Sobresale
en el concurso de los fieles ingenuos por la severa majestad que levanta su
hermosura decaída. Lucen las galas últimas de la juventud con el doliente
esplendor de la tarde, y aridece y blanquea sus cabellos el implacable otoño
que arranca las hojas trémulas. Las melancólicas memorias de sus años juveniles
sugieren la nostalgia de espléndidos festejos en un castillo señorial abandonado,
y a oscurecer de lágrimas sus ojos viene, en el umbral de la vejez, un mensaje
del pasado radiante en el recuerdo de anticuadas músicas. El olvido, inexorable
centinela, custodia su ventana, y ya ante ella no sucumben las demandas
suplicantes, como olas rumorosas y humildes al pie de una roca inaccesible.
Esquiva su alma a la mundana agitación, y moderada por el desengaño, vuela como
la enlutada golondrina a recogerse en el ambiente místico del templo. Allí
queda cautiva de la música que surge y se dilata cual la humareda lenta del
incienso, y abomina del siglo entre un rumor de fúnebres latines.
Ocupa
su alma el pensamiento de lo que es divino e inmortal desde que tuvo el espejo
para su belleza mustia la censura pesimista de la calavera, y viste desde
entonces los sombríos colores que simbolizan la desolación de nuestra vida y
que son propios para lamentar el estrago irremediable del tiempo. La injuria de
los años no oscurece el espejo de sus ojos que alumbran con vivo esplendor,
como en virtud de un rito perenne. Ellos prestan a su rostro religiosa gravedad
y la exhiben agotada y penitente cual si extenuara su vida el culto de un numen
adusto.
Arrepentida
de profanos coloquios y ávida de dolores, guarda para la cruz inflexible la
confidencia de sus cuitas. Con desear para su frente, por piadosa imitación, la
corona de sangrientas espinas ahuyenta el recuerdo de las fiestas. Para expiar
las mundanas ilusiones satisface el extremo de la enmienda y eleva sobre el
yermo de su vida, para alumbrar el resto de su viaje, el cirio de cadavérica luz.
Imagen: Edward Burne Jones, El corazón de la rosa
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