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miércoles, 20 de marzo de 2013

No oyes ladrar los perros, en la voz de Juan Rulfo. / FOTOGRAFÍAS DE JUAN RULFO / ¡Que Viva México! Obra maestra del séptimo arte. Sergei Eisenstein (Grigory Alexandrov, restauración)



Juan Rulfo leyendo su cuento  No oyes ladrar los perros

La luna azul, siempre la luna, les acompaña en el trayecto.







La foto es de Juan Rulfo, extraordinario fotógrafo.

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http://www.youtube.com/watch?v=cewv7qyUpsA



Juan Rulfo

No oyes ladrar a los perros
(El Llano en llamas, 1953)

        —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
        —No se ve nada.
        —Ya debemos estar cerca.
        —Sí, pero no se oye nada.
        —Mira bien.
        —No se ve nada.
        —Pobre de ti, Ignacio.
        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
        —Sí, pero no veo rastro de nada.
        —Me estoy cansando.
        —Bájame.
        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
        —¿Cómo te sientes?
        —Mal.
        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
        —¿Te duele mucho?
        —Algo —contestaba él.
        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
        —No veo ya por dónde voy —decía él.
        Pero nadie le contestaba.
        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
        Y el otro se quedaba callado.
        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
        —Bájame, padre.
        —¿Te sientes mal?
        —Sí
        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
        —Te llevaré a Tonaya.
        —Bájame.
        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
        —Quiero acostarme un rato.
        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
        —No veo nada.
        —Peor para ti, Ignacio.
        —Tengo sed.
        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
        —Dame agua.
        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
        —Tengo mucha sed y mucho sueño.
        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?


        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.



FOTOGRAFÍAS DE JUAN RULFO






¡Que Viva México! Obra maestra del séptimo arte. Sergei Eisenstein (Grigory Alexandrov, restauración)





lunes, 4 de marzo de 2013

Cuando el dios de la guerra y de la muerte infla sus pulmones, lacl. - CIUDADANO COMUN. lacl - A propósito de Consideraciones sobre la historia actual, de Carl Gustav Jung (Fragmentos) - Cara a Cara con CG Jung (entrevista)





Veinte días hará que se pergeñó la breve glosa que consigno más abajo, sobre uno de los, considero yo, grandes males de la civilización. En los tiempos recientes, debido a lo que mis ojos observan y mi corazón presiente alrededor, he estado siempre hilando sobre el tema del individuo y sus relaciones consigo mismo, cuando se le coloca en hilera junto a otros. De alguna u otra manera, las lecturas que han venido a parar en mis manos han tenido que caer, por fuerza, en tal meollo: Borges, Jung, Nietzsche, Lawrence, Lao Tse, Thoreau, textos sufíes, Said, entre tantas páginas al vuelo.

Premeditada búsqueda o no, eso es lo que me acontece. Y, claro está, tales ilaciones han de obedecer a la necesidad de saciar una sed surgida ante la desértica realidad que nos envuelve, bien sea en el entorno más cercano, como en aquel que traspasa los linderos de nuestras comarcas.

Este fin de semana, dispusimos de escaso tiempo para la lectura, realizada como es mi costumbre a la hora en que todos (o casi todos) duermen. Tenía una deuda pendiente desde hace mucho tiempo, como lo era leer el epílogo de Consideraciones sobre la historia actual, de Carl Gustav Jung*. Confieso que aún no salgo de mi asombro (y, menos aún, de mi gratitud) hacia el corpus del intellectus allí legado, para bien de toda alma que no desee contentarse con slogans disfrazados de mandamientos, cual lo predican -a los cuatro vientos- tantos líderes con pies de barro para sus hipnotizadas huestes, que en ellos sienten latir la sombra del alter ego.

Muchas de las afirmaciones de Jung en esa nota de cierre, las conforman frases que destellan por su poder de desnudar tantas falsedades en lo que toca a masa e individuo; provoca colocarlas cual graffitis en miles de muros de nuestras deshumanizadas ciudades.

Al leer tal epílogo, recordé algunas de las notas que he venido  deshilando en los tiempos recientes, particularmente ésta que ahora coloco a manera de frontispicio a un par de citas del referido texto de Jung, las que me tomé el trabajo de transcribir antes del canto de los gallos. La verdad es que provoca colocar, ya no digo el epilogo de Jung entero, sino el libro por completo. Lo considero un documento necesarísimo de cara al presente y de cara a futuro. Pues, activa las alarmas sobre el extravío del espíritu humano y la caída del hombre en lo más hondo de la barbarie, desde une perspectiva distinta y, a la vez, coincidente a las de un humanista, un literato, un librepensador o un poeta, cual algunos de los caballeros precitados en el primer párrafo.

Y si me tomo el atrevimiento de agregar mi breve anotación, antes de las de Jung, es porque de algún modo quiero dejar fe de aquello que el propio Jung nominara con la palabra sincronicidad. Me siento revelado por ese texto de Jung. Y me siento consecuencia. Albergo, además, la esperanza de no ser un oasis en el desierto, ni una isla solitaria en el océano. Albergo la esperanza de que muchos otros, como yo (no importa que seamos minoría), tengan ojos y corazón abiertos para dar cuenta de ese desacato a las razones del alma y sientan necesidad de evidenciarlo.

Esas murmuraciones del dios del martillo que alientan en las oscuridades del alma humana, siempre nos traen a la memoria los escritos de Jung respecto a la espeluznante amenaza de las hecatombes forjadas en la psique, las que él no duda en catalogar como mucho más devastadoras que cualquier catástrofe natural. Uno de tales ensayos es Wotan (1936), en el que se daban claras alarmas de los riesgos y graves consecuencias que sobrevendrían de seguir prosperando las soterradas insinuaciones que insufla este dios agitador con su aliento, hecho que luego se vio consumado en hecatombe, con la crecida del Nacional Socialismo en Alemania. Y el otro, incontestable, es Después de la catástrofe (1945) en el que alega que, luego de la tarea de descombrar, se impone la necesidad de Alemania, en primer lugar, y de Europa, en el segundo, de hacer un mea culpa colectivo.   

(lacl)


CIUDADANO COMUN.

El ciudadano común, aquel que poco se desvela por los vericuetos del poder, se halla feliz de dar la espalda a ese himno a la muerte que vibra en los patronatos que otros hombres han creado para su propia negación. Lo que tan grandilocuentemente llaman “Estado” los eruditos de palacio, se ha transformado en el mayor enemigo del ser humano. Aunque habría que acotar que, aquí o allá, no existe tal “Estado”. Lo que prevalece es una usurpación. Lo que se impone, acá o allá, son cerradas hermandades, especializadas en el fingimiento de un “orden de las cosas” que maniata al individuo, cercenando el libre albedrío; sectas, cofradías, milicias y misiones, perpetradores todos de bellaquerías. Es sorprendente que, a lo largo de los siglos, podamos verificar la inveterada persistencia de ese mal.

Aceptamos que es iluso pensar en una sociedad perfecta, porque eso sería entrar en el terreno de las fantasías. Pero un mundo de seres humanos que digan “alto” al abuso de los usurpadores, no es imposible. Un mundo en el que los ancestrales e inopinados valores de la vida (como la desprendida cooperación entre unos y otros) vuelvan a su cauce, no es inverosímil.

Quienes forman parte de los clanes de poder, predican la necesidad de sus aherrojados credos; alegan que sin ése, su marco legal que pone coto al “desorden”, todo se iría al traste. Los parámetros de equitatividad con que confinan derechos y dictan deberes al vulgo gozan de un prestigio más alto que el de la relojería suiza.

La respuesta está en nosotros. El asunto es: ¿repararemos, algún día, en la certísima factibilidad que hay de obrar como un “nosotros”? Lucirá como una perogrullada, pero hay que empezar por dar la batalla en nuestro silencioso ego y vencerlo. Sin ese ajuste de cuentas en nuestra interioridad, jamás compartiremos nada.


lacl 16/17 de febrero, 2013.
















Tomado del Epilogo del libro 
Consideraciones sobre la historia actual. C. G. Jung.

Un par de fragmentos que se sostienen por sí mismos.

“…aquella desconfianza del primitivo frente a la tribu vecina, que creíamos haber superado hace tiempo con las organizaciones internacionales, ha vuelto a nosotros en esta guerra de dimensiones gigantescas (1ra. Guerra mundial). Sin embargo, no nos contentaremos con quemar un pueblo vecino, ni nos limitaremos a cortar un par de cabezas, sino que pueblos enteros serán asolados, millones de hombres muertos. En la nación enemiga no se dejará un hilo entero, y las propias faltas aparecerán a los otros fantásticamente aumentadas. ¿Dónde están hoy las cabezas superiores? Si es que existen, nadie las escucha: reina, por el contrario, una carrera hacia la muerte, la fatalidad de un destino universal, contra el que el individuo ya no se puede defender. Y, sin embargo, este fenómeno general se da también en el individuo, pues la nación se compone de meros individuos. Por eso, también el individuo debe reflexionar sobre los medios con los que se dispone a afrontar el mal. De acuerdo con nuestra postura racionalista, creemos poder alcanzar algo con organizaciones, leyes y demás buenas intenciones. En realidad, sólo una transformación de los sentimientos del individuo puede producir una renovación del espíritu de las naciones. Hay que comenzar por el individuo. Hay teólogos y filántropos bien intencionados que desean quebrar el principio del poder en los demás. Quiebren primero el principio del poder en sí mismos. Entonces resultará la cosa verosímil…”

(Ueber das Unbewusste, Scsweizerland, núm. 9 Cuaderno de junio, 1918.)

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“…Es un hecho patente que la moralidad de una sociedad, considerada como un todo, es inversamente proporcional a su magnitud, pues cuantos más individuos se reúnen, tanto más se desvanecen los factores individuales, y consiguientemente la moralidad, que descansa sobre el sentimiento moral y la indispensable libertad del individuo. Por  eso, cada individuo es inconscientemente, y en cierto modo, mucho peor cuando está en sociedad que cuando actúa por sí solo; pues entonces se siente llevado por la sociedad, y la masa le despoja de su responsabilidad individual. Una gran sociedad compuesta de hombres excelentes es comparable en moralidad e inteligencia a un enorme, estúpido y violento animal. Cuanto mayores son las organizaciones, tanto más inevitable resulta su inmoralidad y ciega oscuridad (Senatus bestia, senatores boni viri). Si además la sociedad acentúa en sus representantes individuales, de una manera automática, las cualidades colectivas, premia con ello toda mediocridad, todo lo que trata de vegetar en una forma vil e irresponsable: lo individual se verá inevitablemente oprimido contra la pared. Sin libertad no puede haber moralidad. Nuestra admiración por las grandes organizaciones desaparece al ver la otra cara del milagro, a saber, la acumulación horrible y la acentuación de todo lo primitivo que hay en el hombre y la inevitable destrucción de su individualidad en favor del monstruo que es toda gran organización. Un hombre de hoy, que responda más o menos al ideal de moralidad colectiva, ha hecho de su corazón una cueva de asesinos, lo cual resulta fácil de probar por el análisis de su inconsciente, aun cuando él mismo no se sienta turbado por ello. Y en la medida en que se encuentra “aclimatado” a su medio ambiente, tampoco le turbará la mayor locura de su sociedad, toda vez que la mayoría de sus conciudadanos creen en la elevada moralidad de su organización social…”

(Die Beziehungen szwischen dem Ich und dem Unbewustten, 1ra ed., Darmstadt, 1928, p. 56)
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* Consideraciones sobre la historia actual. C. G. Jung. Edic. Guadarrama, Colección Punto Omega, Madrid, 1968.



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Cara a Cara con CG Jung

Una entrevista con C G Jung...
http://www.youtube.com/watch?v=QxL5Jx4QKRQ






sábado, 2 de marzo de 2013

Por qué cosa y pregunta, lacl / Las Ciudades - Chavela Vargas














A Carlos Morales del Coso



¿ Cuántos descaminados
abrimos los ojos entre la noche y el día ?

¿ Cuántos permanecemos incautos,
firmes como soldados o postes de semáforo,
haciendo nuestro papel de perfectos necios,
mientras acometemos el conteo
de nuestras falseadas metas,
sin permitir el afloramiento de cada
fracaso que se apocilga en la solapa ?

¿ Cuántos insistimos en la sonrisa,
ilusos ante esta incansable fábrica
de imágenes que fundamentan su presencia
en la pre-existencia de una flor pudibunda,
obsequio de un heredado aprendizaje,
que a su pesar y al nuestro, nos muestra
lo ajenos que estamos a la extrañeza de vivir ?

¿ Cuántos seguimos blandiendo el mango
del hacha en la conciencia,
aún cuando ninguno de nuestros antepasados
lo haya esgrimido con diestra o siniestra mano
tras innumerables generaciones?

¿ Cuántos volveremos a ver en nuestro pecho
la rosa, el oro, el púrpura de la fortuita
despedida de un día no menos cierto,
no menos espléndido, no menos cotidiano
que cualquiera en que el sol no se esmera
por ser más de lo que es ?

¿ Qué me pasa ?
¿ Por qué me bañan, sin prisas,
las preguntas de las cosas ?

¿ Por qué gira sobre mi alma
la luz profunda del objeto,
sea casa, piedra o río;
sea un bolsillo vacío,
o la calle noctámbula sin gente
ni vehículo; sea el pecho del cielo
que me roba el cuerpo ?

¿ Por qué cosa y pregunta,
por qué pregunta y cosa hacen de mí
el agua que por mi piel se me desliza ?

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Forma parte de un viejo cuaderno: "Toma luz, toda la noche"


Chagall, La casa azul














 Cartier-Bresson



















 Origen desconocido












  Origen desconocido







  Origen desconocido











 

Cielo de Caracas, lacl
 


Las Ciudades - Chavela Vargas