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jueves, 30 de julio de 2009

Algunos pasajes de EL CUADERNO ELEFANTE




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Más que un nato observador,
más que un abstraído contemplador,
soy un doliente del mirar.

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Las cofradías poéticas no son muy de mi agrado, aunque no dejo de reconocer que algunos finos cultores de la poesía hicieron filas en agrupaciones de toda índole. Tengo, sin embargo, en mayor estima las amistades poéticas que las referidas cofradías pues, indisoluble y primordialmente, siento y creo que un poeta cuenta únicamente con la gozosa o padecida comparsa de su soledad.

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No sé que me hace barruntar, hoy,
que la exterioridad de mis días dura menos
o que la interioridad de mis horas conmigo dura más…

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(pensamiento viejo, antiquísimo)

Soy un solitario que se deleita en lo gregario


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¿Buscar la belleza por vía del amor?
Conviniendo que pudiera ser una opción,
¿cuántas veces partiendo por lana volveríamos trasquilados?
¿y cuántas veces no sería uno quien se arroga el papel
de esquilmador de sueños de un alma desguarnecida?
Tendríamos que comenzar por convenir, primeramente,
que somos los cultores de una desmemoria del corazón.

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Cuando era un joven recuerdo que, en las conversaciones con mis amigos, solía apelar a una frase de intención algo burlesca para referirme a ciertos lances de licencia amorosa; me refiero a aquellos lances capaces de arrobar los sentidos y secuestrar la esencia e impulso vital del sujeto inmerso en tales licencias; lances capaces, también, de ocasionar un cisma en la que, hasta entonces, se había asumido como una establecida relación amorosa. Decía: es que los seres humanos, hombres y mujeres, somos unos animalitos. Lo expresaba así, en diminutivo, como para colocarle una guinda de humor a nuestro salvajismo, pero con la intención de destacar la endeblez de nuestra apoyatura en los típicos racionalismos esbozados para justificar los desafueros del Eros. Desde entonces, no creo que haya cambiado tanto el mundo y, menos aún, el ser humano. ¿Cuántas veces no se ha visto tal impulso repetirse? El humano vínculo amoroso pareciera estar tocado, por y para siempre, por un pícaro ladrón de esencias, como si se tratare de la eterna proyección de una comedia en la que hubiéremos quedado atrapados. Como si estuviésemos representando, a perpetuidad, Las sonrisas de una noche de verano, aquella memorable película de Bergman.

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Basta con que un solo poema
nos dé muestras o indicios
de haber alcanzado alguna redondez
(una indivisa, amorosa y angulosa madurez),
para justificar
nuestra existencia


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La postal-collage que acompaña estas líneas la hizo mi hijo siendo un niño.