(Fragmento)
Guadalajara, Noviembre, 2007)
Mi ser tuvo la fortuna de ser testigo, gracias a uno de mis contadísimos y prevenidísimos escapes, de ese abrazo que una amistad a toda prueba tuvo a bien de darse en público. Les confieso que el presenciar a Álvaro Mutis y a García Márquez sentarse el uno junto al otro, con la llaneza de una amistad que no se ensalza, pero que sí sabe relamerse como una gata entre sus piernas, me enjugó los ojos e hizo que un estremecimiento recorriera mi médula espinal. Ex profeso no había llevado mi cámara. Tan sólo quería ser un testigo presencial de la amistad. No se trata de ciega adoración. Sucede que allí, frente a un público algo frenético y ante no menos de quinientas cámaras, desde las de los celulares personales hasta las de los más reputados medios de todos los continentes, estaban sentados dos exponentes de aquello que antaño se denominaba con la sencilla palabra de humanismo. Ejemplo para las cada vez más numerosas oleadas de intelectuales que parecen ser unos estrictos censores o vigías al servicio incondicional de las posturas ultraístas que, contra viento y marea, predican los fraudulentos artificios de la política. Un escritor puede tener una postura política. Pero ello no irá en desmedro de su condición de ser humano. Antes de ser de ser un abnegado demócrata, un denodado comunista o un convencido socialista, un escritor ha de ser primeramente, un ser humano. Y eso son a carta cabal Don Álvaro y Don Gabo, a despecho de ciertas declaraciones que, de parte y parte, pudieran en algún momento hacerles lucir “comprometidos” ante aquellos que insisten en dar predominancia a los jabonosos embates de la política, antes que a las personas de carne y hueso….
.
Tomado de:
miércoles, 12 de diciembre de 2007
miércoles, 12 de diciembre de 2007
Crónica del
retorno
http://letrascontraletras.blogspot.com/2007/12/crnica-del-retorno-he-vuelto.html
Y una amorosa travesura...
Y una amorosa travesura...
Homenaje al
amigo, Gabriel García Márquez.
Álvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar
en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela
de los elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio,
él violó aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero
que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme el plato
frío de la venganza, y creo que no habrá otra más propicia que ésta. Álvaro
contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena
idílica del 49. Ese encuentro parecía ser en verdad el primero, hasta una tarde
de hace tres años o cuatro años, cuando le oí decir algo casual sobre Félix
Mendelssohn. Fue una revelación que me transportó de golpe a mis años de
universitario en la desierta salita de música de la Biblioteca Nacional de
Bogotá, donde nos refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para
estudiar en el café. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno
de nariz heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos
minúsculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la
tarde, y pedía que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que
pasar 40 años hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de
pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos
incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.
'Carajo', le dije derrotado. 'De modo que eras tú'.
Lo único que lamenté fue no poder cobrarle los
resentimientos atrasados, porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que
no teníamos caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del
abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de
separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.
Álvaro había sufrido ya los muchos riesgos de sus
oficios raros e innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio
Nacional, un marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber
detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que él
improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne en este
mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los nombres de los dos Lleras
mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones públicas, se equivocó de
película en una reunión de beneficencia, y en vez de un documental de niños
huérfanos les proyectó a las buenas señoras de la sociedad una comedia
pornográfica de monjas y soldados, enmascarada bajo un título inocente: El
cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones públicas de una empresa
aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Álvaro se le
iba en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias de las
víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos abrían la
puerta creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer la cara caían
fulminados con un grito de dolor.
En otro empleo más grato había tenido que sacar de un
hotel de Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo
bajó en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de
emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quién iba
dentro, le dijo: 'El señor obispo'. En un restaurante de México, donde hablaba
a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo, creyendo que en realidad era
Walter Winche, el personaje de Los intocables que Álvaro doblaba para la
televisión. Durante sus 23 años de vendedor de películas enlatadas para América
Latina le dio 17 veces la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser.
Lo que más aprecié desde siempre es su generosidad de
maestro de escuela, con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el
maldito vicio del billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él
de los otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía contra
la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con
su labia florida, y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es
posible ser poeta sin morir en el intento.
Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa
virtud. Ya conté alguna vez que fue Álvaro quien me llevó mi primer ejemplar de
Pedro Páramo y me dijo: 'Ahí tiene, para que aprenda'. Nunca se imaginó en la
que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a
escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no
contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema salvador ha
sido Álvaro Mutis desde que escribí Cien años de soledad. Casi todas las noches
fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los capítulos terminados, y
de ese modo captaba sus reacciones aunque no fuera el mismo cuento. Él los
escuchaba con tanto entusiasmo, que seguía repitiéndolos por todas partes,
corregidos y aumentados por él. Sus amigos me los contaban después tal como
Álvaro se los contaba, y muchas veces me apropié de sus aportes. Terminado el
primer borrador se lo mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado:
'Usted me ha hecho quedar como un perro con mis amigos', me gritó. 'Esta vaina
no tiene nada que ver con lo que me había contado'.
Desde entonces ha sido el primer lector de mis
originales. Sus juicios son tan crudos, pero también tan razonados, que por lo
menos tres cuentos míos murieron en el cajón de la basura porque él tenía razón
contra ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis
libros, pero hay mucho.
Me preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha
podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Álvaro y
yo nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México
más de treinta años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando
quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos antes por teléfono para estar
seguros de que queremos vernos. Sólo una vez violé esta regla de amistad
elemental, y Álvaro me dio entonces una prueba máxima de la clase de amigo que
es capaz de ser.
Fue así: ahogado de tequila con un amigo muy querido,
toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde Álvaro sobrellevaba
su triste vida de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su mirada
todavía embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de Botero, de un
metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él
lo que nos dio la gana. Álvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el
asalto, ni movió un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido que esperar
hasta esta noche de sus primeros 70 años para expresarle mi remordimiento.
Otro buen sustento de esta amistad es que la mayoría
de las veces en que hemos estado juntos ha sido viajando. Esto nos ha permitido
ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo, y sólo ocuparnos
el uno del otro cuando en realidad valía la pena. Para mí, las horas
interminables de carreteras europeas han sido la universidad de artes y letras
donde nunca estuve. De Barcelona a Aix-en-Provence aprendí más de trescientos
kilómetros sobre los Cátaros y de los papas de Avignon. Así en Alejandría como
en Florencia, en Nápoles como en Beirut, en Egipto como en París. Sin embargo,
la enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la
campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de
los barbechos recién abonados. Álvaro había manejado durante más de tres horas,
aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: 'País de grandes
ciclistas y cazadores'. Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos confesó que
él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de
descuido suelta frases como aquélla, aun en las visitas más propias y hasta en
los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe,
porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle los
libros.
Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante
no han sido las clases sino los recreos. En París, esperando que las señoras
acabaran de comprar, Álvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda,
torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco, y extendió su trémula
mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa:
'Es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cashemir'. Pero le dio un
franco. En menos de 15 minutos recogió cuarenta.
En Roma, en casa de Francesco Rossi, hipnotizó a
Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del
cine y de las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas contándoles
sus historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y sin
una sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona recitó un poema con la voz
y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que había escuchado a Neruda en
persona le pidió un autógrafo creyendo que era él.
Un verso suyo me había inquietado desde que lo leí:
'Ahora que sé que nunca conoceré Estambul'. Un verso extraño en un monárquico
insalvable, que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no decía
Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera la
razón. No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso
conociendo a Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un barco
lento, como debe ser cuando uno desafía al destino. Sin embargo, no tuve un
instante de sosiego durante los tres días que estuvimos allí, asustado por el
poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando Álvaro es un anciano de 70
años y yo un niño de 66, me atrevo a decir que no lo hice por derrotar un
verso, sino por contrariar a la muerte.
De todos modos, la única vez en que de veras me he
creído a punto de morir, también estaba con Álvaro. Rodábamos a través de la
Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido
contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la derecha
sin tiempo para mirar a dónde íbamos a caer. Por un instante sentí la sensación
fenomenal de que el volante no me obedecía en el vacío. Carmen y Mercedes,
siempre en el asiento posterior, permanecieron sin aliento hasta que el
automóvil se acostó como un niño en la cuneta de un viñedo primaveral. Lo único
que recuerdo de aquel instante es la cara de Álvaro en el asiento de al lado,
que me miraba un segundo antes de morir con un gesto de conmiseración que
parecía decir: '¡Pero qué está haciendo este pendejo!'.
Estos exabruptos de Álvaro nos sorprenden menos a
quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa
y alucinada que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque
empezó a verse distinta de cómo se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba
en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de
la Sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de
14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que
tuviéramos cuidado, porque en Manizales había hecho el mismo favor con un niño
que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas.
A pesar de eso se lo encomendamos otro día en los almacenes Macys, y cuando
regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al
niño, ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo:
'No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía siete
años, y ahora vean lo bien que le va'. Por supuesto que le iba bien, si era una
versión culta y magnificada de ella, y conocido en medio planeta, no tanto por
su poesía como por ser el hombre más simpático del mundo. Por donde quiera que
pasaba iba dejando el rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas, de
sus comilonas suicidas, de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo conocemos y
lo queremos más sabemos que no son más que aspavientos para asustar a sus
fantasmas.
Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo precio que
paga Álvaro Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo he visto tendido en
un sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no le
envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por fortuna,
esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su inmensa sabiduría, su
descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura
quimérica y la desolación interminable de su poesía.
Lo he visto escondido del mundo en las sinfonías
paquidérmicas de Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he
visto en un rincón apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas
vacaciones, fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras
completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una película de
vaqueros, relee de una tirada toda A la búsqueda del tiempo perdido. Pues una
buena condición para que lea un libro es que no tenga menos de 1.200 páginas.
En la cárcel de México, adonde estuvo por un delito del que disfrutamos muchos
escritores y artistas, y que sólo él pagó, permaneció los 16 meses que él
considera los más felices de su vida.
Siempre pensé que la lentitud de su creación era
causada por su oficios tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el
desastre de su caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso
mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la
niebla de Transilvania. Él me dijo cuando se lo dije, hace muchos años, que tan
pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con sus libros. Que
haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus aviones eternos a la
tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes milagros
de nuestras letras: ocho libros en seis años.
Basta leer una sola página de cualquiera de ellos para
entenderlo todo: la obra completa de Álvaro Mutis, su vida misma, son las de un
vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso
perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice.
Maqroll somos todos.
Quedémonos con
esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche a cumplir con Álvaro
estos 70 años de todos. Por primera vez sin falsos pudores, sin mentadas de
madre por miedo de llorar, y sólo para decirle con todo el corazón, cuánto lo
admiramos, carajo, y cuánto lo queremos.
.
.
2 comentarios:
Extrordinario ese "Homenaje a la amistad", es innegable que el lenguaje nos transporta a otros mundos, que siendo parte del nuestro, nos hace vivir en ese lugar de ocurrencias que fue capaz nuestro querido Gabo de llevarmos con sus escritos.
No había visto tus palabras, así de descaminado soy... Un abrazo, Leo! Y saludos a la familia...
Publicar un comentario