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sábado, 30 de septiembre de 2017

Emil Cioran, Ese maldito yo. / El Apocalipsis según Cioran





Lo esencial surge con frecuencia al final de las conversaciones. Las grandes verdades se dicen en los vestíbulos.

Lo caduco en Proust son sus futilidades cargadas de un vértigo prolijo, el regusto a estilo simbolista, la acumulación de efectos, la saturación poética. Es como si Saint-Simon hubiera sufrido la influencia de las Preciosas. Nadie le leería hoy.

Una carta digna de ese nombre sólo puede escribirse bajo el efecto de la admiración o de la indignación, de la exageración en suma. De ahí que una carta sensata sea una carta inexistente.

He conocido a escritores obtusos e incluso tontos. Por el contrario, los traductores con los que he tratado eran más inteligentes e interesantes que los autores a traducían. Es lógico: se necesita más reflexión para traducir que para «crear».

Quien esté considerado por sus amigos como alguien «extraordinario», no debe dar pruebas de lo contrario. Que evite dejar trazas y sobre todo que no escriba, si desea ser algún día para todos lo que fue para algunos solamente.

Cambiar de idioma, para un escritor, es como escribir una carta de amor con un diccionario.

«Creo que tú has llegado a detestar tanto lo que piensan los demás como lo que tú mismo piensas», me dijo aquella amiga poco después de vernos tras una larga separación. Más tarde, en el momento de despedirnos, me citó un apólogo chino del que podía deducirse que nada iguala el olvido de sí mismo. Ella, el ser más presente, el más rebosante de «yo» que pueda imaginarse, ¿por qué especie de malentendido preconiza ahora la renuncia hasta el punto de creer que ofrece el ejemplo perfecto?

Incorrecto hasta lo intolerable, mezquino, desastrado, insolente, sutil, intrigante y calumniador, captaba los menores matices de todo, gritaba feliz ante una exageración o una broma... Todo en él era atrayente y repulsivo. Un canalla al que se echa de menos. Nuestra misión es realizar la mentira que encarnamos, lograr no ser más que una ilusión agotada.

La lucidez: martirio permanente, inimaginable proeza.

Quienes desean hacernos confidencias escandalosas cuentan cínicamente con nuestra curiosidad para satisfacer su necesidad de exhibir secretos. Saben además que se los envidiaremos demasiado para revelarlos.

Sólo la música puede crear una complicidad indestructible entre dos seres. Una pasión es perecedera, se degrada como todo aquello que participa de la vida; mientras que la música pertenece a un orden superior a la vida y, por supuesto, a la muerte.

Si no poseo el gusto del misterio es porque todo me parece inexplicable, o mejor dicho, porque lo inexplicable es mi único sustento y estoy harto de él.

X. me reprocha que me comporte como un espectador, que no participe en nada, que lo nuevo me repugne. -«Pero si yo no quiero cambiar nada», le respondo. Sin embargo, no ha comprendido el sentido de mi respuesta: me cree modesto.

Se ha señalado acertadamente que la jerga filosófica cambia tan rápidamente corno el argot: ¿Las razones? La primera es demasiado artificial, el segundo demasiado vivo. Dos excesos desastrosos.


Emil Cioran, Ese maldito yo.


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El Apocalipsis según Cioran




Mircea Eliade et Emil Cioran, Paris, 1977 © Louis Monier


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