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Sobre Carlos
no voy a dejar aquí alguna palabra introductoria. Prefiero dejarles con su voz.
Me limito, sí, a agregar unas palabras de apostilla que, en tono personal, le escribiera
ante unos trazos que versan sobre una ventana colmada de caballos, a la luz de
la noche, mientras el ser flota en el aire.
Salud
(lacl)
El pacto
(18 de marzo
de 1989 – 5 de enero de 1996)
Al abuelo Amós,
y a Antonio Porpetta
Recuerdo el
farol que el abuelo llevaba
en la mano, la
luz que en la mano
llevaba cosida
el abuelo,
los dedos de
la luz adentrándose
lejos,
hurgando en la noche
con sus lanzas
de oro.
También
recuerdo el olor del frío,
el terror que
sentía a su mano pegado,
las sombras
moviéndose, a mi lado
las dos como
juncos que huyeran
de la luz, a
través de la luz, y esos perros
que en lo
oscuro, terribles, me rozaban.
Y ese aroma
semejante al cuchillo
que dejan
cuando pasan los corderos
en medio de
las sombras, y esas puertas
cerradas, las
ventanas durmientes
de los muros,
y el silbo de los árboles,
y el viento
que gruñe con sus labios
helados,
abriéndose paso
por los
callejones negros,
y esa forma
tan extraña que los buhos
tienen de
cantar a Dios
cuando Dios
duerme tan a gusto en sus campanas.
Recuerdo
también la puerta de madera
que chillaba,
la puerta que era puerta
sólo por
piedad; había que levantarla
-como todo en
la vida- para que abriera
sus fauces,
para que nos dejara entrar
donde el silencio,
donde sólo el rumor
tronchado de
la paja bajo el peso
de las sombras
que flotaban, la sombra
de un niño, la
sombra de un viejo con luz
que se movía
con un niño al fondo
que me estaba
mirando.
Y allí estaba
ella, de pie, hinchada como un barco
de esclavos,
como un barco con patas
oculto en las
umbrías de una rada sin nadie.
Apoyada en el
pesebre la oveja estaba,
la oveja que
tenía una oveja dentro, la oveja que tenía
un balido
dentro y yo no lo sabía. El abuelo
entonces
quitóse la pelliz, la camisa quitóse,
y el brazo
metió en la popa del barco,
y su proa con
forma de boca gimió
como grita el
dolor, como gritan las rosas,
y una cosa
salió que, flácida, brillaba,
y en mis manos
puso la cosa el abuelo,
y la cosa
baló, y su boca tembló, y la cosa movió
sus delgadas
patitas en mis brazos viviendo,
y entonces
mano de niño amontonó la paja,
cama hizo, y
en ella durmió con el cordero salvo,
y el abuelo
mirando se quedó, el abuelo reía
con su luz en
la mano, junto al barco vencido,
con un niño al
fondo, un niño con flauta
asomado a sus
ojos que dentro le cantaba
para no morir
de asombro ni de tanta ternura.
La historia de
un pacto.
La historia de
mi pacto secreto con la vida.
.
De su libro
El libro
del Santo Lapicero
Prº Juan Alcaide de Poesía
Valdepeñas, 1999
* * * * *
El viejo
A Ángel Crespo
Cuando las cosas se van, cuando las cosas
recogen sus cosas del armario,
y dicen que se van,
y por última vez en la puerta se vuelven,
y sus ojos te dejan -llamándote- en los ojos,
y tú no les contestas
porque hay lluvia en el pecho,
porque una voz te llama
pasando su lengua por tu mano,
y ese viento
con su rabo feliz ahuyentando la vida,
y esa luz de pronto, esa luz airada
golpeando de pronto
la ventana con sus dientes -llamándote-,
luz que entra
y al llegar a la cama se detiene
y te observa en medio de lo oscuro
como águila al conejo que asustado bajo una zarza
llora.
Es inútil levantar la mano. La mano no se mueve.
Inútil es también abrir la boca.
La boca no puede cantar, la boca no sabe cantar
cuando las cosas te miran
y no te reconocen y dicen que se van,
que nada queda ya que las retenga en la casa,
nada de todo cuanto hubo, nada que no sea
ese viejo austero y recostado como un bronce
que mirando al Sur bajo la salicaria duerme,
y en cuyos ojos fríos los pájaros vienen a morir,
y no lo saben.
De
Valdepeñas, 2000
.
Palabra menor
(Inédito, 31 de Marzo de 2014)
Ha sido fácil.
La luz rompía las cortinas.
La luz despertaba los cuadros con su lengua.
Y sus ojos crujían,
aunque era de
noche.
Había una ventana.
La ventana estaba llena de caballos
paciendo esa luz de hierbas luminosas
aunque era de noche
aunque era de noche
bajo el beso
del aire.
He abierto la ventana.
He escuchado las flautas de la luz
escribiendo en el cielo
aunque era de noche
aunque era de noche
con amapoles
rojos.
Es de noche ahora.
Floto en el alféizar.
Todo es silencio.
Nada me espera.
Miro la cama. Veo el libro de páginas cerradas
que nadie concluyó. Veo
un hombre sin luz. Un hombre que duerme
con los ojos abiertos.
El veneno en la mesa.
Y
Ya.
Ya.
Apostilla:
La verdad, Carlos, es que me has dejado estremecido.
Un verso tuyo, tan fresco que huele a lápiz o tinta y tan de otro tiempo y otro
espacio... Es un hermoso canto de sueño y despedida, colmado de luz en toda
esquina, incluso en los recovecos de oscuridad que nos pintan las palabras en
la estancia y en la de la noche que aguarda el salto del alma que, antes de
abrir alas para soltarse al vuelo, puede volver la vista y ver esa vida, que
nada ni nadie tiene el poder de concluir, porque siempre nos vamos con todo por
hacer, y porque ni la vida misma ni nuestras caligrafías sobre ella, tampoco
tienen el poder de cerrar ese capítulo final. Damos paso, partimos a...
El cuerpo, me dijo una vez mi padre, se transforma en
una cárcel. Lo importante en toda vida es aceptar ese efímero
regalo y reconocer que sólo es vestimenta de una luz que es esqueleto de la
noche. Y otra cosa me dijo, como todo padre que quiso abrazar a sus retoños:
somos hijos de la muerte.
No sólo duerme el hombre con sus ojos abiertos. El
alma vuela con sus ojos bien abiertos.
No afirmo que esto es lo que quiere cantarnos el
sueño, pero es la lectura que “aguijoneantemente” me ha despertado. Y sólo rezo porque no sea prefiguración.
Un abrazo de luz, hermano.
Luis Alejandro.
Saludo ENORMEMENTE que andes librando por todos (al
menos, por este servidor) con esas tejedurías...
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