“…No renunciaremos —oh Keats— a ningún objeto de belleza,
engendrador de eternos goces…”
(A. R.)
Ensayo que nos pone a recorrer un pueblo, tal como se vive un día de hace 498 años, leído por su autor, el humanista Don
Alfonso Reyes, uno de los más grandes prosistas de la historia.
Dejamos acá el primer
capítulo de tal ensayo, para iniciarnos en la conmovedora narración que nos lega Don Alfonso Reyes en el audio que agregamos abajo…
Salud!
lacl
Visión de Anáhuac
(1519)
Alfonso Reyes
I
Viajero: has llegado a la
región más transparente del aire.
En la era de los descubrimientos, aparecen libros llenos de
noticias extraordinarias y amenas narraciones geográficas. La historia,
obligada a descubrir nuevos mundos, se desborda del cauce clásico, y entonces
el hecho político cede el puesto a los discursos etnográficos y a la pintura de
civilizaciones. Los historiadores del siglo XVI fijan el carácter de las
tierras recién halladas, tal como éste aparecía a los ojos de Europa: acentuado
por la sorpresa, exagerado a veces. El diligente Giovanni Battista Ramusio
publica su peregrina recopilación Delle Navigationi et Viaggi en Venecia
en el año de 1550. Consta la obra de tres volúmenes in-folio, que luego fueron
reimpresos aisladamente, y está ilustrada con profusión y encanto. De su
utilidad no puede dudarse: los cronistas de Indias del Seiscientos (Solís al menos)
leyeron todavía alguna carta de Cortés en las traducciones italianas que ella contiene.
En sus estampas, finas y candorosas, según la elegancia del
tiempo, se aprecia la progresiva conquista de los litorales; barcos diminutos
se deslizan por una raya que cruza el mar; en pleno océano, se retuerce, como
cuerno de cazador, un monstruo marino, y en el ángulo irradia picos una
fabulosa estrella náutica. Desde el seno de la nube esquemática, sopla un Éolo
mofletudo, indicando el rumbo de los vientos —constante cuidado de los hijos de
Ulises—. Vense pasos de la vida africana, bajo la tradicional palmera y junto
al cono pajizo de la choza, siempre humeante; hombres y fieras de otros climas,
minuciosos panoramas, plantas exóticas y soñadas islas. Y en las costas de la
Nueva Francia, grupos de naturales entregados a los usos de la caza y la
pesquería, al baile o a la edificación de ciudades. Una imaginación como la de
Stevenson, capaz de soñar La isla del tesoro ante una cartografía
infantil, hubiera tramado, sobre las estampas del Ramusio, mil y un
regocijos para nuestros días nublados.
Finalmente, las estampas describen la vegetación de Anáhuac.
Deténganse aquí nuestros ojos: he aquí un nuevo arte de naturaleza.
La mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas
frutales llenas de una miel desconocida; pero, sobre todo, las plantas típicas:
la biznaga mexicana —imagen del tímido puerco espín—, el maguey (del cual se
nos dice que sorbe sus jugos a la roca), el maguey que se abre a flor de
tierra, lanzando a los aires su plumero; los «órganos» paralelos, unidos como
las cañas de la flauta y útiles para señalar la linde; los discos del nopal
—semejanza del candelabro—, conjugados en una superposición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos aparece
como una flora emblemática, y todo como concebido para blasonar un escudo. En
los agudos contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo y raíz, son caras
abstractas, sin color que turbe su nitidez.
Esas plantas protegidas de púas nos anuncian que aquella
naturaleza no es, como la del sur o las costas, abundante en jugos y vahos
nutritivos. La tierra de Anáhuac apenas reviste feracidad a la vecindad de los
lagos. Pero, a través de los siglos, el hombre conseguirá desecar sus aguas,
trabajando como castor; y los colonos devastarán los bosques que rodean la
morada humana, devolviendo al valle su carácter propio y terrible: —En la
tierra salitrosa y hostil, destacadas profundamente, erizan sus garfios las
garras vegetales, defendiéndose de la seca—.
Abarca la desecación del valle desde el año de 1449 hasta el año
de 1900. Tres razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones —que poco
hay de común entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que
nos dio treinta años de paz augusta—. Tres regímenes monárquicos, divididos por
paréntesis de anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y se corrige la obra del
Estado, ante las mismas amenazas de la naturaleza y la misma tierra que cavar.
De Netzahualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz,
parece correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró
todavía echando la última palada y abriendo la última zanja.
Es la desecación de los lagos como un pequeño drama con sus
héroes y su fondo escénico. Ruiz de Alarcón lo había presentido vagamente en su
comedia de El semejante a sí mismo. A la vista de numeroso cortejo,
presidido por Virrey y
Arzobispo, se abren las esclusas: las inmensas aguas entran
cabalgando por los tajos.
Ése, el escenario. Y el enredo, las intrigas de Alonso Arias y
los dictámenes adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente; hasta que las
rejas de la prisión se cierran tras Enrico Martín, que alza su nivel con mano
segura.
Semejante al espíritu de sus desastres, el agua vengativa
espiaba de cerca a la ciudad; turbaba los sueños de aquel pueblo gracioso y
cruel, barriendo sus piedras florecidas; acechaba, con ojo azul, sus torres
valientes.
Cuando los creadores del desierto acaban su obra, irrumpe el
espanto social.
El viajero americano está condenado a que los europeos le
pregunten si hay en América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de
una Castilla americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria
seguramente (por mucho que en vez de colinas la quiebren enormes montañas),
donde el aire brilla como espejo y se goza de un otoño perenne. La llanura
castellana sugiere pensamientos ascéticos: el valle de México, más bien pensamientos
fáciles y sobrios. Lo que una gana en lo trágico, la otra en plástica
rotundidad.
Nuestra naturaleza tiene dos aspectos opuestos. Uno, la cantada
selva virgen de América, apenas merece describirse. Tema obligado de admiración
en el Viejo Mundo, ella inspira los entusiasmos verbales de Chateaubriand.
Horno genitor donde las energías parecen gastarse con abandonada generosidad,
donde nuestro ánimo naufraga en emanaciones embriagadoras, es exaltación de la
vida a la vez que imagen de la anarquía vital: los chorros de verdura por las
rampas de la montaña; los nudos ciegos de las lianas; toldos de platanares;
sombra engañadora de árboles que adormecen y roban las fuerzas de pensar;
bochornosa vegetación; largo y voluptuoso torpor, al zumbido de los insectos.
¡Los gritos de los papagayos, el trueno de las cascadas, los ojos de las
fieras, le dard empoisonné du sauvage! En estos derroches de fuego y
sueño —poesía de hamaca y de abanico— nos superan seguramente otras regiones meridionales.
Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos,
para los que gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento
claro. La visión más propia de nuestra naturaleza está en las regiones de la
mesa central: allí la vegetación arisca y heráldica, el paisaje organizado, la
atmósfera de extremada nitidez, en que los colores mismos se ahogan —compensándolo
la armonía general del dibujo—; el éter luminoso en que se adelantan las cosas
con un resalte individual; y, en fin, para de una vez decirlo en las palabras
del modesto y sensible Fray Manuel de Navarrete: una luz resplandeciente que
hace brillar la cara de los cielos.
Ya lo observaba un grande viajero, que ha sancionado con su
nombre el orgullo de la Nueva España; un hombre clásico y universal como los
que criaba el Renacimiento, y que resucitó en su siglo la antigua manera de
adquirir la sabiduría viajando, y el hábito de escribir únicamente sobre
recuerdos y meditaciones de la propia vida: en su Ensayo político, el barón
de Humboldt notaba la extraña reverberación de los rayos solares en la masa
montañosa de la altiplanicie central, donde el aire se purifica.
En aquel paisaje, no desprovisto de cierta aristocrática
esterilidad, por donde los ojos yerran con discernimiento, la mente descifra
cada línea y acaricia cada ondulación; bajo aquel fulgurar del aire y en su
general frescura y placidez, pasearon aquellos hombres ignotos la amplia y meditabunda mirada
espiritual. Extáticos ante el nopal del águila y de la serpiente —compendio
feliz de nuestro campo— oyeron la voz del ave agorera que les prometía seguro
asilo sobre aquellos lagos hospitalarios. Más tarde, de aquel palafito había
brotado una ciudad, repoblada con las incursiones de los mitológicos caballeros
que llegaban de las Siete Cuevas —cuna de las siete familias derramadas por
nuestro suelo—. Más tarde, la ciudad se había dilatado en imperio, y el ruido
de una civilización ciclópea, como la de Babilonia y Egipto, se prolongaba,
fatigado, hasta los infaustos días de Moctezuma el doliente. Y fue entonces
cuando, en envidiable hora de asombro, traspuestos los volcanes nevados, los
hombres de Cortés («polvo, sudor y hierro») se asomaron sobre aquel orbe de
sonoridad y fulgores —espacioso circo de montañas—.
A sus pies, en un espejismo de cristales, se extendía la
pintoresca ciudad, emanada toda ella del templo, por manera que sus calles
radiantes prolongaban las aristas de la pirámide.
Hasta ellos, en algún oscuro rito sangriento, llegaba —ululando—
la queja de la chirimía y, multiplicado en el eco, el latido del salvaje
tambor.
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