Si a un servidor se le preguntase sobre cuál o cuáles libros pensaría como indispensables para la buena formación de un espíritu, yo no dudaría en recomendar, antes que cualquier creatura de la modernidad, a unos cuantos clásicos, por lo general no muy extensos en cuanto a la cantidad de palabras contenidas en sus páginas, aunque indudablemente generosas en cuanto a la intensidad de sus glosas. "El Lazarillo de Tormes", por ejemplo, sería uno de ellos, obra maestra de la picartesca. Otra brevedad muy sustantiva podría ser el "Licenciado Vidriera", de Miguel de Cervantes. Antecedentes suyos podemos encontrar en la magnífica obra, aunque un poco más extensa, de Apuleyo "El asno de Oro", donde hay una bellísima novela dentro de la novela, con esa fábula tan elegante y sentidamente narrada sobre el encuentro amoroso de Eros y Psique. Se me ocurre agregar el "Anfitrión" de Plauto. a todas ellas podríamos agregar otra maravilla de las letras, como lo es este "Elogio de la estulticia", mejor conocido como "Elogio de Locura", del inefable Erasmo de Rotterdam. Un hilo común hermana a todas estas obras, como lo es la divina guasa con que presentan la obra humana. No dejan piedra sobre piedra al brindarnos las semblanzas de lo visto y y lo anotado.
Hoy queremos dejar algunos significativos pasajes de este Elogio...
Salud!
lacl
Elogio de la estulticia o Elogio de la locura.
Erasmo de Rotterdam.
CAPITULO III
Pues bien: yo no considero sabios a los que creen que alabarse a sí mismos es la mayor de las necedades y de las insolencias. Sea necio, si así lo prefieren con tal que se reconozca que esta necedad está muy puesta en su lugar. ¿Hay, en efecto, cosa más natural que el que la necedad entone sus propias alabanzas y se dé bombo a sí misma? ¿Quién puede darme a conocer mejor que yo? A no ser que por casualidad se encuentre entre vosotros alguno que me conozca mejor que yo. De esta manera me parece que doy pruebas de ser más modesta que esos hombres a los que el vulgo llama grandes y sabios, y que, depuesto todo pudor, suelen sobornar a un retórico adulón o a un poeta parlanchín y le ponen a sueldo para oírle recitar sus alabanzas, que no son más que purísimas mentiras, lo cual no impide que el elogiado, afectando humildad, haga la rueda y yerga la cresta a la manera de un pavo, mientras el impúdico adulador coloca a aquella nulidad al nivel de los dioses y la presenta como un perfecto modelo de todas las virtudes, sin reparar en que dista más de ellas que la luna de la tierra, ni en que su empresa sea algo así como adornar una corneja con plumas ajenas o blanquear a un etíope, o convertir a una mosca en elefante. En fin, yo me atengo a aquel proverbio que dice: “Con razón se alaba a sí mismo quien no encuentra nadie que le alabe.”
Por lo cual, declaro con toda franqueza que no sé si admirar más la ingratitud
o la indolencia de los hombres para conmigo, pues, aunque todos me festejen
asiduamente y todos reciban con placer mis beneficios, jamás ha habido uno solo
a quien se le haya ocurrido cantar en un agradable discurso las alabanzas de la
Necedad, mientras que no han faltado quienes hayan ensalzado, a costa de su
aceite y de su sueño, con elogios bien compuestos, a los busiris(1), a los falaris(2), a las cuartanas, a
las moscas, a la calvicie y a otras calamidades por el estilo. Vais, pues, a
oír de mis labios un discurso, el cual, por ser precisamente improvisado y poco
trabajado, será más verdadero.
Capítulo IV
No querría que
creyeseis que lo he compuesto para exhibición del ingenio a la manera que lo
hace la cáfila de los oradores. Pues éstos, según ya sabéis, cuando pronuncian
un discurso que les ha costado treinta años elaborar, y que más de una vez es
incluso ajeno, juran que lo han escrito, y aun que lo han dictado, en tres
días, como por juego.
A mí siempre me ha sido
sobremanera grato decir lo que me venga a la boca. Que nadie espere de mí,
pues, que comience con una definición de mí misma, según es costumbre de los
retóricos vulgares, y mucho menos que formule divisiones, pues constituiría tan
mal presagio el poner límites a mi poder, que tan vasto se manifiesta, como
separar las partes de aquello en que confluye el culto de todo linaje de
gentes. Y, en fin, ¿a qué conduciría el convertirme con una definición en
imagen o fantasma, cuando me tenéis presente ante vosotros mirándome con los
ojos? Según veis yo soy verdaderamente aquella dispensadora de bienes llamada
por los latinos «Stultitia», y por los griegos, «Moria».
Sin embargo, ¿qué
necesidad había de decíroslo? ¡Como si no expresasen bastante quién soy el
semblante y la frente; como si alguno que me tomase por Minerva o por la
Sabiduría no pudiese desengañarse con una sola mirada aun sin mediar la
palabra, pues la cara es sincero espejo del alma! En mí no hay lugar para el
engaño, ni simulo con el rostro una cosa cuando abrigo otra en el pecho. Soy en
todas partes absolutamente igual a mí misma, de suerte que no pueden encubrirme
esos que reclaman título y apariencias de sabios y se pasean como monas
revestidas de púrpura o asnos con piel de león. Por esmerado que sea su
disfraz, les asoman por algún sitio las empinadas orejazas de Midas. ¡Ingratos
son conmigo, por Hércules, esos hombres que, aun perteneciendo en cuerpo y alma
a mi tropa, se avergüenzan tanto de nuestro nombre ante el vulgo, que llegan a
lanzarlo contra los demás como grave oprobio! Por ser estultísimos, aunque
pretendan ser tenidos por sabios y por unos Tales, ¿no merecerían con el mejor
derecho que les calificásemos de sabios-tontos? (3)
He querido de esta
manera imitar a algunos de los retóricos de nuestro tiempo que se tienen por
unos dioses en cuanto lucen dos lenguas, como la sanguijuela, y creen ejecutar
una acción preclara al intercalar en sus discursos latinos, a modo de mosaico,
algunas palabritas griegas, aunque no vengan a cuento. Si les faltan palabras
de lenguas extranjeras, arrancan de podridos pergaminos cuatro o cinco palabras
anticuadas con las cuales derramen las tinieblas sobre el lector, de suerte que
los que las entiendan se complazcan más con ellas, y los que no, se admiren
tanto más cuanto menos se enteren. Efectivamente, mi gente se complace más en
una cosa a medida que de más lejos viene. Y si en ella los hay que sean un poco
más ambiciosos, ríanse, aplaudan y, según el ejemplo de los asnos, muevan las
orejas a fin de que parezca a los demás que lo comprenden todo.
Y basta de este asunto.
Vuelvo ahora a mi tema.
Ya conocéis mi nombre,
varones... ¿Qué adjetivo añadiré? Ningún otro que estultísimos, porque ¿puede
llamar de modo más honroso a sus devotos la diosa Estulticia? Como mi genealogía
no es conocida de muchos, voy a tratar de exponerla, con el favor de las musas.
No fue mi padre ni el Caos, ni el Oreo, ni Saturno, ni Júpiter, ni otro alguno
de esta anticuada y podrida familia de dioses, sino Pluto, aquel que a pesar de
Hesíodo y Homero y hasta del mismo Júpiter, es el verdadero padre de los dioses
y de los hombres. Según su antojo se agitaban y se agitan las cosas sacras y
las profanas, y a tenor de su arbitrio se rigen guerras, paces, mandatos,
consejos, juicios, comicios, matrimonios, pactos, alianzas, leyes, artes, lo
cómico, lo serio y -me falta el aliento- las cosas públicas y privadas de los
mortales. Sin su favor, toda esta turba de dioses de que hablan los poetas, y
diré más, ni los mismos dioses mayores, o no existirían en absoluto o no
podrían comer caliente en sus propios altares. Si alguien tuviese a Pluto
airado contra él, no le valdría ni el auxilio de Palas. Por el contrario, quien
le tenga propicio, puede permitirse mandar a paseo al Sumo Júpiter y su rayo.
Éste es el padre de quien me enorgullezco y éste fue quien me engendró, no
sacándome de la cabeza, como lo hizo Júpiter con la aburrida y ceñuda Palas,
sino en la ninfa Neotete, que es la más bella y la más alegre de todas. Tampoco
soy fruto de un triste deber conyugal, como lo fue aquel herrero cojo, sino lo
que es mucho más deleitoso, «de un amor furtivo», como dice nuestro Homero. No
caigáis en el error de creer que me engendró aquel Pluto aristofánico (4) , que tenía un pie en el ataúd y la vista perdida, sino un
Pluto vigoroso, embriagado por la juventud, y no sólo por la juventud, sino aún
mucho más por el néctar que gustaba beber puro y largo en el banquete de los
dioses.
Si me preguntáis
también el lugar donde nací -puesto que en el día se juzga trascendental para
la nobleza el sitio donde uno dio los primeros vagidos-, diré que no provengo
de la errática Delos (5) ni del undoso mar, ni de las profundas cavernas, sino de
las mismas islas Afortunadas, donde todo crece espontáneamente y sin labor(6) . Allí no hay ni
trabajo, ni vejez, ni enfermedad, ni se ve en el campo el gamón, ni la malva,
la cebolla, el altramuz, el haba u otro estilo de bagatelas, sino que por
doquier los ojos y la nariz se deleitan con el ajo áureo, la pance, la nepente,
la mejorana, la artemisa, el loto, la rosa, la violeta y el jacinto, cual otro
jardín de Adonis.
Nací en medio de estas
delicias y no amanecí llorando a la vida, sino que sonreí amorosamente a mi
madre. Así no envidio al altísimo Júpiter la cabra que le amamantó, puesto que
a mí me criaron a sus pechos dos graciosísimas ninfas, la Ebriedad, hija de
Baco, y la Ignorancia, hija de Pan, a las cuales podéis ver entre mis
acompañantes y seguidores. Si queréis conocer sus nombres, os los diré, pero,
¡por Hércules!, no será sino en griego.
Ésta que veis con las
cejas arrogantemente erguidas es el Amor Propio. Allí esta la Adulación, con
ojos risueños y manos aplaudidoras. Ésta que veis en duermevela y que parece
soñolienta, es el Olvido, Ésta, apoyada en los codos y cruzada de manos, se
llama Pereza. Ésta, coronada de rosas y ungida de perfumes de pies a cabeza, es
la Voluptuosidad. Ésta de ojos torpes y extraviados de un lado para otro, es la
Demencia. Ésta otra de nítido cutis y cuerpo bellamente modelado, es la
Molicie. Veis también dos dioses, mezclados con esas doncellas, de los cuales a
uno llaman Como y al otro «Sublime modorra». Con los fieles auxilios de esta
familia, todas las cosas permanecen bajo mi potestad y ejerzo autoridad incluso
sobre las autoridades.
Ya habéis oído mi
origen, mi educación y séquito. Ahora, para que no parezca que uso sin motivo
del título de diosa, poned las orejas derechas para escuchar cuántos beneficios
proporciono así a los dioses como a los hombres y cuán dilatadamente campea mi
numen. Pues si alguien (7) escribió con acierto que un dios se caracteriza por ayudar
a los mortales y si merecidamente entraron en el Senado divino quienes
descubrieron a los mortales el vino, el trigo o cualquier otro beneficio, ¿por
qué yo, por derecho propio, no me llamaré y seré tenida por «alfa» (8) de
todos los dioses, cuando soy más generosa que todos en cualquier especie de
bienes?
(1) Busiris es un rey legendario egipcio que torturaba y
mataba a todos los extranjeros que entraban en Egipto.
(2) Falaris es un tirano que asaba a todas sus víctimas, cuyo encomio fue
escrito por Luciano.
(3) Mwroso/fouj en el original, palabra creada por
Luciano, Alex, 40, para
designar a los sabios que desbarran.
(4) Conocida es la comedia que escribió Aristófanes con este
título, donde se caricaturiza a Pluto, dios de la riqueza, y se analiza su
supuesta injusticia en el reparto de bienes.
(5) Ovidio, en Metamorf., VI,
333-4, habla de la flotante y errabunda isla de Delos, asilo de Latona, amante
de Júpiter: Erratica Delos
-orantem accepit tum cum levis insula nabat.
(6) Expresión homérica. Cfr. Odisea, IX, 109
(7) Plinio, en Hist.
Nat., II, 5.
(8) Locución tomada del Apocalipsis, 1, 8: Ego sum Alpha et Omega, principium et finis,
etc.
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