Ningún prejuicio más pernicioso y bárbaro que el de atribuir al Estado poderes en la esfera de la creación artística. El poder político es estéril, porque su esencia consiste en la dominación de los hombres, cualquiera que sea la ideología que lo enmascare. Aunque nunca ha habido absoluta libertad de expresión –la libertad siempre se define frente a ciertos obstáculos y dentro de ciertos límites: somos libres frente a esto o aquello–, no sería difícil mostrar que allí donde el poder invade todas las actividades humanas, el arte languidece o se transforma en una actividad servil y maquinal. Un estilo artístico es algo vivo, una continua invención dentro de cierta dirección. Nunca impuesta desde fuera, nacida de las tendencias profundas de la sociedad, esa dirección es hasta cierto punto imprevisible, como lo es el crecimiento de las ramas del árbol. En cambio, el estilo oficial es la negación de la espontaneidad creadora: los grandes imperios tienden a uniformar el rostro cambiante del hombre y a convertirlo en una máscara indefinidamente repetida. El poder inmoviliza, fija en un solo gesto –grandioso, terrible o teatral y, al fin, simplemente monótono– la variedad de la vida. “El Estado soy yo” es una fórmula que significa la enajenación de los rostros humanos, suplantados por los rasgos pétreos de un yo abstracto que se conviene, hasta el fin de los tiempos, en el modelo de toda una sociedad. El estilo que a la manera de la melodía avanza y teje nuevas combinaciones, utilizando unos mismos elementos, se degrada en mera repetición.
Nada
más urgente que desvanecer la confusión que se ha establecido entre el llamado
“arte comunal” o “colectivo” y el arte oficial. Uno es el arte que se inspira
en las creencias e ideales de una sociedad; otro, el arte sometido a las reglas
de un poder tiránico. Diversas ideas y tendencias espirituales –el culto de la
polis, el cristianismo, el budismo, el Islam, etc– han encarnado en Estados e
Imperios poderosos. Pero sería un error ver el arte gótico o románico como
creaciones del Papado o la escultura de Mathura como la expresión del imperio
fundado por Kanishka. El poder político puede canalizar, utilizar y –en ciertos
casos– impulsar una corriente artística. Jamás puede crearla. Y más: en general
su influencia resulta, a la larga, esterilizadora.
El
arte se nutre siempre del lenguaje social. Ese lenguaje es, asimismo y sobre
todo, una visión del mundo.
Como
las artes, los Estados viven de ese lenguaje y hunden sus raíces en esa visión
del mundo. El Papado no creó el cristianismo, sino a la inversa; el Estado
liberal es hijo de la burguesía, no ésta de aquél. Los ejemplos pueden
multiplicarse. Y cuando un conquistador impone su visión del mundo a un pueblo
–por ejemplo: el Islam en España– el Estado extranjero y toda su cultura
permanecen como superposiciones ajenas hasta que el pueblo no hace suya de
verdad esa concepción religiosa o política. Y sólo entonces, es decir: hasta
que la nueva visión del mundo no se convierte en creencia compartida y en
lenguaje común, no surge un arte o una poesía en las que la sociedad se
reconoce. Así, el Estado puede imponer una visión del mundo, impedir que broten
otras y exterminar a las que le hacen sombra, pero carece de fecundidad para
crear una. Y otro tanto ocurre con el arte: el Estado no lo crea, difícilmente
puede impulsarlo sin corromperlo y, con más frecuencia, apenas trata de
utilizarlo lo deforma, lo ahoga o lo convierte en una máscara.
El
arte egipcio, el azteca, el barroco español, el del “gran siglo” francés –para
citar los ejemplos más conocidos– parecen desmentir estas ideas. Todos ellos
coinciden con el mediodía del poder absoluto. Así, no es extraño que muchos
vean en su luz un reflejo del esplendor del Estado. Un somero examen de algunos
de estos casos contribuirá a deshacer el equívoco.
Como
todas las artes de las llamadas “civilizaciones ritualistas”, el azteca es un
arte religioso. La sociedad azteca está sumergida en la atmósfera,
alternativamente sombría y luminosa, de lo sagrado. Todos los actos están
impregnados de religión. El Estado mismo es expresión suya. Moctezuma es algo
más que un jefe: es un sacerdote. La guerra es un rito: la representación del
mito solar en el que Huitzilopochtli, el Sol invicto, armado de su xiuhcóatl,
derrota a Coyolxauhqui y su escuadrón de estrellas, los Centzonhiznahua. Las
otras actividades humanas poseen el mismo carácter: política y arte, comercio y
artesanía, relaciones exteriores y familiares surgen de la matriz de lo
sagrado. La vida pública y la privada son caras de una misma corriente vital,
no mundos separados. Morir o nacer, ir a la guerra o a una fiesta, son hechos
religiosos. Por tanto, es un grave error calificar el arte azteca de arte
estatal o político. El Estado y la Política no habían logrado su autonomía; el
poder estaba aún teñido de religión y magia. En verdad, el arte azteca no
expresa las tendencias del Estado sino las de la religión. Se dirá que se trata
de un juego de palabras, ya que el carácter religioso del Estado no limita sino
robustece su poder. La observación no es justa: no es lo mismo una religión que
encarna en un Estado, como ocurre entre los aztecas, que un Estado que se sirve
de la religión, según acontece con los romanos. La diferencia es de tal modo
importante que sin ella no podría comprenderse la política azteca frente a
Cortés. Y hay más: el arte azteca es, literalmente, religión. La escultura, el
poema o la pintura no son “obras de arte”; tampoco son representaciones, sino
encarnaciones, vivas manifestaciones de lo sagrado. Y del mismo modo: el
carácter absoluto, total y totalitario del Estado mexica no es de orden
político sino de índole religiosa. El Estado es religión: jefes, guerreros y
simples mecehuales son categorías religiosas. Las formas en que se expresa el
arte azteca, tanto como las expresiones de la política, constituyen un lenguaje
sagrado compartido por toda la sociedad[1].
El
contraste entre romanos y aztecas muestra las diferencias entre arte sagrado y
arte oficial. El arte del Imperio aspira a lo sagrado. Más si es natural el
tránsito de lo sagrado a lo profano, de lo mítico a lo político –según se ve en
la antigua Grecia o al final de la Edad Media–, no lo es el salto inverso. En
realidad, no estamos ante un Estado religioso sino ante una religión de Estado.
Augusto o Nerón, Marco Aurelio o Calígula, “delicias del género humano” o
“monstruos coronados”, son seres temidos o amados pero no son dioses. Y tampoco
son divinas las imágenes con que pretenden eternizarse. El arte imperial es un
arte oficial.
Aunque
Virgilio tiene puestos los ojos en Homero y en la Antigüedad griega, sabe que
la unidad original se ha roto para siempre. Al universo de federaciones,
alianzas y rivalidades de la polis clásica, sucede el desierto urbano de la
Metrópoli; a la religión comunal, la religión de Estado; a la antigua piedad,
que comulga en los altares públicos, como en la época de Sófocles, la actitud
interior de los filósofos; el rito público se vuelve función oficial y la
verdadera actitud religiosa se expresa como contemplación solitaria; las sectas
filosóficas y místicas se multiplican. El esplendor de la época de Augusto –y,
posteriormente, el de los Antoninos– que debe hacernos olvidar que se trata de
breves períodos de respiro y tregua. Pero ni la benevolencia ilustrada de unos
hombres, ni la voluntad de otros –así se llamen Augusto o Trajano– pueden
resucitar a los muertos. Arte oficial, en sus mejores y más altos momentos el
romano es un arte de corte, dirigido a una minoría selecta. La actitud de los poetas
de ese tiempo puede ejemplificarse con estos versos de Horacio:
Odi
profanum vulgus et arceo. Favete Hnguis: carmina non prius audita Musarum
sacerdos Virginibus puensque canto...
En
cuanto a la literatura española de los siglos XVI y XVII y su relación con la
monarquía de los Austrias: casi todas las formas artísticas de ese período
nacen en ese momento en que España se abre a la cultura renacentista, sufre la
influencia de Erasmo y participa en las tendencias que preparan la época
moderna (La Celestina, Nebrija, Garcilaso, Vives, los hermanos Valdés, etc.).
Incluso los artistas que pertenecen a lo que Valbuena Prat llama “reacción
mística” y “período nacional”, cuya nota común es la oposición al europeísmo y
“modernismo” de la época del Emperador, no hacen sino desarrollar las
tendencias y formas que unos años antes España se apropia. San Juan imita a
Garcilaso (posiblemente a través del “Garcilaso a lo divino” de Sebastián de
Córdoba); fray Luis de León cultiva exclusivamente las formas poéticas renacentistas
y en su pensamiento se alían Platón y el cristianismo; Cervantes –figura entre
dos épocas y ejemplo de escritor laico en una sociedad de frailes y teólogos–
“recoge los fermentos erasmistas del siglo XVI”[2], aparte de sufrir la
influencia directa de la cultura y libre vida de Italia. El Estado y la Iglesia
canalizan, limitan, podan y se sirven de esas tendencias, pero no las crean. Y
si se vuelven los ojos a la creación más puramente nacional de España –el
teatro– lo que asombra es, precisamente, su libertad y desenvoltura dentro de
las convenciones de la época. En suma, la monarquía austríaca no creó el arte
español y, en cambio, sí separó a España de la modernidad naciente.
El
ejemplo francés tampoco arroja pruebas convincentes acerca de la pretendida
relación de causa a efecto entre la centralización del poder político y la
grandeza artística. Como en el caso de España, el “clasicismo” de la época de
Luis XIV fue preparado por la extraordinaria inquietud filosófica, política y
vital del siglo XVI. La libertad intelectual de Rabelais y Montaigne, el
individualismo de las más altas figuras de la lírica –desde Marot y Scéve hasta
Jean de Sponde, Desportes y Chassignet, pasando por Ronsard y d'Aubigné–, el
erotismo de Louise Labe y de los Blasonneurs du corps féminin son testimonio de
espontaneidad, desenvoltura y libre creación. Lo mismo hay que decir de las
otras artes y de la vida misma de ese siglo individualista y anárquico. Nada
más lejos de un estilo oficial, impuesto por un Estado, que el arte de los
Valois, que es invención, sensualidad, capricho, movimiento, apasionada y
lúcida curiosidad. Esta corriente penetra el siglo XVII. Pero todo cambia
apenas la Monarquía se consolida. A partir de la fundación de la Academia, los
poetas no se enfrentan solamente a la vigilancia de la Iglesia, sino también a
la de un Estado vuelto gramático. El proceso de esterilización culmina, años
después, con la revocación del Edicto de Nantes y el triunfo del partido
jesuita. Solamente desde esta perspectiva adquieren verdadera significación la
querella del Cid y las dificultades de Corneille, los sinsabores y amarguras de
Moliere, la soledad de La Fontaine y, en fin, el silencio de Racine –un
silencio que merece algo más que una simple explicación psicológica y que me
parece constituir un símbolo de la situación espiritual de Francia en el “gran
siglo”.
Estos
ejemplos muestran que las artes más bien deben temer que agradecer una
protección que termina por suprimirlas con el pretexto de guiarlas. El
“clasicismo” del Rey Sol esterilizó a Francia. Y no es exagerado sostener que
el romanticismo, el realismo y el simbolismo del siglo XIX son una profunda
negación del espíritu del “gran siglo” y una tentativa por reanudar la libre
tradición del XVI.
La
antigua Grecia revela que el arte comunal es espontáneo y libre. Es imposible
comparar la polis ateniense con el Estado cesáreo, el Papado, la Monarquía
absoluta o los modernos Estados totalitarios. La autoridad suprema de Atenas es
la Asamblea de ciudadanos, no un remoto grupo de burócratas apoyados en el
ejército y la policía. La violencia con que la tragedia y la comedia antigua
tratan los asuntos de la polis contribuye a explicar la actitud de Platón, que
deseaba “la intervención del Estado en la libertad de la creación poética”.
Basta
leer a los trágicos –especialmente a Eurípides– o Aristófanes para darse cuenta
de la incomparable libertad y desenfado de estos artistas. Esa libertad de
expresión se fundaba en la libertad política. Y aun puede decirse que la raíz
de la concepción del mundo de los griegos era la soberanía y libertad de la
polis.
“Acaso
en el mismo año en que Aristófanes presenta sus Nafas –dice Burckhardt en su
Historia de la cultura griega–, aparece la memoria política más vieja del
mundo: Acerca del Estado de los atenienses.” Reflexión política y creación
artística viven en el mismo clima. Los pintores y escultores gozaron de
parecida libertad, dentro de las limitaciones de sus oficios y de las
condiciones en que se les empleaba. Los políticos de aquella época, al
contrario de lo que ocurre en nuestros días, tuvieron el buen sentido de
abstenerse de legislar sobre los estilos artísticos.
El
arte griego participó en los debates de la ciudad porque la constitución misma
de la polis exigía la libre opinión de los ciudadanos sobre los asuntos
públicos. Un arte “político” sólo puede nacer allí donde existe la posibilidad
de expresar opiniones políticas, es decir, allí donde reina la libertad de
hablar y pensar. En este sentido el arte ateniense fue “político”, pero no en
la baja acepción contemporánea de la palabra. Léanse Los persas para saber lo
que es tratar el adversario con ojos limpios de las deformaciones de la
propaganda. Y la ferocidad de Aristófanes se ejerció siempre contra sus
conciudadanos; los extremos a que recurre para ridiculizar a sus enemigos
forman parte del carácter de la comedia antigua. Esta beligerancia política del
arte nacía de la libertad. Y a nadie se le ocurrió perseguir a Safo porque
cantase el amor en lugar de las luchas de la ciudad. Hubo que esperar hasta el
sectario y mezquino siglo XX para conocer semejante vergüenza.
El
arte gótico no fue obra de Papas o Emperadores, sino de las ciudades y las
órdenes religiosas. Lo mismo puede decirse de la institución intelectual típica
de la Edad Media: la Universidad. Como ella, la catedral es creación de las
comunas urbanas. Se ha dicho muchas veces que esos templos expresan en su
verticalidad la aspiración cristiana hacia el más allá. Hay que añadir que si
la dirección del edificio tenso y como lanzado al cielo, encarna el sentido de
la sociedad medieval, su estructura revela la composición de esa misma
sociedad.
En
efecto, todo está lanzado hacia arriba, hacia el cielo; pero, al mismo tiempo,
cada parte del edificio posee vida propia, individualidad y carácter, sin que
esa pluralidad rompa la unidad del conjunto. La disposición de la catedral
parece una viva materialización de aquella sociedad en la que, frente al poder
monárquico y feudal, las comunidades y corporaciones forman un complicado
sistema solar de federaciones, ligas, pactos y contratos. La libre
espontaneidad de las comunas, no la autoridad de Papas y Emperadores, otorga al
arte gótico su doble movimiento: por una parte lanzado hacia arriba como una
flecha: por la otra, extendido horizontalmente, albergando y cubriendo, sin
oprimirlas, todas las especies, géneros e individuos de la creación. En
realidad, el gran arte del Papado corresponde al período barroco y su
representante típico es Bernini.
Las
relaciones entre el Estado y la creación artística dependen, en cada caso, de
la naturaleza de la sociedad a que ambos pertenecen. Mas en términos generales
–hasta donde es posible extraer conclusiones en una esfera tan amplia y
contradictoria– el examen histórico corrobora que no solamente el Estado jamás
ha sido creador de un arte de veras valioso sino que cada vez que intenta
convertirlo en instrumento de sus fines acaba por desnaturalizarlo y
degradarlo. Así, el “arte para pocos” casi siempre es la libre respuesta de un
grupo de artistas que, abierta o solapadamente, se oponen a un arte oficial o a
la descomposición del lenguaje social. Góngora en España, Séneca y Lucano en
Roma, Mallarmé ante los filisteos del Segundo Imperio y la Tercera República,
son ejemplos de artistas que, al afirmar su soledad y rehusarse al auditorio de
su época, logran una comunicación que es la más alta a que puede aspirar un
creador: la de la posteridad. Gracias a ellos el lenguaje, en lugar de
dispersarse en jerga o petrificarse en fórmula, se concentra y adquiere
conciencia de sí mismo y de sus poderes de liberación.
Su
hermetismo –jamás del todo impenetrable, sino siempre abierto al que quiera
arriesgarse tras la muralla ondulante y erizada de las palabras– es parecido al
de la semilla. Encerrada, duerme la vida futura. Siglos después de muertos, la
oscuridad de estos poetas se vuelve luz. Y su influencia es de tal modo
profunda que puede llamárseles, más que poetas de poemas, poetas o creadores de
poetas. En sus armas figuran siempre el fénix, la granada y la espiga eleusina.
Octavio Paz. El
arco y la lira, Apéndice I, "Poesía, Sociedad, Estado". Fondo de Cultura Económica, 1956.
[1]
No es ésta la ocasión para examinar más de cerca la naturaleza de la sociedad
azteca y desentrañar la verdadera significación de su arte. Baste apuntar que
al dualismo de la religión (cultos agrarios de las antiguas poblaciones del
Valle y dioses guerreros propiamente aztecas) corresponde también una
organización dual de la sociedad. Sabemos, por otra parte, que casi siempre los
aztecas emplearon a extranjeros vasallos como artífices y constructores. Todo
esto hace sospechar que nos encontramos ante un arte y una religión que
recubren, por medio de la acumulación y la superposición de elementos propios y
ajenos, una escisión interior. Nada parecido nos ofrecen el arte maya de la
gran época, el «olmeca» o el de Teoáhuacán, en donde la unidad de las formas es
Ubre y espontánea, no conceptual y externa, como en la Coatlicue, La línea viva
y natural de los relieves de Palenque —o la severa geometría de Teotihuacán—
nos hacen vislumbrar una conciencia religiosa no desgarrada, una visión del
mundo que ha crecido naturalmente y no por acumulación, superposición y
reacomodo de elementos dispersos. O sea: el arte azteca tiende a un
sincretismo, no del todo realizado, de contrarias concepciones del mundo, en
tanto que el de las culturas más antiguas no es sino el desarrollo natural de
una visión única y propia. Y éste es otro de los rasgos bárbaros de la sociedad
azteca, frente a las antiguas civilizaciones mesoamericanas.
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