Yo vivía en una ciudad infeliz, dividida por un río
tardo, encaminado al ocaso. Sus riberas, de árboles inmutables, vedaban la luz
de un cielo dificultoso.
Esperaba el fenecimiento del día ambiguo,
interrumpido por los aguavientos. Salía de mi casa desviada en demanda de la
tarde y sus vislumbres.
El sol declinante pintaba la ciudad de las ruinas
ultrajadas.
Las aves pasaban a reposar más adelante.
Yo sentía las trabas y los herrojos de una vida
impedida. El fantasma de una mujer, imagen de la amargura, me seguía con sus
pasos infalibles de sonámbula.
El mar sobresaltaba mi recogimiento, socavando la
tierra en el secreto de la noche. La brisa desordenaba los médanos, cegando los
arbustos de un litoral bajo, terminados en una flor extenuada.
La ciudad, agobiada por el tiempo y acogida a un
recodo del continente, guardaba costumbres seculares. Contaba aguadores y
mendigos, versados en proverbios y consejas.
El más avisado de todos instaba mi atención
refiriendo la semejanza de un apólogo hindú. Consiguió acelerar el curso de mi
pensamiento, volviéndome en
mi acuerdo.
El aura prematinal refrescaba esforzadamente mi
cabeza calenturienta, desterrando las volaterías de un sueño confuso.
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