Lo
esencial surge con frecuencia al final de las conversaciones. Las grandes
verdades se dicen en los vestíbulos.
Lo
caduco en Proust son sus futilidades cargadas de un vértigo prolijo, el regusto
a estilo simbolista, la acumulación de efectos, la saturación poética. Es como
si Saint-Simon hubiera sufrido la influencia de las Preciosas. Nadie le leería
hoy.
Una
carta digna de ese nombre sólo puede escribirse bajo el efecto de la admiración
o de la indignación, de la exageración en suma. De ahí que una carta sensata
sea una carta inexistente.
He
conocido a escritores obtusos e incluso tontos. Por el contrario, los
traductores con los que he tratado eran más inteligentes e interesantes que los
autores a traducían. Es lógico: se necesita más reflexión para traducir que
para «crear».
Quien
esté considerado por sus amigos como alguien «extraordinario», no debe dar
pruebas de lo contrario. Que evite dejar trazas y sobre todo que no escriba, si
desea ser algún día para todos lo que fue para algunos solamente.
Cambiar
de idioma, para un escritor, es como escribir una carta de amor con un
diccionario.
«Creo
que tú has llegado a detestar tanto lo que piensan los demás como lo que tú
mismo piensas», me dijo aquella amiga poco después de vernos tras una larga
separación. Más tarde, en el momento de despedirnos, me citó un apólogo chino
del que podía deducirse que nada iguala el olvido de sí mismo. Ella, el ser más
presente, el más rebosante de «yo» que pueda imaginarse, ¿por qué especie de
malentendido preconiza ahora la renuncia hasta el punto de creer
que ofrece el ejemplo perfecto?
Incorrecto
hasta lo intolerable, mezquino, desastrado, insolente, sutil, intrigante y calumniador,
captaba los menores matices de todo, gritaba feliz ante una exageración o una broma...
Todo en él era atrayente y repulsivo. Un canalla al que se echa de menos. Nuestra
misión es realizar la mentira que encarnamos, lograr no ser más que una ilusión
agotada.
La
lucidez: martirio permanente, inimaginable proeza.
Quienes
desean hacernos confidencias escandalosas cuentan cínicamente con nuestra curiosidad
para satisfacer su necesidad de exhibir secretos. Saben además que se los envidiaremos
demasiado para revelarlos.
Sólo
la música puede crear una complicidad indestructible entre dos seres. Una
pasión es perecedera, se degrada como todo aquello que participa de la vida;
mientras que la música pertenece a un orden superior a la vida y, por supuesto,
a la muerte.
Si
no poseo el gusto del misterio es porque todo me parece inexplicable, o mejor
dicho, porque lo inexplicable es mi único sustento y estoy harto de él.
X.
me reprocha que me comporte como un espectador, que no participe en nada, que
lo nuevo me repugne. -«Pero si yo no quiero cambiar nada», le respondo. Sin
embargo, no ha comprendido el sentido de mi respuesta: me cree modesto.
Se
ha señalado acertadamente que la jerga filosófica cambia tan rápidamente corno
el argot: ¿Las razones? La primera es demasiado artificial, el segundo
demasiado vivo. Dos excesos desastrosos.
Emil
Cioran, Ese maldito yo.
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El Apocalipsis según Cioran
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