Generalmente lo
que se escribe en este blog alimenta mi página personal. Hoy vamos a proceder de modo distinto y
traeremos de nuestra página personal una glosa que tiene que ver con los
recuerdos más íntimos…
Salud,
lacl.
Aromar los recuerdos.
(20
de Junio de 2013)
Hoy Yineska me ha llevado a recordar una vieja melodía,
guardada entre pañuelos y como con aromados pétalos de azahar, en un cofrecito
de esos que le acompañan a uno a lo largo de su vida y que puede volver a
abrir, de cuando en cuando, para aromar los recuerdos.
Uno lleva el cofrecito en un lugar secreto de esa morada nómada y volátil que atisba y ausculta debajo de la piel, esa entidad que alienta en la casa que es el cuerpo; y uno lo ha guardado, exprofeso, en un lugar un tanto indeterminado, que nadie más pueda hallar, entre el camino que va del corazón a la memoria. Y lo ha guardado con la intención de que sea, incluso, una ardua tarea para sí mismo el dar con la vereda que le permita, una vez más, acunarle entre sus manos. Y agradece que sea así, porque lo que desea es sentir el calorcito que alienta dentro de ese pequeño e imperecedero baúl. No es necesario abrirlo muy a menudo, a veces basta con llevarlo como flor en la solapa, pues nadie lo verá más que uno. Aunque, alguna vez, pueda también uno toparse con un avezado vislumbrador, uno de esos seres capaces de advertir las invisibles presencias y, por ello, igualmente incapaces de enunciar a voz en cuello lo que ve.
Mi hermana Nella (Marianella) fue una persona sencilla, extremadamente franca (de una sinceridad que desnudaría a la más dotada de las armaduras) y, sin embargo, grácilmente alada. Creo que muchos de quienes tuvieron la fortuna de conocerla se habrán sentido extrañamente tocados por esa grácil sencillez de vuelo que alumbraba el entorno, cuando se estaba al lado suyo. No era magia ni milagro de un ser divino puesto en la tierra, sino sencillez alada que, eso sí, llegaba a deslumbrar en la más humilde de las llanezas, una llaneza como de piedra y fuego o como de agua y luz, avivadas por su presencia. Dónde pueda hallarse la razón para explicar los orígenes de esa luz, de esa señal que bulle, con más ímpetu, en la savia rumorosa de algunos seres, eso acaso jamás lo sabré. Pero puedo dar fe de que es así. El tiempo, en tales existencias, es vivido de una forma enteramente distinta a ese nominal engaño que el ser humano se ha construido para profesar que el tiempo no es más que una maleable baratija.
Dada esa condición, a Nella le absorbían las cosas sencillas y en tales veía lo que uno no está capacitado para ver a flor de piel.
Yo, casi siete años menor que ella fui, lo sé, como un protegido suyo. Me hablaba mucho. ¿Por qué, si era tan joven, estaba marcada por esa palabra que es legado, misteriosa misión del espíritu y del corazón? Repito, jamás lo sabré. Pero doy gracias a los hados el haberme permitido compartir los primeros años de mi vida con un ser que no era de este mundo.
En la inocencia engreída que caracteriza a quien ya despunta como un ser con vida y gustos propios, me mofaba yo de algunos de sus gustos musicales, por considerarlos extremadamente románticos y triviales. No tomaba yo nota de la sencillez, creía que era en lo complicado donde había de hallar motivo sustancial para el vivir.
Varios años después de su partida me hallaba yo guarecido de la lluvia en un añejo y legendario comedor caraqueño, ubicado en una casa colonial del viejo centro de Caracas, hoy lamentablemente desparecido; aquel que respondía al nombre de El Álvarez. Era muy amplio, con una gran cantidad de mesas en el comedor y un acogedor bar de prolongada barra y tiempo detenido, en la que varias veces me cité con mi padre para explayarnos en nuestras no menos prolongadas, emotivas y sabrosísimas conversas.
Era mediodía. Estaba solo. Me tocaba laborar en el centro, pero la lluvia fue el magnífico pretexto para refugiarme en una mesa que daba a una de esas inmensas ventanas de un par de siglos atrás, si no más…
Y de pronto, mientras contemplaba cómo aceleraba el paso una agitada y anónima muchedumbre del centro de la ciudad, a la par que se hacían densas y precipitadas las gotas de lluvia, una voz comenzó a susurrarme precisamente una de esas canciones que a Nella tanto le gustaban y que yo, en mi presumida pubertad, consideraba de mal gusto. Era un mensaje para mí. Esa letra sencilla y directa, era un mensaje para mí, como lo podría ser para cualquiera, pues toda palabra, por directa y llana que sea, no deja de tener sentido. Y es en el seno de la sencillez donde más nos llevamos a engaño, quienes esperamos encontrar siempre un tesoro de Aladino. Por buscar míticos tesoros, se nos pierde el regalo. Bueno, en realidad, yo creo que no lo perdí completamente, sino que lo recuperé.
El estribillo reza así:
Mañana me iré, amor mío, qué triste estaré, te digo,
Mañana me iré, amor mío, pero esta noche,
pero esta noche, la paso contigo
Te voy a dar, mi corazón,
te entregaré todo mi ser,
con que pasión, te besaré,
tú me darás, todo tu amor
Mañana me iré, amor mío, pero esta noche,
pero esta noche, la paso contigo
Mañana me iré, amor mío, pero esta noche,
pero esta noche, la paso contigo
No sé por qué me parece que esa canción se tomó toda la tarde en el bar. Era como la reina de lugar. Creo haber pedido que la repitieran, pero de haberlo hecho sería de modo taciturno, como el de un corazón que demanda en silencio y obtiene lo que inesperadamente quiere, por lo que creo que alguien, además de mí, estaba signado por esa escueta letra aquella tarde. También creo que la canción se quedó reverberando dentro de mí. Acaso toda las demás canciones que siguieron aquella tarde sonaban a ella.
También supe y tuve la certeza de que era un mensaje para mí, tanto como lo era para todos aquellos que la amaron y todos aquellos a quienes amó.
Se estaba despidiendo y nadie lo sabía.
A su salud!
.
Uno lleva el cofrecito en un lugar secreto de esa morada nómada y volátil que atisba y ausculta debajo de la piel, esa entidad que alienta en la casa que es el cuerpo; y uno lo ha guardado, exprofeso, en un lugar un tanto indeterminado, que nadie más pueda hallar, entre el camino que va del corazón a la memoria. Y lo ha guardado con la intención de que sea, incluso, una ardua tarea para sí mismo el dar con la vereda que le permita, una vez más, acunarle entre sus manos. Y agradece que sea así, porque lo que desea es sentir el calorcito que alienta dentro de ese pequeño e imperecedero baúl. No es necesario abrirlo muy a menudo, a veces basta con llevarlo como flor en la solapa, pues nadie lo verá más que uno. Aunque, alguna vez, pueda también uno toparse con un avezado vislumbrador, uno de esos seres capaces de advertir las invisibles presencias y, por ello, igualmente incapaces de enunciar a voz en cuello lo que ve.
Mi hermana Nella (Marianella) fue una persona sencilla, extremadamente franca (de una sinceridad que desnudaría a la más dotada de las armaduras) y, sin embargo, grácilmente alada. Creo que muchos de quienes tuvieron la fortuna de conocerla se habrán sentido extrañamente tocados por esa grácil sencillez de vuelo que alumbraba el entorno, cuando se estaba al lado suyo. No era magia ni milagro de un ser divino puesto en la tierra, sino sencillez alada que, eso sí, llegaba a deslumbrar en la más humilde de las llanezas, una llaneza como de piedra y fuego o como de agua y luz, avivadas por su presencia. Dónde pueda hallarse la razón para explicar los orígenes de esa luz, de esa señal que bulle, con más ímpetu, en la savia rumorosa de algunos seres, eso acaso jamás lo sabré. Pero puedo dar fe de que es así. El tiempo, en tales existencias, es vivido de una forma enteramente distinta a ese nominal engaño que el ser humano se ha construido para profesar que el tiempo no es más que una maleable baratija.
Dada esa condición, a Nella le absorbían las cosas sencillas y en tales veía lo que uno no está capacitado para ver a flor de piel.
Yo, casi siete años menor que ella fui, lo sé, como un protegido suyo. Me hablaba mucho. ¿Por qué, si era tan joven, estaba marcada por esa palabra que es legado, misteriosa misión del espíritu y del corazón? Repito, jamás lo sabré. Pero doy gracias a los hados el haberme permitido compartir los primeros años de mi vida con un ser que no era de este mundo.
En la inocencia engreída que caracteriza a quien ya despunta como un ser con vida y gustos propios, me mofaba yo de algunos de sus gustos musicales, por considerarlos extremadamente románticos y triviales. No tomaba yo nota de la sencillez, creía que era en lo complicado donde había de hallar motivo sustancial para el vivir.
Varios años después de su partida me hallaba yo guarecido de la lluvia en un añejo y legendario comedor caraqueño, ubicado en una casa colonial del viejo centro de Caracas, hoy lamentablemente desparecido; aquel que respondía al nombre de El Álvarez. Era muy amplio, con una gran cantidad de mesas en el comedor y un acogedor bar de prolongada barra y tiempo detenido, en la que varias veces me cité con mi padre para explayarnos en nuestras no menos prolongadas, emotivas y sabrosísimas conversas.
Era mediodía. Estaba solo. Me tocaba laborar en el centro, pero la lluvia fue el magnífico pretexto para refugiarme en una mesa que daba a una de esas inmensas ventanas de un par de siglos atrás, si no más…
Y de pronto, mientras contemplaba cómo aceleraba el paso una agitada y anónima muchedumbre del centro de la ciudad, a la par que se hacían densas y precipitadas las gotas de lluvia, una voz comenzó a susurrarme precisamente una de esas canciones que a Nella tanto le gustaban y que yo, en mi presumida pubertad, consideraba de mal gusto. Era un mensaje para mí. Esa letra sencilla y directa, era un mensaje para mí, como lo podría ser para cualquiera, pues toda palabra, por directa y llana que sea, no deja de tener sentido. Y es en el seno de la sencillez donde más nos llevamos a engaño, quienes esperamos encontrar siempre un tesoro de Aladino. Por buscar míticos tesoros, se nos pierde el regalo. Bueno, en realidad, yo creo que no lo perdí completamente, sino que lo recuperé.
El estribillo reza así:
Mañana me iré, amor mío, qué triste estaré, te digo,
Mañana me iré, amor mío, pero esta noche,
pero esta noche, la paso contigo
Te voy a dar, mi corazón,
te entregaré todo mi ser,
con que pasión, te besaré,
tú me darás, todo tu amor
Mañana me iré, amor mío, pero esta noche,
pero esta noche, la paso contigo
Mañana me iré, amor mío, pero esta noche,
pero esta noche, la paso contigo
No sé por qué me parece que esa canción se tomó toda la tarde en el bar. Era como la reina de lugar. Creo haber pedido que la repitieran, pero de haberlo hecho sería de modo taciturno, como el de un corazón que demanda en silencio y obtiene lo que inesperadamente quiere, por lo que creo que alguien, además de mí, estaba signado por esa escueta letra aquella tarde. También creo que la canción se quedó reverberando dentro de mí. Acaso toda las demás canciones que siguieron aquella tarde sonaban a ella.
También supe y tuve la certeza de que era un mensaje para mí, tanto como lo era para todos aquellos que la amaron y todos aquellos a quienes amó.
Se estaba despidiendo y nadie lo sabía.
A su salud!
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