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sábado, 30 de noviembre de 2019

Guarida de los poetas.- Rimbaud, joven maestro en el arte de ironizar. / Romance (Fábula), Arthur Rimbaud / Ferré: Romance - On n'est pas sérieux quand on a dix-sept ans (Rimbaud) / Ferré - Mes Petites Amoureuses (Arthur Rimbaud)





Rimbaud fue, como Kafka, un joven maestro en el arte de ironizar. Y el cultivo de una sagaz ironía suele terminar representándose como el cultivo de una dolorosa virtud. Por supuesto que es, también, muy común que no hallemos placer alguno en la ironía que devela perversidades y barbarie. Pero ello no le resta veracidad y valor a ese gesto desalmado que es representado en la crueldad... Puede ser que duelan los versos de Rimbaud, pero siento que hay una suerte de catarsis vibrando en el alma al terminar de leerlos…

lacl, 28  11 2015

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La anotación anterior se refería, por supuesto, a textos capitales del joven barrenador que fuera Rimbaud. Sin embargo, preferimos recoger acá un texto suyo que nos habla de una visión más amorosa del mundo circundante, no exenta, sin embargo, de un sutil toque de ironía. Claro, fue escrita en edad temprana, si bien todo el Rimbaud de antes de su renuncia, parece haber sido escrito en una edad antero temprana, con respecto a una visión mundana del vivir. Habíamos decidido subir varios textos de Rimbaud, pero dada la comprobada infidelidad de algunas versiones encontradas con respecto a los originales, hemos decidido retirar el texto que habíamos colocado inicialmente -Ciudades, Iluminaciones, de la mano de un traductor que desconozco- y sustituirlo por este “Roman” (en el sentido de peripecia, lance, escaramuza) en una versión personal, luego de haber cotejado varias traducciones. No la considero definitiva, teniendo en cuenta que casi nada lo es, pero puedo asegurar que es nuestro honrado intento de disminuir (en la medida de lo posible) el abuso de inventar vertientes semánticas que son inexistentes en el original.
Salud,
lacl

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Romance (Fábula)

I

No puedes ser serio con diecisiete años.
––¡Una tarde de hierba y limonada,
de ruidosos cafés con luminosos candelabros!
––Y vamos por los tilos verdes de la vereda.

¡Cuán grato aroman los tilos en las tardes de junio!
El aire es tan dócil que invita a cerrar los párpados;
Y el viento rumoroso ––la ciudad no está lejos––
trae esencias de vides y aromas de cerveza.

II

De pronto se descubre un pequeño trozo de chiffon
azul marino, que la enramada de un arbusto enmarca,
picado de una mala estrella que se funde
con dulce escalofríos, pequeños y todos blancos...

¡Diecisiete años! ¡Noche de junio! ––embriaguémonos.
La savia es un champán que se sube a la cabeza...
Divagamos; sentimos un beso en los labios,
que palpita allí, como una pequeña bestia.

III

El corazón loco, Robinsonea por las fábulas,
––cuando a la luz de una farola pálida
pasa una joven de aire encantador,
a la sombra del horrendo cuello almidonado de su padre.

Y como  ella te encuentra inmensamente ingenuo,
al son de que sus botas resuenan sobre las aceras,
se vuelve alerta y con un vivaz movimiento...
––Y en tus labios muere, entonces, una melodía...

IV

Estás enamorado. Corazón arrendado hasta agosto.
Estás enamorado. Tus sonetos la hacen reír.
Tus amigos se van, no aprueban tu gusto.
––¡Y, una tarde, tu adorada se digna a escribirte...!

Y esa noche ... vuelves a los cafés iluminados,
pides algunas bebidas o una limonada...
––No somos serios cuando cuentas diecisiete,
Y tenemos los tilos verdes en la vereda.

23 de septiembre de 1870

(Versión de lacl)


Roman

I

On n'est pas sérieux, quand on a dix-sept ans.
- Un beau soir, foin des bocks et de la limonade,
Des cafés tapageurs aux lustres éclatants !
- On va sous les tilleuls verts de la promenade.

Les tilleuls sentent bon dans les bons soirs de juin !
L'air est parfois si doux, qu'on ferme la paupière ;
Le vent chargé de bruits - la ville n'est pas loin -
A des parfums de vigne et des parfums de bière....

II

- Voilà qu'on aperçoit un tout petit chiffon
D'azur sombre, encadré d'une petite branche,
Piqué d'une mauvaise étoile, qui se fond
Avec de doux frissons, petite et toute blanche...

Nuit de juin ! Dix-sept ans ! - On se laisse griser.
La sève est du champagne et vous monte à la tête...
On divague ; on se sent aux lèvres un baiser
Qui palpite là, comme une petite bête....

III

Le coeur fou Robinsonne à travers les romans,
Lorsque, dans la clarté d'un pâle réverbère,
Passe une demoiselle aux petits airs charmants,
Sous l'ombre du faux col effrayant de son père...

Et, comme elle vous trouve immensément naïf,
Tout en faisant trotter ses petites bottines,
Elle se tourne, alerte et d'un mouvement vif....
- Sur vos lèvres alors meurent les cavatines...

IV

Vous êtes amoureux. Loué jusqu'au mois d'août.
Vous êtes amoureux. - Vos sonnets La font rire.
Tous vos amis s'en vont, vous êtes mauvais goût.
- Puis l'adorée, un soir, a daigné vous écrire...!

- Ce soir-là,... - vous rentrez aux cafés éclatants,
Vous demandez des bocks ou de la limonade..
- On n'est pas sérieux, quand on a dix-sept ans
Et qu'on a des tilleuls verts sur la promenade.


29 sept. 1870    Arthur Rimbaud



Ferré: Romance - On n'est pas sérieux quand on a dix-sept ans (Rimbaud) 






Ferré - Mes Petites Amoureuses

(Arthur Rimbaud)







Historias de vida - Carrington, documental / Leonora Carrington: Los conejos blancos / LEONORA CARRINGTON: GALERÍA SUCINTA / GALERÍA DE ORFEO: Heinrich Isaac (1450-1517) - Innsbruck, ich muss dich lassen





Historias de vida 

Hermoso documental realizado por Producciones 21CERO2 sobre esa maravillosa mujer que ha sido Leonora Carrington, para canal once, México, DF. Debajo se incluye uno de los cuentos de la señora Carrington, Los conejos blancos. 
Ambos contenidos se agrega por difundir la obra de los creadores. Esta página personal no tene fines de lucro.
(El administrador)



Los conejos blancos Leonora Carrington

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de la calle Pest. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.
La luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de la calle Pest. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una  moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.
La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
-¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? -me gritó.
-¿Un poco de qué? -grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.
-De carne en mal estado. Carne en descomposición.
-En este momento, no -contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
-¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.
A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.
Mí curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.
La misma mujer bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
-¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? -murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
-Es usted muy amable -prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente-. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.
-Tenemos visita muy pocas veces -sonrió la mujer-. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.
-¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! -canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
-Una acaba encariñándose con ellos -prosiguió la mujer-. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.
-Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención, entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.
La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.
-Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.
-¿Ethel? -preguntó con voz bastante débil-. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
-Vamos, Laz; no empecemos -su voz era quejumbrosa-, no me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
-Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? -de repente me entró miedo y sentí ganas de salir,  de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.
-Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.
-¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan solo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!

Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.




LEONORA CARRINGTON: GALERÍA SUCINTA












GALERÍA DE ORFEO




Marea, lacl / Galería de Orfeo: Soledad Bravo - Joan Manuel Serrat - Blood Sweat & Tears - Traffic - Raimundo Fagner - Joe Cocker.




Uno de mis primeros ejercicios con la palabra y un teclado. Lo esbocé en la máquina de escribir de mi padre. Entre jugando y liando con la escritura automática, la desazón y el hartazgo.

Comencé a escribir seriamente (seriamente para mí, quiero acotar) entre los 16 y los 18 años, bajo el influjo de la muerte de mi hermana Marianella y, por supuesto, bajo la benéfica influencia de algunos amigos, sobre todo, de Douglas Parra, mi amado compadre (quien ya estaba más tostado que Alonso Quijano por las letras, cuando yo comenzara a transitar la adolescencia), compañero de infortunio, pues también él perdió (todos perdimos) a su hermana Dilcia en la misma trágica celada del destino; y del no menos amado Simón Zamora, hermano ya antes de la viudez de Nella. Con ellos conocí al joven Rimbaud, a Vallejo, a Nerval, a Pessoa, a Apollinaire, a Ramos Sucre y una bastante larga galería de los nuestros. Simón era devoto de San Juan, John Donne y los místicos, aparte del polaco Milosz y Dylan Thomas.

Pero si bien es cierto que empecé a escribir mis bocetos luego del trágico suceso, jamás quise revelarle a nadie nada, sólo de vez en cuando, algo le mostraba a Douglas o a Simón. Mis letras eran tan inciertas como mis pasos. Había quedado balbuceando y trastabillando a tan temprana edad, tenía y de hecho tengo que ir lento en ello, es acaso de las pocas cosas en las que he ido lentamente por la vida, pues devoto he sido de la fruición,  por contraparte.

Esta “Marea” forma parte de aquella vieja colecta de textos que, luego, un joven acaso algo más corrido y presuntuoso intitulara “Poemas a mano alzada”. Hay que tomar aire suficiente para enunciarlo en voz alta. Es el texto que abre la colecta. Aparte de este conato, escribí algunos otros más, caligramas y ejercicios que no incluí en la colecta. Textos muy experimentales que me gustaría encontrar entre mis montañas de papeles. Algún día aparecerán y los transcribiré; he de ponerme en ello por un asunto de la memoria. 

Salud!
lacl



Marea 

(para ser leído en una exhalación y entre dos descansos)

Yo huello todo lo que
funda de almohada de
nubes
a
tientas al demonio tú
hurgas las enaguas
de la ciudad a
oscuras yacen las
orugas mortalmente
ASESINADAS vierten su
canto las mujeres
sentaban los ojos en las salas de
( * espera * ) (un poco más la risa de los niños culpables)
………
aire frío



* 






Fotos lacl © lacl, 30/11/2019  -  Bogotá, Cartagena, Caracas.


GALERÍA DE ORFEO
















martes, 26 de noviembre de 2019

Guarida de los poetas: Ursula K. Le Guin: Himno al tiempo. / Leonora Carrington, tributo. Negro cuento de la mujer blanca.







Buscaba un relato de Ursula K. Le Guin sobre "el tintineo de la llaves", por comprobar si pudiera tener relación con aquella forma de protesta que se siguiera en algunos países de Europa del Este contra la cortina de hierro, titulado ABRIR EL AIRE, relato con el que no di; pero fui a dar con un poema suyo y no pude evitar detenerme en él, pues me ha llevado a un asunto un tanto más elevado que los embrutecidos y, casi que podríamos decir, ridículos escarceos que acaecen acá abajo.
Una versión provisional.
Salud!
lacl.
P. S. Más abajo agregamos un texto y varias estampas de esa artista excepcional, Leonora Carrington.



Himno al tiempo, Ursula K. Le Guin

El tiempo dice "Déjalo ser"
a cada momento e instantáneamente
todo es espacio y el resplandor
de cada galaxia brillante.

Y ojos contemplando resplandor.
Y la danza trémula de los mosquitos.
Y la expansión de los mares.
Y muerte y suceso.

El tiempo abre espacio
para ir y venir a casa
y en el útero del tiempo
todo comienza finalizando.

El tiempo es ser y el ser
tiempo, es todo una cosa,
el resplandor, el ver,
la abundante oscuridad.

*******

Hymn to Time

Time says “Let there be”
every moment and instantly
there is space and the radiance
of each bright galaxy.

And eyes beholding radiance.
And the gnats’ flickering dance.
And the seas’ expanse.
And death, and chance.

Time makes room
for going and coming home
and in time’s womb
begins all ending.

Time is being and being
time, it is all one thing,
the shining, the seeing,
the dark abounding.

Ursula K. Le Guin - 1929-2018




Leonora Carrington, tributo

Una creadora excepcional



Negro cuento de la mujer blanca


La Mujer Blanca se vistió de Negro --
Todito negro y negro hasta sus mismas
pijamas y su jabón --
Negros y negros Todas sus cosas
como la noche, como el carbón --
Pero --
Cuando lloró aquella mujer
sus lágrimas eran Azules
y verdes como los
periquitos --
Lloró mucho la mujer
y Tocaba la flauta --
La
Mujer
Blanca
Vestida
de
Negro
Llorando
y
Tocando
su
flauta --

















sábado, 23 de noviembre de 2019

El poeta y el político, lacl, Notas de antesala / EL ESPEJO Y LA MÁSCARA, Jorge Luis Borges / Conversaciones. Antonio Carrizo y Jorge Luis Borges.




El poeta y el político difícilmente han de conjuntarse.
Que entren en pacto o asociación es algo sumamente improbable.
Si se les pide que transiten juntos una misma vereda y que, luego, nos den su relación, es probable que anoten o traigan noticias de disímiles paisajes.
Pero más probable es, todavía, que el poeta anote un paisaje que el político no ve.

Desconfía del poeta que ve el mismo panorama que nos pinta el político. 


(lacl, Agosto 12, 2009. Amanecer.)

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Esta anotación fue escrita bajo la visión moderna que tenemos de la política y sus cultores, esto es, como aquellas personas que se dedican, no a desarrollar un trabajo en función de la “polis” y del bien común, sino que miran la política como el vehículo perfecto para hacerse del poder. De allí que siempre haya mantenido que un poeta (al menos, un poeta cabal, a la manera en que lo definiera Whitman en sus prólogos a Hojas de hierba) difícilmente pueda conjuntarse con un político, al igual que difícilmente pueda hacerlo con un gobierno o un gobernante, sin correr el riesgo de mancillar su aura. El poder, de por sí, siempre ha estado demasiado cerca de las bajezas y más bajos instintos de que el hombre pueda ser presa. Y algunos de los pocos casos en que uno puede hacer excepción es en aquellos de que nos dejara evidencia el mundo de la antigüedad, en que se dieron ejemplos de gobernantes-filósofos o emperadores-poetas, lo que (sin embargo) no fuera garantía de que el poder ejercido en su hora no fuera, de alguna manera, injusto con “los súbditos”.

A continuación dejamos un maravilloso relato de Borges, El espejo y la máscara, en el que esta relación toma otros visos, absolutamente inusitados para la hora que se vive hoy a lo largo y ancho del orbe.
Salud!

lacl

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JORGE LUIS BORGES: EL ESPEJO Y LA MÁSCARA


Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo:

-Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿ Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?

-Sí, Rey -dijo el poeta-. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.

El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio:

-Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra. Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real costumbre ni de tus inspiradas vigilias-

-Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro-dijo el poeta, que era también un cortesano.

Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.

Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no descifraban una palabra. Al fin el Rey habló.

-Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción y a cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la literatura de Irlanda -omen absit- podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir dos veces.

Hubo un silencio y prosiguió.

-Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikings. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que es de plata.

-Doy gracias y comprendo -dijo el poeta. Las estrellas del cielo retornaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las selvas sajonas y el poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes. Como si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían, centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las normas Comunes. La aspereza alternaba con la dulzura. Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían.

El Rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló de esta manera:

-De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra más alta.

Agregó con una sonrisa: -Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres.

El poeta se atrevió a murmurar: -Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad. El Rey prosiguió: -Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.

-Doy gracias y he entendido -dijo el poeta. El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo, había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos despejaron la cámara.

-¿No has ejecutado la oda? -preguntó el Rey; -Sí -dijo tristemente el poeta-. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.

-¿Puedes repetirla?.: -No me atrevo.

-Yo te doy el valor que te hace falta -declaró el Rey.

El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.

-En los años de mi juventud -dijo el Rey- navegué hacia el ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?

-En el alba -dijo el poeta- me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.

-El que ahora compartimos los dos -el Rey musitó-. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.

Le puso en la diestra una daga. Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.



Forma parte de "El libro de arena", Jorge Luis Borges.