran siglo”.

Estos ejemplos muestran que las artes más bien deben temer que agradecer una protección que termina por suprimirlas con el pretexto de guiarlas. El “clasicismo” del Rey Sol esterilizó a Francia. Y no es exagerado sostener que el romanticismo, el realismo y el simbolismo del siglo XIX son una profunda negación del espíritu del “gran siglo” y una tentativa por reanudar la libre tradición del XVI.

La antigua Grecia revela que el arte comunal es espontáneo y libre. Es imposible comparar la polis ateniense con el Estado cesáreo, el Papado, la Monarquía absoluta o los modernos Estados totalitarios. La autoridad suprema de Atenas es la Asamblea de ciudadanos, no un remoto grupo de burócratas apoyados en el ejército y la policía. La violencia con que la tragedia y la comedia antigua tratan los asuntos de la polis contribuye a explicar la actitud de Platón, que deseaba “la intervención del Estado en la libertad de la creación poética”. 



Basta leer a los trágicos –especialmente a Eurípides– o Aristófanes para darse cuenta de la incomparable libertad y desenfado de estos artistas. Esa libertad de expresión se fundaba en la libertad política. Y aun puede decirse que la raíz de la concepción del mundo de los griegos era la soberanía y libertad de la polis.

“Acaso en el mismo año en que Aristófanes presenta sus Nafas –dice Burckhardt en su Historia de la cultura griega–, aparece la memoria política más vieja del mundo: Acerca del Estado de los atenienses.” Reflexión política y creación artística viven en el mismo clima. Los pintores y escultores gozaron de parecida libertad, dentro de las limitaciones de sus oficios y de las condiciones en que se les empleaba. Los políticos de aquella época, al contrario de lo que ocurre en nuestros días, tuvieron el buen sentido de abstenerse de legislar sobre los estilos artísticos.

El arte griego participó en los debates de la ciudad porque la constitución misma de la polis exigía la libre opinión de los ciudadanos sobre los asuntos públicos. Un arte “político” sólo puede nacer allí donde existe la posibilidad de expresar opiniones políticas, es decir, allí donde reina la libertad de hablar y pensar. En este sentido el arte ateniense fue “político”, pero no en la baja acepción contemporánea de la palabra. Léanse Los persas para saber lo que es tratar el adversario con ojos limpios de las deformaciones de la propaganda. Y la ferocidad de Aristófanes se ejerció siempre contra sus conciudadanos; los extremos a que recurre para ridiculizar a sus enemigos forman parte del carácter de la comedia antigua. Esta beligerancia política del arte nacía de la libertad. Y a nadie se le ocurrió perseguir a Safo porque cantase el amor en lugar de las luchas de la ciudad. Hubo que esperar hasta el sectario y mezquino siglo XX para conocer semejante vergüenza.

El arte gótico no fue obra de Papas o Emperadores, sino de las ciudades y las órdenes religiosas. Lo mismo puede decirse de la institución intelectual típica de la Edad Media: la Universidad. Como ella, la catedral es creación de las comunas urbanas. Se ha dicho muchas veces que esos templos expresan en su verticalidad la aspiración cristiana hacia el más allá. Hay que añadir que si la dirección del edificio tenso y como lanzado al cielo, encarna el sentido de la sociedad medieval, su estructura revela la composición de esa misma sociedad.

En efecto, todo está lanzado hacia arriba, hacia el cielo; pero, al mismo tiempo, cada parte del edificio posee vida propia, individualidad y carácter, sin que esa pluralidad rompa la unidad del conjunto. La disposición de la catedral parece una viva materialización de aquella sociedad en la que, frente al poder monárquico y feudal, las comunidades y corporaciones forman un complicado sistema solar de federaciones, ligas, pactos y contratos. La libre espontaneidad de las comunas, no la autoridad de Papas y Emperadores, otorga al arte gótico su doble movimiento: por una parte lanzado hacia arriba como una flecha: por la otra, extendido horizontalmente, albergando y cubriendo, sin oprimirlas, todas las especies, géneros e individuos de la creación. En realidad, el gran arte del Papado corresponde al período barroco y su representante típico es Bernini.

Las relaciones entre el Estado y la creación artística dependen, en cada caso, de la naturaleza de la sociedad a que ambos pertenecen. Mas en términos generales –hasta donde es posible extraer conclusiones en una esfera tan amplia y contradictoria– el examen histórico corrobora que no solamente el Estado jamás ha sido creador de un arte de veras valioso sino que cada vez que intenta convertirlo en instrumento de sus fines acaba por desnaturalizarlo y degradarlo. Así, el “arte para pocos” casi siempre es la libre respuesta de un grupo de artistas que, abierta o solapadamente, se oponen a un arte oficial o a la descomposición del lenguaje social. Góngora en España, Séneca y Lucano en Roma, Mallarmé ante los filisteos del Segundo Imperio y la Tercera República, son ejemplos de artistas que, al afirmar su soledad y rehusarse al auditorio de su época, logran una comunicación que es la más alta a que puede aspirar un creador: la de la posteridad. Gracias a ellos el lenguaje, en lugar de dispersarse en jerga o petrificarse en fórmula, se concentra y adquiere conciencia de sí mismo y de sus poderes de liberación.

Su hermetismo –jamás del todo impenetrable, sino siempre abierto al que quiera arriesgarse tras la muralla ondulante y erizada de las palabras– es parecido al de la semilla. Encerrada, duerme la vida futura. Siglos después de muertos, la oscuridad de estos poetas se vuelve luz. Y su influencia es de tal modo profunda que puede llamárseles, más que poetas de poemas, poetas o creadores de poetas. En sus armas figuran siempre el fénix, la granada y la espiga eleusina.

Octavio Paz. El arco y la lira, Apéndice I, "Poesía, Sociedad, Estado". Fondo de Cultura Económica, 1956.

[1] No es ésta la ocasión para examinar más de cerca la naturaleza de la sociedad azteca y desentrañar la verdadera significación de su arte. Baste apuntar que al dualismo de la religión (cultos agrarios de las antiguas poblaciones del Valle y dioses guerreros propiamente aztecas) corresponde también una organización dual de la sociedad. Sabemos, por otra parte, que casi siempre los aztecas emplearon a extranjeros vasallos como artífices y constructores. Todo esto hace sospechar que nos encontramos ante un arte y una religión que recubren, por medio de la acumulación y la superposición de elementos propios y ajenos, una escisión interior. Nada parecido nos ofrecen el arte maya de la gran época, el «olmeca» o el de Teoáhuacán, en donde la unidad de las formas es Ubre y espontánea, no conceptual y externa, como en la Coatlicue, La línea viva y natural de los relieves de Palenque —o la severa geometría de Teotihuacán— nos hacen vislumbrar una conciencia religiosa no desgarrada, una visión del mundo que ha crecido naturalmente y no por acumulación, superposición y reacomodo de elementos dispersos. O sea: el arte azteca tiende a un sincretismo, no del todo realizado, de contrarias concepciones del mundo, en tanto que el de las culturas más antiguas no es sino el desarrollo natural de una visión única y propia. Y éste es otro de los rasgos bárbaros de la sociedad azteca, frente a las antiguas civilizaciones mesoamericanas.

[2] Ángel Valbuena Prat, Historia de la literatura española, 1946.




Beethoven Symphony No 9 Otto Klemperer, Conductor



lunes, 19 de junio de 2017

El desvelo y la palabra. Nota del primero de junio. Paz, Nietzsche, poesía, individuo, estado…/ Tom Waits - No Visitors After Midnight




Anoche poco pude dormir, me fui a la biblioteca y tomé dos libros al azar que también leí al azar. Y mayor coincidencia en el asunto no podía haber, un tópico. El primero que tomé fue mi añejo "El arco y la lira", de Octavio Paz. Quise leer a la ventura y venir de atrás hacia adelante, pero me quedé en los apéndices, sobre todo en el que versa sobre Poesía, Sociedad y Estado. Luego abrí a la fortuna el maravilloso libro de Nietzsche "Fragmentos póstumos sobre política" y no podía ser más ajustado a lo que expresa Paz en su apéndice, una demoledora nota sobre Hegel y su totalitaria noción de estado, anotación que me voy a tomar el trabajo de transcribir, pues al igual que algunos poetas y librepensadores, siempre he considerado que el grandilocuente "Estado" no hace más que poner la torta. Y quien paga los platos rotos es el ciudadano común...
lacl - Nota de 1ro de junio, 2017

Hoy agrego la anotación de Nietzsche y algunos fragmentos del apéndice de Paz, aunque no sin dejar de acotar, por cierto, que Bertrand Russell expresó una opinión similar a la de Nietzsche a la hora de tabular la dialéctica hegeliana que se caracterizó por justificar el sacrificio de la parte en beneficio del todo, esto es, la del individuo por la masa. 
lacl - 19 de junio, 2017

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Octavio Paz:

"...Las relaciones entre el Estado y la creación artística dependen, en cada caso, de la naturaleza de la sociedad a que ambos pertenecen. Mas en términos generales –hasta donde es posible extraer conclusiones en una esfera tan amplia y contradictoria– el examen histórico corrobora que no solamente el Estado jamás ha sido creador de un arte de veras valioso sino que cada vez que intenta convertirlo en instrumento de sus fines acaba por desnaturalizarlo y degradarlo. Así, el “arte para pocos” casi siempre es la libre respuesta de un grupo de artistas que, abierta o solapadamente, se oponen a un arte oficial o a la descomposición del lenguaje social. Góngora en España, Séneca y Lucano en Roma, Mallarmé ante los filisteos del Segundo Imperio y la Tercera República, son ejemplos de artistas que, al afirmar su soledad y rehusarse al auditorio de su época, logran una comunicación que es la más alta a que puede aspirar un creador: la de la posteridad. Gracias a ellos el lenguaje, en lugar de dispersarse en jerga o petrificarse en fórmula, se concentra y adquiere conciencia de sí mismo y de sus poderes de liberación..."

O. Paz. El arco y la lira. Fondo de Cultura Económica, México, 1956.
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Friedrich Nietzsche:

Acerca de la mitología de lo histórico, Hegel: “Lo que sucede a  un pueblo, lo que ocurre en el interior del mismo, tiene su significado esencial en la relación con el Estado: las puras particularidades de los individuos son lo más alejado de aquel tema que pertenece a la historia” *. Pero el Estado sólo es un medio para la conservación de muchos individuos: ¡cómo puede ser un fin!  La esperanza está en el hecho de que en la conservación de muchos fracasados también sean protegidos aquellos pocos en los que culmina la humanidad. De lo contrario no tiene ningún sentido mantener a tantos hombres miserables. La historia de los Estados es la historia del egoísmo de las masas y del ciego deseo de querer existir: solo por los genios se justifica hasta cierto punto esta aspiración, en tanto que puedan vivir con ella. Egoísmos particulares y colectivos están en lucha unos contra otros –un torbellino atómico de egoísmos-; quién querrá  buscar aquí una finalidad!
Gracias al genio, sin embargo, algo resulta de este torbellino de átomos, y ahora se piensa benévolamente sobre la falta de sentido de este trajín: como si un cazador ciego disparara a su alrededor cientos de veces y, finalmente, por azar, cazara un pájaro. “Sin embargo, al final, ahí tienes el resultado”, se dice él, y dispara de nuevo.


Friedrich Nietzsche, Fragmento póstumos sobre política, Editorial Trotta, Madrid, 2004



Tom Waits - No Visitors After Midnight


miércoles, 14 de junio de 2017

D. H Lawrence / Apocalipsis - Friedrich Gulda Bach Air in D Major


Con Aldous Huxley.

Cuán lacerantes verdades se atesoran en el pensamiento que Lawrence nos desplegara en sus ensayos. El verdadero Apocalipsis (o Revelación), contundente golpe de anagnórisis, nos toma de improviso al entregarnos a la lectura de ese ensayo de homónimo título. Verdades que llegan a doler, en su desnudez, en la exposición de una vida humana que se ha instituido como un vivir contra natura, en la que la palabra revelación se nos ha inculcado como merecido cataclismo de lo humano, cuando revelación se nos antoja como una de las más altas experiencias arrimadas a lo santo. Extraigo un par de párrafos de este insustituible libro. Un iluminado discurso (en el mejor sentido de la palabra) que se aviene a almas que han caminado toda su vida a contracorriente. No es necesario abundar en palabras acerca de un libro sobre el que no hay otra alternativa que recomendar su lectura. Es el caso del discurso que desmonta tesis o patrones de conducta que se han instituido, por siglos, con la misma endeblez de las frases hechas. Un discurso allegado al bien amado “common sense” de Bertrand Russell. Por supuesto, no deja de ser una enorme paradoja o punzante contrasentido que, al día de hoy, el sentido común, sea una cosa tan poco común… 

lacl


(Capítulo II)

“…En la época de Jesús, los hombres dotados de fortaleza interior, habían perdido su deseo de dirigir el mundo.  Deseaban retirar su fuerza del gobierno mundano y del poder temporal, y de aplicarla a otra forma de vida.  Entonces los débiles empezaron a animarse, a sentirse exageradamente engreídos, y empezaron a expresar su odio feroz a los que eran fuertes con toda evidencia, los hombres que ostentaban el poder mundano.
Fue así como la religión, y en especial la religión cristiana, se hizo dual. La religión de los fuertes enseñaba renunciamiento y amor, mientras que la religión de los débiles enseñaba: “Abajo con los fuertes y los poderosos, y dejemos que glorifiquen a los pobres”. Puesto que en el mundo siempre hay más personas débiles que fuertes, la segunda clase de cristianismo ha triunfado y seguirá triunfando. Si a los pobres no se les dirige, dirigirán ellos. No puede haber la menor duda de ello, y el principio por el que se rigen los débiles es: ¡Abajo los fuertes!
Ese grito tiene su gran autoridad bíblica en el Apocalipsis. Los débiles y los pseudo humildes van a eliminar todo el poder mundano, la gloria y las riquezas de la faz de la tierra, y entonces ellos, los realmente débiles, reinarán. Será un milenio de santos pseudo humildes, algo horroroso de contemplar. Pero eso es lo que defiende hoy la religión: abajo con toda la vida fuerte y libre, que triunfen los débiles, que reinen los pseudo humildes. La religión de la vanagloria de los débiles, el reino de los pseudo humildes: éste es el espíritu de la sociedad de hoy, religioso y político…”   


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(Capítulo III)

“…Cuando leemos crítica y seriamente, nos damos cuenta de que el Apocalipsis revela una doctrina cristiana muy importante que no contiene nada del Cristo verdadero, nada de los Evangelios reales ni del aliento creativo del cristianismo, y que, no obstante es quizás la doctrina más eficaz de la Biblia, puesto que ha ejercido un efecto más intenso sobre las gentes de segundo orden, a lo largo de la era cristiana que cualquier otro libro de la Biblia. Tal como nos ha llegado el Apocalipsis de Juan (*) es obra de una mente de segundo orden y atrae intensamente a las mentes de segundo orden en todos los tiempos y países. No deja de ser extraño que, a pesar de su carácter ininteligible, haya sido sin duda la mayor fuente de inspiración para la gran masa cristiana –la gran masa es siempre de segundo orden– desde el Siglo I. Y nos damos cuenta horrorizados, de que ésa es la mentalidad que sigue hoy vigente: no la de Jesús o la de Pablo, sino la de Juan de Patmos…”

(*) Se refiere a Juan de Patmos


D. H Lawrence, Apocalipsis, Montesinos Editor, Barcelona, España, 1990. 




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Friedrich Gulda  Bach Air in D Major (sulla quarta corda!) 

https://www.youtube.com/watch?v=OcUjgjhSpa8

viernes, 9 de junio de 2017

EL MANDARÍN - José Antonio Ramos Sucre, Las formas del fuego (1929)




EL MANDARÍN - Las formas del fuego (1929)
José Antonio Ramos Sucre

Yo había perdido la gracia del emperador de China.

No podía dirigirme a los ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi degradación.

Un rival me acusó de haberme sustraído a la visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi audiencia.

Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados, y los despidieron a palos.

Yo me prosterné a los pies del emperador cuando bajaba a su jardín por la escalera de granito. Recuperé el favor comparando su rostro al de la luna.

Me confió el develamiento y el gobierno de un distrito lejano, en donde habían sobrevenido desórdenes. Aproveché la ocasión de probar mi fidelidad.

La miseria había soliviantado los nativos. Agonizaban de hambre en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar el suelo sin provocar la salida y la difusión de miasmas pestilenciales. Aquellos seres lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban escrupulosamente para comprarse un ataúd.

Yo restablecí la paz descabezando a los hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Mis soldados cortaron después las manos de las mujeres.

El emperador me honró con su visita, me subió algunos grados en su privanza y me prometió la perdición de mis émulos.

Sonrió dichosamente al mirar los brazos de las mujeres convertidos en bastones.

Las hijas de mis rivales salieron a mendigar por los caminos.

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