Arte y poesía: vigencia de toda expresión lúdica, gesto o acto non servil en tiempos tan obscuros como los actuales. Disertaciones sobre el culto añejo de ciertos antagonismos: individuo vs estado, ocio y contemplación vs labor de androides, dinero vs riqueza. Ensayos de libre tema, sección sobre ars poética, un muestrario de literatura universal y una selección poética del editor. Luis Alejandro Contreras Loynaz.
…el
sol es la única estrella que no se ve de noche…
Rafael Cadenas.
Dice un querido poeta que el sol es la única estrella que
no se ve de noche…
¡Y cuánto nos ilumina con su imaginación! El poeta nunca
descansa porque el objeto de su admiración jamás desfallece.
Por fortuna estás allí, al otro lado de la cara del mundo
para, sólo de cuando en cuando, como la Diosa que eres, revelarnos la
admiración de lo magnificente en tus mejillas blancas.
El amor te sonroja la cara. Te la pinta de trigo y cebada.
Pues ese Dios de albor y luz es tan potente en sus efluvios
que podría abrasarnos, como a Semele, si le pidiéramos que se nos revelase en
toda su magnificencia.
Mas, aun así, tu silencio aparente, de aurora que atisba
receptiva, todo lo somete.
Y en tu regazo Helios -y, con él, nosotros- postramos
nuestro talante, rendidos ante el inmensurable concierto de tus casi
imperceptibles murmuraciones y soliloquios.
lacl, 10 de Septiembre, 2020
"...Yo siempre digo que el sol es la única estrella que no se ve de noche..."
La sugerente frase se la expresó Rafael
Cadenas al escritor nicaragüense Roberto Carlos Pérez, durante una reciente video
llamada que mantuvieron por cortesía de Centroamérica Cuenta sobre poesía,
lengua, lectura y confinamiento. Fueron presentados por el escritor Sergio Ramírez.
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Mis notas surgieron al desgaire esta mañana,
al observar de nuevo esta aparición de Selene…
Un documento invaluable
que le debemos al señor Eugenio Pacheco Magallanes. De su registro de este
video tomamos el texto de Unamuno que con tanto placer compartimos. Agregamos, de seguidas, un documento que eriza la piel, breve segmento con su alegato en torno a la sombra amenazante sobre España. En un acto de valor, gallardía y honra propia, reconoce su error al haber creído en lo que no sería más que otra férrea y homicida dictadura. Cada vez que siento que flaquean las esperanzas y mi creencia en el ser humano, voy o vuelvo a estas palabras suyas.
Salud!
lacl
*******
"Un crítico
francés de nuestra literatura española, dijo, que en España, apenas hay
escritores, sino oradores por escrito. Acaso es cierto. Por mi parte, nada me
molesta más, que oír decir de alguien que habla como un libro, prefiero los
libros que hablan como hombres. Y lo que es menester, es que la gente aprenda a
leer con los oídos, no con los ojos. La palabra es lo vivo. La palabra es en el
principio. En el principio fue el verbo, y acaso en el fin será el verbo
también. Cristo, el Cristo, no carpintero sino armador de casas, no dejó nada
escrito: toda su obra fue de palabra. Yo recuerdo haber dicho esto:
El armador aquel de
casas rústicas
habló desde la barca,
ellos sobre la grava de
la orilla,
y él flotando en las
aguas.
Y la brisa del lago
recogía
de su boca parábolas,
ojos que ven, oídos que
oyen gozan
de bienaventuranza.
Recién nacían por el
aire claro
las semillas aladas,
el sol las revestía con
sus rayos,
la brisa las cunaba.
Hasta que al fin
cayeron en un libro
¡ay, tragedia del alma!
ellos tumbados en la
grava seca
y él flotando en las
aguas.
Yo temo por mi parte,
que mueran mis palabras en los libros, y que no sean palabras vivas, porque he
vivido siempre, de hacer, de vivir de la lengua.
Niño viejo, a mi
juguete
al romance castellano
me di a sacarle las
tripas
por mejor matar el año.
Mas de pronto,
estremecióse
y se me arredró la mano
pues temblorosas
entrañas
vertían sonoro llanto.
Con el hueso de la
lengua,
de la tradición,
badajo,
Miserere, Ave María,
tañían en bronce sacro.
Martirio del
pensamiento,
tirar palabras a
garfio,
juguete de niño viejo
lenguaje de hueso
trágico.
Y toda la tragedia
íntima, que lo es, ha sido luchar con la palabra, para sacarle toda la
filosofía, toda la religión que lleva implícita. Porque una palabra es la
esencia de la cosa. Cuando Adán dio nombre a las cosas, las hizo humanas y las
humanizó.
{Parte II}
De tal modo las
palabras llevan la esencia humana de las cosas, que, los que no son nombres
propios, los geográficos, los toponímicos, llevan un paisaje, y a las veces,
basta sólo, con oír la palabra para adivinar lo que pueda ser la tierra que
recibió aquel nombre. Oíd una especie de pintura, del Duero, desde España hasta
que entra en Portugal:
Arlanzón, Carrión,
Pisuerga,
Tormes, Águeda, mi
Duero.
Lígrimos, lánguidos,
íntimos,
Espejando claros
cielos,
Abrevando pardos
campos,
susurrando romanceros.
[...]
Nombres hay, por
ejemplo, como el de Madrigal, que él solo, pinta casi. Madrigal de las Altas
Torres, allí donde murió Fray Luis de León, donde fue enterrado el príncipe don
Juan, donde había nacido Isabel la Católica
Ruinas perdidas en
campo
que lecho de mar fue
antes de hombres,
tus cubos mordieron el
polvo,
Madrigal de las Altas
Torres.
Tú la cuna de Isabel,
tumba
de don Juan, fatídico
brote,
cayó en Salamanca
dorada
y en Ávila fúnebre
corte.
Medina la del Campo
sueña
- cigüeñas, cornejas al
borde -
el de César Borja, ¡qué
salto!;
San Juan de la Cruz que
se esconde.
Cielo del águila
bicéfala,
nubarrones llegan del
norte;
Maldonado, Bravo,
Padilla;
Lutero a lo lejos
responde.
Don Sebastián el
Encubierto,
el rey del misterio,
Quijote
de Portugal, ¡ay pastelero!,
venías quién sabe de
dónde...
Fray Luis de León,
ojos, mano
se doblan a la última
noche;
quebrada la cárcel de
carne
su mente al sereno se
acoge.
¡Castilla! ¡Castilla!
¡Castilla!
Madriguera de recios
hombres;
tus castillos muerden
el polvo,
Madrigal de las Altas
Torres;
Ruinas" {perdidas
en lecho
ya seco de ciénaga
enorme}*
* Por falta de espacio
de grabación, estas ocho últimas palabras no figuran.
(Nota del señor Eugenio
Pacheco Magallanes)
DATOS ADICIONALES QUE DEBEMOS A LA CORTESÍA DEL SR PACHECO
MAGALLANES:
Título: El Poder de la Palabra: parte I y II.
Autor: Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936).
Fecha: 3 de diciembre de 1931.
Datos de edición: Madrid Centro de Estudios Históricos.
Resumen: Contiene una explicación improvisada del autor,
intercalando la lectura de unos poemas inéditos que se interrumpen por falta de
espacio de impresión.
Descripción y notas: Etiqueta beige con letras negras,
incluido en el "Catálogo de discos de 78 rpm en la B.N.", nº 6416.
Pertenece a la primera colección de discos grabada entre
1931 -1933 por Columbia Gramophone Company y dirigida por Tomás Navarro.
Publicado en 1990 en vinilo y en 1998 en CD por la
Residencia de Estudiantes. Copia digital de conservación (CD y DAT), 1995
-2000.
El último testimonio de Unamuno
Hablarle al futuro, al hombre que vendrá, así, como debe ser, con el corazón, no obstante sea para señalar una desgracia, una mácula, un adefesio.
¿Cuántas cosas no hacemos bajo la impronta de un agente externo que se interioriza, sea una nube, un párrafo, una mirada, una palabra o una sencilla observación? Pareciera que vamos caminando por estos senderos del mundo buscando una clave, un tesoro, un cifra, una señal; algo que espolee nuestra indefensión o, acaso, nuestro común afán de poder gritar a los cielos, aunque sea un nombre o una pregunta, cuando no, una increpación. Bien mirado nada nace si no es por el impulso de una provocación. Y se agradece. Creo que los seres humanos hemos olvidado, entre tantas cosas, una fundamental: nuestra cualidad para, sencillamente, agradecer. Todo lo que "tenemos" es prestado, como bien lo señalaran Pessoa y Alvaro de Campos. Nada es nuestro y, sin embargo, todo lo tenemos, tenemos la maravilla del asombro, el milagro de la respiración, el susurro de aquello que respira más allá, sea que le llamemos dioses o espejismo. Pero es. Dejo acá, pues un corolario de lo que llamamos obrar bajo el impulso de un acicate, sin pretensiones ni correcciones, tal como nació...
Salud
lacl
Comentario. *
ABRE…
(Me he caído de la cama y una nota de Miguel Veyrat me ha
provocado esto que dejo en tributo...)
Sacrifiquemos pues a la naturaleza,
para renacer con ella.
Y recordemos ahora
(como anheláramos ayer)
clamar, a sottovoce, por un alma limpia,
aunque dolorida,
aunque ingenua,
el canto expandido de lo infante
que gustosamente no crece.
Saludándonos en la dicha
de poder expandir nuestro corazón,
acunados en el ombligo de madre natura.
Porque aunque los dioses nos dejaran en medio del desamparo,
o en el desierto de una orfandad,
la claridad fue verbo posible
nacida a golpes de cincel
durante el acecho de mil y un pactos aurorales,
germinados de la gracia de sabernos correspondidos.
Y agradecidos podríamos decir, con Virgilio,
abiertas están las puertas de la noche y el día…
aun cuando nos fuera duro el ascenso,
aun cuando nos resultara ardua tarea de Sísifo,
alzar el alma hasta los cielos.
Abiertas están las puertas de madre natura
para quienes nada saben de mal,
ni nada pretenden con un sangrado bien,
o con un bien prestado,
como no lo sea el del silencio sagrado
que nos muda en dorada Aurora.
.
(Vuelvo a la cama que ya vuela el día...)
CIERRA…
* Presumiblemente escrito entre el 03 y
el 04 de Septiembre de 2013. Es un texto que se esfumó de la memoria del D.D.
que utilizaba por aquel entonces y del que perdí mucho material escrito, por
desgracia, pero me lo he encontrado ayer, inmerso entre los comentarios de un
post… Si mal no recuerdo, surgió bajo el acicate de una prosa de Veyrat, acaso
sobre poesía ¿cómo no? y acaso sobre Virgilio… Me tocará indagar con él de dónde y cómo naciera este acicate.
Un
cuento que marcó mi vida, para siempre. Como he dicho o escrito tantas veces en
mi vida, no se es el mismo luego de que uno ha leído a “jóvenes” como Franz Kafka
o Arthur Rimbaud. Este cuento, más que una obra literaria es una experiencia, parte de lo que podríamos llamar una educación sentimental. Y
no creo pertinente explayarse a hablar sobre el cuento. Lo verdaderamente pertinente
en torno a esta fábula es leerla. Y leerla en soledad, para que luego pueda el
silencio ayudarnos a sugerir algunas necesarias deducciones sobre una supuesta
humanidad.
Salud
lacl
Franz Kafka, Un
artista del hambre
En los últimos decenios, el interés por
los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes
exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en
cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad
se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos
querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba
quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador;
había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de
antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces
cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no
ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños,
cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel
hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un
asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a
veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le
dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su
delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de
nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante,
única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando
al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando
bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin cesar
se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los
cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar
tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador
para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero
esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues
los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en
ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de
alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.
A la verdad, no todos los vigilantes eran
capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes
nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en
cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la
manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el
cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de
dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo
atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a
su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia,
mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de
sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su
habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.
Muy preferibles eran, para él, los
vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia
iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las
lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La
luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar
traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta
con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a
pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear
con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las
suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no
tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría
hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la
mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno,
sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado
una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver
en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía
haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno,
la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus
sospechas.
Pero éstas pertenecían ya a las sospechas
inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder
pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador;
nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado
sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al
mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por
otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su
enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que
abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez
su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía
—sólo él y ninguno de sus adeptos— qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más
fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más
favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista,
o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de
hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de
aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a
ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola
vez, al fin de su ayuno —esta justicia había que hacérsela—, había abandonado
su jaula voluntariamente.
El empresario había fijado cuarenta días
como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni
siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas
razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta
días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés,
podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado
este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que
gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse
pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla
general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por
esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con
una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban
los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir
al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se
anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices
de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a
la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de
peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita
de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se
resistía.
Cierto que colocaba voluntariamente sus
huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían
dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno
precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo
más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor
del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de
llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya
lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues
no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que
fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando,
¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a
gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y
acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que
contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los
ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y
movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba
como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se
acercaba el empresario silenciosamente —con la música no se podía hablar—,
alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el
estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de
compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba
al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones,
como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como
el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador,
sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se
lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.
Entonces el ayunador sufría todos sus
males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber
cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las
piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra
otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a
éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre
una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento —jamás se
hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica—, alargaba todo lo
posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador.
Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía
en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el
pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las
divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada
de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.
Después venía la comida, en la cual el
empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a
un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que
apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el
ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario
fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran
trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había
visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.
Vivió así muchos años, cortados por
periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente
esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que
se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio.
¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez
surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender
que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre
todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una
explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera
los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo
que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público;
añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad
incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta
del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir
la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del
que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí
mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida
procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al
mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de
inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el
ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante
deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era
consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra
aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe,
escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al
aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a
dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la
jaula y examinarlo a su sabor.
Unos años más tarde, si los testigos de
tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho
incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado
el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para
ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?
El caso es que cierto día, el tan mimado
artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones,
que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media
Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en
vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes,
una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este
fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos,
recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no
habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo.
Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era
indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores;
pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el
ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse
en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el
ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre.
Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y
se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del
contrato.
Un gran circo, con su infinidad de
hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos
a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea
a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este
caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su
antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de
su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano,
que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo
puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble,
que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo
dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la
vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba
una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos,
del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.
Mas, allá en su fondo, el ayunador no
dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no
fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente,
sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás,
bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula
y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del
espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los
animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se
detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si
no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de
los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se
hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.
Por este motivo, el ayunador temía
aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su
vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el
momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se
extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto —ni la más obstinada y casi
consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia—
tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no
traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el
ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en
seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que
inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien
pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se
paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar
la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes
posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los
rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les
apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso
largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver
los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus
hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se
trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición
análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños,
que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general —¿qué sabían
ellos lo que era ayunar?—, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían
un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más
piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas —decíase a veces el ayunador—
si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces
les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que
le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las
cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula
de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa,
y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo
a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los
animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de
cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a
verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que
aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un
estorbo en el camino de las cuadras.
Un pequeño estorbo en todo caso, un
estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a
la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos
actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte
del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya
salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a
alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo
comprender.
Los más hermosos rótulos llegaron a
ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió
renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había
comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos
los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas
semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de
este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había
anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había
anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el
mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su
corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en
que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días
consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de
estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia
y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba
honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus
merecimientos.
Volvieron a pasar muchos días, pero llegó
uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la
jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan
utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban,
hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del
ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al
ayunador.
—¿Ayunas todavía? —le preguntó el
inspector—. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
—Perdónenme todos —musitó el ayunador,
pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.
—Sin duda —dijo el inspector, poniéndose
el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador—,
todos te perdonamos.
—Había deseado toda la vida que admiraran
mi resistencia al hambre —dijo el ayunador.
—Y la admiramos —repúsole el inspector.
—Pero no deberían admirarla —dijo el
ayunador.
—Bueno, pues entonces no la admiraremos
—dijo el inspector—; pero ¿por qué no debemos admirarte?
—Porque me es forzoso ayunar, no puedo
evitarlo —dijo el ayunador.
—Eso ya se ve —dijo el inspector—; pero ¿por
qué no puedes evitarlo?
—Porque —dijo el artista del hambre
levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para
que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un
beso—, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera
encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado
como tú y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero
todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no
orgullosa, de que seguiría ayunando.
—¡Limpien aquí! —ordenó el inspector, y
enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera
joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella
jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos.
Nada le faltaba. La comida que le gustaba se la traían sin largas cavilaciones
sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo,
provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante,
parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier
rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de
sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero
se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno
querían apartarse de allí.
DIBUJOS DE FRANZ KAFKA
PAU CASALS - EL CANTO DE LOS PAJAROS (EL CANT DELS OCELLS)
A pesar de la honda huella que, consideramos, tiene la persona de Rumi para la poesía de todos los tiempos, nunca le hemos dedicado una publicación en exclusiva, con algunos de los textos legados por él. Siempre hemos incluido reproducciones audiovisuales contentivas de algunos poemas o sentencias suyas. Hoy queremos enmendar esa falta, a sabiendas de que es imposible difundir todo lo que un corazón pueda desear en lo que toca a poesía pues, maravillosos poetas y, sobre todo, esenciales para nuestro oído interno (el oído del corazón), ha habido más de los que cabe imaginar. En todo lugar del mundo, a toda hora, hay un poeta trabajando la mirada que contempla, bien sea en medio de la oscuridad o del deslumbre, ejerciendo el oficio o arte de la palabra, como rezara alguna vez Dylan Thomas, para los amantes, "por ese mínimo salario de sus más escondidos corazones". Espero que sea del agrado de cualquier impensado visitante de este recoveo virtual que nominamos Contracorrientes o Letras/contra/Letras. Gtadualmente iremos agregando narraciones o poemas de Rumi a esta publicación.
Salud!
lacl
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Soy esa gacela
Soy esa gacela que el cazador mató
para extraer el almizcle de su hígado.
Soy ese zorro de los campos
al que le cortaron la cabeza para obtener su piel.
Soy el elefante que su guardián mató
para obtener el marfil de sus colmillos.
El mundo contiene la prueba del Biel y del Mal.
Es ardiendo como se separa el oro de la impureza.
Rumi, Masnavi.
Tomado del libro Rumi - El conocimiento y el secreto. FCE Breviarios, 2006
Galería de Orfeo: Cuando yo muera.
Nota: El texto lo tomamos literalmente de los comentarios del video en cuestión. (lacl)
CUANDO YO MUERA.
Cuando muera, cuando mi
ataúd sea llevado, no debes pensar jamás que extrañaré este mundo.
No derrames lágrimas, no
lo lamentes o te sientas mal.
No estoy descendiendo
en un monstruoso abismo.
Cuando veas, que mi
cuerpo sea transportado, no llores mi partida.
Yo no parto, estoy
llegando al Amor Eterno.
Cuando me dejes en la
tumba, no digas adiós.
Recuerda que una tumba,
es solo un telón antes del paraíso.
Solo me verás,
descendiendo en una tumba.
Ahora, aguarda mi
ascenso.
¿Cómo puede haber un
final, cuando el sol se pone o la luna desciende?
Parece el final.
Se parece a un
atardecer, pero en realidad, es un amanecer.
Cuando la tumba te
encierre, es cuando tu alma se libera.
¿Has visto alguna vez,
la caída de una semilla en la tierra, y no crecer con una nueva vida?
¿Por qué dudaría del
crecimiento de una semilla llamada humano?
¿Has visto alguna vez,
bajar un cubo en un aljibe, y volver vacío?
¿Por qué lamentarse por
un alma, cuando ésta puede regresar como José desde el aljibe?
Cuando por última vez
tu boca se cierre, tus palabras y tu alma