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sábado, 30 de septiembre de 2017

¿ES TODAVÍA POSIBLE LA FELICIDAD? Bertrand Russell La conquista de la felicidad, Capítulo X.




Uno de mis libros de cabecera. No hay que dejarse engañar por el título. Nada tiene que ver con los ridículos compendios modernos de auto ayuda y superación personal, medio tan contaminado de mercachifles, como de baratijas puede estar abarrotada una tienda de imitaciones; sin que con ello quiera decir que todos los autores que se dedican a los temas de ayuda sean desestimables. El libro de Russell tiene una particularidad. Analiza el asunto en frío. Y no hace promesas de obtención alguna de felicidad como quien reparte pildoritas. Pero luego de leído ese libro creo, con sinceridad, que se cuenta con una visión más descarnada de los elementos muchas veces fútiles o imaginarios que obstaculizan un vivir más cónsono con el sosiego. 
La primera parte versa sobre las causas de la infelicidad. Y ya hemos dejado en el blog el capítulo con que abre ese libro. La segunda, versa sobre las causas de la felicidad. Dejamos ahora el primer capítulo de la segunda parte. 

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¿ES TODAVÍA POSIBLE LA FELICIDAD? Bertrand Russell

Hasta ahora hemos hablado del hombre desdichado; nos toca ahora la más agradable tarea de considerar al hombre feliz. Las conversaciones y los libros de algunos de mis amigos casi me han hecho llegar a la conclusión de que la felicidad en el mundo moderno es ya imposible. Sin embargo, he comprobado que esa opinión tiende a desintegrarse ante la introspección, los viajes al extranjero y las conversaciones con mi jardinero. Ya he comentado en un capítulo anterior la infelicidad de mis amigos literatos; en este capítulo me propongo pasar revista a la gente feliz que he conocido a lo largo de mi vida.

Existen dos clases de felicidad, aunque, naturalmente, hay grados intermedios. Las dos clases a las que me refiero podrían denominarse normal y de fantasía, o animal y espiritual, o del corazón y de la cabeza. La designación que elijamos entre estas alternativas depende, por supuesto, de la tesis que se pretenda demostrar. A mí, por el momento, no me interesa demostrar ninguna, sino simplemente describir. Posiblemente, el modo más sencillo de describir las diferencias entre las dos clases de felicidad es decir que una clase está al alcance de cualquier ser humano y la otra solo pueden alcanzarla los que saben leer y escribir. Cuando yo era niño, conocí a un hombre que reventaba de felicidad y cuyo trabajo consistía en cavar pozos. Era extraordinariamente alto y tenía una musculatura increíble; no sabía leer ni escribir, y cuando en 1885 tuvo que votar para el Parlamento se enteró por primera vez de que existía dicha institución. Su felicidad no dependía de fuentes intelectuales; no se basaba en la fe en la ley natural ni en la perfectibilidad de la especie, ni en la propiedad común de los medios de producción, ni en el triunfo definitivo de los adventistas del Séptimo Día, ni en ninguno de los otros credos que los intelectuales consideran necesarios para disfrutar de la vida. Se basaba en el vigor físico, en tener trabajo suficiente y en superar obstáculos no insuperables en forma de roca. La felicidad de mi jardinero es del mismo tipo; está empeñado en una guerra perpetua contra los conejos, de los que habla exactamente igual que Scotland Yard de los bolcheviques; los considera siniestros, intrigantes y feroces, y opina que solo se les puede hacer frente aplicando una astucia igual a la de ellos. Como los héroes del Valhalla, que se pasaban todos los días cazando a cierto jabalí al que mataban todas las noches, pero que volvía milagrosamente a la vida cada mañana, mi jardinero puede matar a su enemigo un día sin el menor temor a que el enemigo haya desaparecido al día siguiente. Aunque pasa con mucho de los setenta años, trabaja todo el día y recorre en bicicleta veinticinco kilómetros para ir y volver del trabajo, pero su fuente de alegría es inagotable y son «esos conejos» los que se la proporcionan. Pero dirán ustedes que estos goces tan simples no están al alcance de personas superiores como nosotros. ¿Qué alegría podemos experimentar declarando la guerra a unos seres tan insignificantes como los conejos? Este argumento, en mi opinión, no es válido. Un conejo es mucho más grande que un bacilo de la fiebre amarilla, y, sin embargo, una persona superior puede encontrar la felicidad en la guerra contra este último. Hay placeres exactamente similares a los de mi jardinero, en lo referente a su contenido emocional, que están al alcance de las personas más cultivadas. La diferencia que establece la educación solo se nota en las actividades que permiten obtener dichos placeres. El placer de lograr algo requiere que haya dificultades que al principio hagan dudar del triunfo, aunque al final casi siempre se consiga. Esta es, tal vez, la principal razón de que una confianza no excesiva en nuestras propias facultades sea una fuente de felicidad. Al hombre que se subestima le sorprenden siempre sus éxitos, mientras que al hombre que se sobreestima le sorprenden con igual frecuencia sus fracasos. La primera clase de sorpresa es agradable y la segunda desagradable. Por tanto, lo más prudente es no ser excesivamente engreído, pero tampoco demasiado modesto para ser emprendedor.

Entre los sectores más cultos de la sociedad, el más feliz en estos tiempos es el de los hombres de ciencia. Muchos de los más eminentes son muy simples en el plano emocional, y su trabajo les produce una satisfacción tan profunda que son capaces de encontrar placer en la comida e incluso en el matrimonio. Los artistas y los literatos consideran de rigueur ser desgraciados en sus matrimonios, pero los hombres de ciencia, con mucha frecuencia, siguen siendo capaces de gozar de la anticuada felicidad doméstica. La razón es que los componentes superiores de su inteligencia están totalmente absortos en el trabajo y no se les permite irrumpir en regiones en que no tienen ninguna función que realizar. En su trabajo son felices porque la ciencia del mundo moderno es progresista y poderosa, y porque nadie duda de su importancia, ni ellos ni los profanos. En consecuencia, no tienen necesidad de emociones complejas, ya que las emociones más simples no encuentran obstáculos. La complejidad emocional es como la espuma de un río. La producen los obstáculos que rompen el flujo uniforme de la corriente. Pero si las energías vitales no encuentran obstáculos, no se produce ni una ondulación en la superficie, y su fuerza pasa inadvertida al que no sea observador. En la vida del hombre de ciencia se cumplen todas las condiciones de la felicidad. Ejerce una actividad que aprovecha al máximo sus facultades y consigue resultados que no solo le parecen importantes a él, sino también al público en general, aunque este no entienda ni una palabra. En este aspecto es más afortunado que el artista. Cuando el público no entiende un cuadro o un poema, llega a la conclusión de que es un mal cuadro o un mal poema. Cuando no es capaz de entender la teoría de la relatividad, llega a la conclusión (acertada) de que no ha estudiado suficiente. La consecuencia es que Einstein es venerado mientras los mejores pintores se mueren de hambre en sus buhardillas, y Einstein es feliz mientras los pintores son desgraciados. Muy pocos hombres pueden ser auténticamente felices en una vida que conlleve una constante autoafirmación frente al escepticismo de las masas, a menos que puedan encerrarse en sus corrillos y se olviden del frío mundo exterior. El hombre de ciencia no tiene necesidad de corrillos, ya que todo el mundo tiene buena opinión de él excepto sus colegas. El artista, por el contrario, se encuentra en la penosa situación de tener que elegir entre ser despreciado o ser despreciable. Si su talento es de primera categoría, le pueden ocurrir una u otra de estas dos desgracias: la primera, si utiliza su talento; la segunda, si no lo utiliza. Esto no ha ocurrido siempre, ni en todas partes. Ha habido épocas en que hasta los buenos artistas, incluso siendo jóvenes, estaban bien considerados. Julio II, aunque a veces trataba mal a Miguel Ángel, nunca le consideró incapaz de pintar bien. Al millonario moderno, aunque arroje una lluvia de oro sobre artistas viejos que ya han perdido sus facultades, nunca se le pasa por la cabeza que el trabajo de estos es tan importante como el suyo. Puede que estas circunstancias tengan algo que ver con el hecho de que los artistas sean, por regla general, menos felices que los hombres de ciencia.

Creo que hay que reconocer que los jóvenes más inteligentes de los países occidentales tienden a padecer esa clase de infelicidad que se deriva de no encontrar un trabajo adecuado para su talento. Sin embargo, no es este el caso en los países orientales. En la actualidad, los jóvenes inteligentes son, probablemente, más felices en Rusia que en ninguna otra parte del mundo. Allí tienen oportunidad de crear un mundo nuevo, y poseen una fe ardiente en que basar lo que crean. Los viejos han sido asesinados o exiliados, o se mueren de hambre, o se los ha desinfectado de algún otro modo para que no puedan obligar a los jóvenes, como se hace en todo país occidental, a elegir entre hacer daño y no hacer nada. Al occidental sofisticado, la fe del joven ruso le puede parecer tosca, pero ¿qué se puede decir en contra de ella? Es cierto que está creando un mundo nuevo; el nuevo mundo es de su agrado; casi con seguridad, el nuevo mundo, una vez creado, hará al ruso medio más feliz de lo que era antes de la Revolución. Tal vez no sea un mundo en que pueda ser feliz un sofisticado intelectual de Occidente, pero el sofisticado intelectual de Occidente no tiene que vivir en él. Por tanto, según todos los criterios pragmáticos, la fe de la joven Rusia está justificada, y condenarla diciendo que es tosca carece de justificación, excepto en el plano teórico. En India, China y Japón, las circunstancias exteriores de carácter político interfieren con la felicidad de la joven intelligentsia, pero no existen obstáculos internos como los que existen en Occidente. Hay actividades que a los jóvenes les parecen importantes, y si dichas actividades se hacen bien, los jóvenes son felices. Sienten que tienen que desempeñar un importante papel en la vida de la nación, y tienen objetivos que, aunque son difíciles, no son imposibles de llevar a cabo. El cinismo que tan frecuentemente observamos en los jóvenes occidentales con estudios superiores es el resultado de la combinación de la comodidad con la impotencia. La impotencia le hace a uno sentir que no vale la pena hacer nada, y la comodidad hace soportable el dolor que causa esa sensación. En todo el Oriente, el estudiante universitario confía en poder influir en la opinión pública mucho más que sus equivalentes del Occidente moderno, pero tiene muchas menos posibilidades que estos de asegurarse unos ingresos elevados. Al no sentirse ni impotente ni acomodado, se convierte en un reformista o en un revolucionario, pero no en un cínico. La felicidad del reformista o del revolucionario depende del curso que tomen los asuntos públicos, pero lo más probable es que, incluso cuando le están ejecutando, goce de más felicidad real que el cínico acomodado. Me acuerdo de un joven chino que visitó mi escuela con la intención de fundar una similar en una zona reaccionaria de China. Suponía que por ello le cortarían la cabeza, pero no obstante disfrutaba de una tranquila felicidad que yo no pude menos que envidiar.

Sin embargo, no pretendo insinuar que estas modalidades de felicidad de altos vuelos sean las únicas posibles. De hecho, solo son accesibles para una minoría, ya que requieren un tipo de capacidad y una amplitud de intereses que no pueden ser muy comunes. No solo los científicos eminentes obtienen placer de su trabajo, ni solo los grandes estadistas obtienen placer defendiendo una causa. El placer del trabajo está al alcance de cualquiera que pueda desarrollar una habilidad especializada, siempre que obtenga satisfacción del ejercicio de su habilidad sin exigir el aplauso del mundo entero. Conocí a un hombre que había perdido el movimiento de ambas piernas siendo muy joven, y aun así vivió una larga vida de serena felicidad escribiendo una obra en cinco tomos sobre las plagas de las rosas; según tengo entendido, era el principal experto en este campo. No he tenido ocasión de conocer a muchos conchólogos, pero, a juzgar por los que he conocido, el estudio de las conchas produce grandes satisfacciones a quienes lo practican. Conocí a un hombre que era el mejor cajista del mundo, y siempre estaba solicitado por todos los que se dedicaban a inventar tipos artísticos; su satisfacción no se debía al genuino respeto que le tenían personas que no concedían fácilmente su respeto, sino al placer que le producía ejercer su oficio, un placer no muy diferente del que los buenos bailarines obtienen de la danza. También he conocido cajistas especializados en componer tipos matemáticos, escritura nestoriana, o cuneiforme, o cualquier otra cosa fuera de lo normal y difícil. No llegué a saber si aquellos hombres eran felices en su vida privada, pero en sus horas de trabajo sus instintos constructivos se veían plenamente gratificados.

Se oye decir con frecuencia que en esta época de maquinismo hay menos oportunidades que antes para que el artesano se deleite en su trabajo especializado. No estoy nada seguro de que esto sea cierto; es verdad que en la actualidad el trabajador especializado trabaja en cosas muy diferentes de las que ocupaban la atención de los gremios medievales, pero sigue siendo muy importante e imprescindible en la economía maquinista. Hay personas que construyen instrumentos científicos y máquinas delicadas, hay diseñadores, mecánicos de aviación, conductores y otras muchas personas que tienen un oficio en el que pueden desarrollar una habilidad casi hasta sus últimos límites. Por lo que he podido observar, el trabajador agrícola y el campesino de las sociedades relativamente primitivas no son tan felices como un conductor o un maquinista. Es cierto que el trabajo del campesino que cultiva su propia tierra es variado: ara, siembra, cosecha. Pero está a merced de los elementos y es muy consciente de esta dependencia, mientras que el hombre que maneja un mecanismo moderno es consciente de su poder y llega a tener la sensación de que el hombre es el amo, no el esclavo, de las fuerzas naturales. Por supuesto, es cierto que no tiene nada de interesante el trabajo de la gran masa de obreros que se limitan a atender máquinas, repitiendo una y otra vez alguna operación mecánica con la menor variación posible. Pero cuanto menos interesante sea un trabajo, más probable es que acabe haciéndolo una máquina. El objetivo último de la producción maquinista —del que hay que decir que aún estamos muy lejos— es un sistema en el que las máquinas hagan todo lo que carezca de interés, reservando a los seres humanos para las tareas que suponen variedad e iniciativa. En un mundo así, el trabajo sería menos aburrido y menos deprimente que nunca desde la aparición de la agricultura. Al dedicarse a la agricultura, la humanidad decidió someterse a la monotonía y el tedio a cambio de disminuir el riesgo de morirse de hambre. Cuando los hombres obtenían su alimento mediante la caza, el trabajo era un gozo, como demuestra el hecho de que los ricos aún practiquen esta actividad ancestral por pura diversión. Pero con la introducción de la agricultura, la humanidad comenzó un largo período de mediocridad, miseria y locura, del que solo ahora empieza a liberarse gracias a la benéfica intervención de las máquinas. Queda muy bien que los sentimentales hablen del contacto con la tierra y de la madura sabiduría de los campesinos filósofos de Hardy; pero los jóvenes nacidos en el campo no piensan más que en encontrar trabajo en las ciudades para escapar de la opresión del viento y la lluvia y cambiar la soledad de las oscuras noches de invierno por el ambiente humano y tranquilizador de la fábrica y el cine. La camaradería y la cooperación son elementos imprescindibles de la felicidad del hombre normal, y son mucho más fáciles de encontrar en la industria que en la agricultura.

Para un gran número de personas, creer en una causa es una fuente de felicidad. No estoy pensando solo en los revolucionarios, socialistas, nacionalistas de países oprimidos y similares; pienso también en otras muchas creencias de tipo más humilde. He conocido personas que creían que los ingleses eran las diez tribus perdidas de Israel, y casi invariablemente eran felices; y la felicidad no tenía límites para los que creían que los ingleses proceden solamente de las tribus de Efraím y Manases. No estoy sugiriendo que el lector adopte estas creencias, ya que no puedo abogar por una felicidad basada en lo que a mí me parece una creencia falsa. Por la misma razón, me abstengo de recomendar al lector que crea que los humanos deberían alimentarse exclusivamente de frutos secos, aunque, según tengo observado, esta creencia garantiza invariablemente una felicidad perfecta. Pero es fácil encontrar alguna causa que no sea tan fantástica, y los que sientan un interés auténtico por dicha causa habrán encontrado ocupación para su tiempo libre y un antídoto infalible contra la sensación de que la vida es algo vacío. No muy diferente de la devoción a causas menores es dejarse absorber por una afición. Uno de los matemáticos más eminentes de nuestra época reparte su tiempo a partes iguales entre las matemáticas y el coleccionismo de sellos. Supongo que los sellos le sirven de consuelo cuando no logra hacer progresos en matemáticas. La dificultad de demostrar proposiciones en teoría numérica no es la única tribulación que se puede curar coleccionando sellos, ni son los sellos lo único que se puede coleccionar. Qué vastos campos de éxtasis se abren a la imaginación cuando uno piensa en porcelana antigua, cajas de rapé, monedas romanas, puntas de flecha y utensilios de sílex. Claro que muchos de nosotros somos demasiado «superiores» para estos placeres sencillos. Todos hemos experimentado con ellos de chicos, pero por alguna razón los hemos juzgado indignos de un hombre hecho y derecho. Esto es un completo error; todo placer que no perjudique a otras personas tiene su valor. Yo, por ejemplo, colecciono ríos: me produce placer haber bajado por el Volga y subido por el Yangtsé, y lamento mucho no haber visto aún el Amazonas ni el Orinoco. Por simples que sean estas emociones, no me avergüenzo de ellas. Pensemos también en el gozo apasionado del aficionado al béisbol: lee los periódicos con avidez y se emociona oyendo la radio. Me acuerdo de cuando conocí a uno de los principales literatos de Estados Unidos, un hombre que, a juzgar por sus libros, yo suponía consumido por la melancolía. Pero dio la casualidad de que en aquel momento la radio estaba informando de los resultados más importantes de la liga de béisbol; el hombre se olvidó de mí, de la literatura y de todas las demás penalidades de nuestra vida sublunar, y chilló de alegría porque había ganado su equipo. Desde aquel día, he podido leer sus libros sin sentirme deprimido por las desgracias que les ocurren a sus personajes.

Sin embargo, en muchos casos, tal vez en la mayoría, las aficiones no son una fuente de felicidad básica sino un medio de escapar de la realidad, de olvidar por el momento algún
dolor demasiado difícil de afrontar. La felicidad básica depende sobre todo de lo que podríamos llamar un interés amistoso por las personas y las cosas.

El interés amistoso por las personas es una modalidad de afecto, pero no del tipo posesivo, que siempre busca una respuesta empática. Esta última modalidad es, con mucha frecuencia, una causa de infelicidad. La que contribuye a la felicidad es la de aquel a quien le gusta observar a la gente y encuentra placer en sus rasgos individuales, sin poner trabas
a los intereses y placeres de las personas con que entra en contacto, y sin pretender adquirir poder sobre ellas ni ganarse su admiración entusiasta. La persona con este tipo de actitud
hacia los demás será una fuente de felicidad y un recipiente de amabilidad recíproca. Su relación con los demás, sea ligera o profunda, satisfará sus intereses y sus afectos; no se amargará a causa de la ingratitud, ya que casi nunca la sufrirá, y, cuando la sufra, no lo notará. Las mismas idiosincrasias que a otro le pondrían nervioso hasta la exasperación serán para él una fuente de serena diversión. Obtendrá sin esfuerzo resultados que para otros serán inalcanzables por mucho que se esfuercen. Como es feliz por sí mismo, será una compañía agradable, y esto a su vez aumentará su felicidad. Pero todo esto tiene que ser auténtico; no debe basarse en el concepto de sacrificio inspirado por el sentido del deber. El sentido del deber es útil en el trabajo, pero ofensivo en las relaciones personales. La gente quiere gustar a los demás, no ser soportada con paciente resignación. El que te gusten muchas personas de manera espontánea y sin esfuerzo es, posiblemente, la mayor de todas las fuentes de felicidad personal.

En el párrafo anterior he mencionado también lo que yo llamo interés amistoso por las cosas. Puede que esta frase parezca forzada; se podría decir que es imposible sentir amistad por las cosas. No obstante, existe algo análogo a la amistad en el tipo de interés que un geólogo siente por las rocas o un arqueólogo por las ruinas, y este interés debería formar parte de nuestra actitud hacia los individuos o las sociedades. Uno puede sentir por ciertas cosas un interés que no es amistoso sino hostil. Es posible que un hombre se dedique a reunir datos sobre los hábitats de las arañas porque odia a las arañas y querría vivir donde no las hubiera. Este tipo de interés no proporciona la misma satisfacción que el que obtiene el geólogo de sus rocas. El interés por cosas impersonales, aunque pueda tener menos valor como ingrediente de la felicidad cotidiana que la actitud amistosa hacia el prójimo, es, no obstante, muy impórtame. El mundo es muy grande y nuestras facultades son limitadas. Si toda nuestra felicidad depende exclusivamente de nuestras circunstancias personales, lo más probable es que le pidamos a la vida más de lo que puede darnos. Y pedir demasiado es el método más seguro de conseguir menos de lo que sería posible. La persona capaz de olvidar sus preocupaciones gracias a un interés genuino por, pongamos por ejemplo, el Concilio de Trento o el ciclo vital de las estrellas, descubrirá que al regresar de su excursión al mundo impersonal ha adquirido un aplomo y una calma que le permiten afrontar sus problemas de la mejor manera, y mientras tanto habrá experimentado una felicidad auténtica, aunque pasajera. El secreto de la felicidad es este: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles.

En los capítulos siguientes ampliaremos este examen preliminar de las posibilidades de felicidad, y propondremos maneras de escapar de las fuentes psicológicas de infelicidad.






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