Un añeja y combativa glosa, en memoria de Don
Pompeyo Márquez.
¡Oh! Divina Caja de Pandora
I.-
“…No country can suppress
truth and live well…”
E.
Pound
Tiene razón un amigo mío al indicar que nada hay
más apuntado en esta hora que apelar a los términos de “actor” o “actores”
cuando “hablamos de”, “escuchamos a” o “pensamos en” aquellos abnegados señores
de las circunstancias que dedican las horas más preciadas de sus vidas a
cultivar esa ciencia hermética -en sus propósitos- y errabunda -en sus logros-
que se ha dado en llamar “la política”. ¡Oh! Divina Caja de Pandora que
incansablemente se afanan en forzar esos abnegados cultores de ciencia tan
esquiva; tales señores se caracterizan por su indoblegable pregonar del bien
del prójimo, mientras se benefician de la caída del próximo distraído que se
deje embelesar por su verbo enfermo.
Pero no deja de ser eso una verdadera injusticia
con el noble oficio del actor, si lo entendemos como vocación sincera de quien
desea comulgar con sus congéneres, todas las miserias y alegrías que comporta
el hecho de haber nacido dentro de un saco de piel con nombre de hombre, mas
sin la nobleza de aquel ser que nació con piel de lobo. Se le achaca al lobo
toda suerte de innoblezas, mas no es su culpa. Siempre ha sido culpa de un
pregón con aspiraciones escénicas, sea éste un “político de oficio” o un
actor-perseguidor de subsidios gobierneros, calamitosa especie que también se
ha prodigado en nuestras tierras.
Quienes en la antiguedad presenciaban una escena
teatral, hijos de la polis, eran conceptuados sencillamente como espectadores,
gracias a los atributos inmanentes del hecho teatral: a esa propiedad suya de
emular la realidad o de poder representar o invocar una realidad mítica como
algo factible. Pero las artes escénicas han sido trastocadas (para su
beneficio) por la experimentación implícita en la modernidad, con lo cual hoy
se reclama una participación más activa de parte de quienes van curiosos a ver
qué sucede sobre las tablas, la arena, la calle, o donde sea que se monte una
fábula.
En ese aspecto el teatro y su culto han avanzado
por nuevos derroteros, han tocado puertos más lejanos de los que cabría esperar
de la política. Desgraciadamente, bellas artes y cultura han sido siempre unas
cenicientas sin príncipe ante política y juego diplomático. Y, siendo el teatro
una suerte de ritual cultural, su influjo ha llegado a menos gentes de lo que
sería deseable. El actor creyente de su misión (y con ello quiero decir que el
actor son todos los que viven por y para el teatro) es, grosso modo, una
persona que vive por y para la polis, mas raramente logra entrar en comunión
con ella “in extenso”, debido a que no persigue imponerse a la manera en que lo
hacen los políticos.
La paradoja la tendremos plantada ante nuestras
narices si observamos a los “cultores” de la oscura y errática ciencia de la
política, esos señores cuyos desmayos deberían ser ocupados por la polis real,
por esa comunidad que vive entre breves alegrías y hondos padeceres. Tales
señores -de quienes acaso infructuosamente todos esperamos que antepongan bien
común a su beneficio personal- encarnan, en su gran mayoría, un enorme
despropósito, tanto en terrenos del entendimiento como del sentimiento, en lo
que corresponde a su particular noción de la política y lo que debería ser su
verdadera actuación, es decir, su labor en pro de la polis. En su gran mayoría
han adquirido un lamentable gusto por el ademán histriónico, la pantomima, la
payasada: toda una red de simulacros que les ayuda a sacar provecho de quienes
les dieron un voto de confianza para regir los destinos del colectivo. Y si tal
despropósito ha echado raíces en esa su noción de la política, es gracias a una
aberrada valoración del prójimo, a quien tan sólo pueden ver como simples
espectadores de un circo en el que ellos ponen el gran pan o la gran torta. A
la par, sufren de una aberrada valoración de sí mismos, lo que equivale a decir
que adolecen de una aberrada valoración del humanismo.
Pero no comparto yo el que algunas personas
pretendan colocar a “casi” todo mundo en idéntico saco (lo que para mí no es
otra cosa que poner a todo mundo en saco roto), cuando se refieren a los
“actores políticos” que hoy dirimen la conducción del poder político en
Venezuela mientras, de paso, se le confiere un cariz de “diablo en masa” a la
gente de a pie que reclama su derecho al libre albedrío o manifiesta
abiertamente su desacuerdo con quienes hoy ejercen ese poder político de modo
autoritario y ramplón. Presiento que tal masa no es tan etérea o amorfa como
algunos predican. Acaso tampoco sea tan vasta, pues es una suma de
individualidades. Y si no hubiere individualidades latiendo allí, entonces
asumo mi error o mi infante credulidad en la existencia de las infinitas
vertientes que confluyen en esa experiencia única, irrepetible de ser persona
indivisible. Pero siempre preferiré pensar (y esperar) que no muy lejos hay una
dama o un caballero, un niño o un anciano; una excelsa minoría para siempre
inmensurable que bastará para definir nuestros pasos, pechos y gestos en la
vida. Al fin y al cabo, es esa suma de individualidades la que, conjuntándose,
hace la vida de la polis.
Suelen argüir, quienes se dan a comparaciones que
no implican una ética toma de posiciones, que el actual gobierno y sus
opositores son caimanes de un mismo pozo. Dicen, por ejemplo, que los canales
mediáticos del gobierno actual son “menores” que los de quienes se le oponen y
que, amén de disponer, el llamado “frente opositor”, de mayores medios de
difusión, adolece a su vez de los mismos vicios y males que el gobierno, en
mayor o menor grado. Yo diría que más que comparar la cantidad de los mensajes
de uno y otro bando, lo que tenemos que hacer es atender a la calidad de los
mismos y a develar su uniformidad cuando sea patente, lo cual ciertamente es
muy común. ¡Pero, por favor! ¿Es que nadie ha escuchado las propuestas sinceras
del señor Pompeyo Márquez, plenas de sentido común, clamando por la
reconciliación del país, en los últimos meses? ¿Cómo podría alguien, con un
mínimo grado de sentido común, decir que el señor Márquez es copia exacta de un
vicepresidente (¡cómo rima con José Vicente!) que ha transgredido todos los
linderos del cinismo y la desvergüenza? No señor. Ni calvo, ni con dos pelucas.
Y no podemos permitirnos el dejar de lado lo
siguiente:
a) que no son “menores” ni subestimables los
canales de fuerza del gobierno actual ante el poderío mediático de una parte,
óigase bien, sólo una parte de sus opositores;
b) que tal gobierno pareciera reclamar el abismo a
gritos, pues sus voceros se regodean en un palabrerío perdido, barnizado de
civismo pseudo místico, una suerte de sectarismo-democrático (!?!), mientras no
les tiembla el pulso para lanzar a la nación por un despeñadero, al conferirles
“don de mando” a mediatizados micos, para que cuiden los pertrechos militares y
dicten cátedras de moral y luces tan “ejemplarizantes” como un concierto de
latigazos en la espalda. Mediatizar y soltar a sus micos fue fácil, difícil
será el recogerlos;
c) que tal gobierno desmenuza ampulosamente la
acomodaticia noción de “Estado”, cuando es la peor antítesis de estado deseable
que los venezolanos hayamos padecido en los últimos setenta años;
d) que sus voceros pretenden establecer un poder
temporal basándose en una relativa (por parcial) verdad unívoca y en ello
resultan ser más perjudiciales que una pseudo-religiosa secta de engañabobos;
ellos no suman, restan.
e) que tal gobierno está dispuesto a imponer su
monotema y a consolidarse como Estado-Totalitario (o quizás a ellos les suene
mejor, régimen plenipotenciario), a fuerza de machacar cuerpos y conciencias,
como parecen sugerir los indicios de que todos disponemos (¿o prefieren los
voceros del gobierno que tildemos a tan enmarañados indicios como de
casualidades?).
Esos son hechos que nadie debería evadir.
Lo grave a mi entender es que, por el hecho de que
los discursos de uno y otro bando “se parezcan”, no nos estemos dando cuenta de
lo que verdaderamente subyace en las “obras” del gobierno de turno, como lo es
la institución de un todopoderoso régimen autocrático, ante el que no existirá
-de lograr su cometido- ningún tipo de posibilidades de desarrollarnos como
personas, ni tampoco como un estado cuyas bases sean la equidad y el bien
común. Se trata de un proyecto totalizador que no admite reparos y, por lo
tanto, embrutecedor, pues tampoco admite la disensión de pensamiento; un
proyecto que condena a quien ose decir que le parece oler algo podrido en el
muy distante país de Dinamarca. Un proyecto loable en apariencia, siempre y
cuando a usted o a mí, simples ciudadanos de la polis, no se nos ocurra
expresar que hay otras cosas en la vida, distintas y de más alto vuelo que el
lamer suelas de héroes de monigote, mientras se rezan mono-neuronales “autos de
fe” y “credos pseudo-ideológicos” (o ideológicos, lo mismo da) con una ligereza
análoga al discurso de quienes pretenden imponernos una marca de cigarrillos.
Un proyecto bien delineado para quienes estén bien alineados o alienados, como
lo quieran, con un proceso que se arroga, de la boca para afuera, todas las
virtudes de un humanismo exacerbado, mientras se incauta los no tan nimios
beneficios de corrupción que confiere el detentar un poder que inocentemente se
cobija a la sombra de la fuerza o del chantaje, de la represión o de la
humillación: distintas caras de la violencia. Un proyecto, en suma, conveniente
para quienes aspiren a fungir como pontífices del país y de sus gentes hasta un
hipotético 2021, fecha en la que obviamente tendrán que volver a sacrificarse
(incluso, en contra de su quebrantado espíritu de sacrificio) y seguir rigiendo
los destinos de unos corderos que necesitan de sus nobles cuidados.
Y no deberíamos dejar entre renglones lo
siguiente: una Sociedad-Estado con normas relativamente abiertas puede resultar
sumamente opresora del común ciudadano, pero siempre será más susceptible de
ser depurable por sí misma que una Sociedad-Estado de normas cerradas y talante
monopólico, como lo es una autocracia.
II.-
“…Almas, no
ciudades…”
Catalina de Siena
Toda sociedad juega su juego y para ello establece
unas normas que le confieren (como a todo juego) la seriedad y el respeto del
caso; y quienes la integramos tenemos la posibilidad de atenernos a tales
normas y ¿por qué no? tenemos, también, el recurso de la anarquía o de la
evasión, de la contracorriente o del descreimiento; temas que no pretendo
abordar en este artículo, aunque suelen seducirme más, habida cuenta de la
inobservancia de los principios básicos para una buena convivencia que
practican quienes optaron por dedicarse a la política. Pero para no perder
centro y volver al punto: la convivencia implica de hecho un pacto cuya mayor
debilidad reside en que rara vez logra instituirse en norma y práctica de vida
común, puesto que no enraíza en los predios de la sensibilidad humana, si es
que algo de ella alienta todavía en los pechos de mujeres y hombres.
Obviamente, me parece absolutamente infructuoso
que pensemos que un movimiento de oposición (palabra oprobiosa sólo de tanto
escucharla) vaya a tener un discurso de más alto vuelo que el de un gobierno
como el anteriormente descrito, si no hay un verdadero sustrato de hermandad en
los pechos de quienes se debaten por el control de una república cuasi ficticia,
de la que algunos creen recordar todavía que se llama Venezuela. ¿Pero qué
podríamos esperar de una República plagada de desalmados? Sin embargo, hay
voces como las del señor Pompeyo Márquez, a quien no tengo la honra de conocer,
que apuntan hacia un país distinto, en el que como él recientemente dijera
“cabemos todos”. Y tengo que decir que no siento la misma sinceridad en las
palabras del vicepresidente, cuando escucho sus desgarrados llamados a “la
cordura” hacia esos corderitos-espectadores que, según su tesis, unos cínicos
quieren llevar al matadero. Y cito sólo a dos de los mal o bien llamados, vaya
usted a saber, “actores” de la política en Venezuela. Un anecdotario de ese
corte no tendría fin. Mas no quiero dejar de acotar que, a mi juicio, los
llamados a la buena convivencia a que nos invita Pompeyo Márquez, están plenos
de sentido humanitario. Y en este momento, esbozo al señor Márquez más como la
encarnación de un humanista que como la de un simple “actor político”. Al
menos, se me figura como la imagen del buen político que tanto echamos de menos
en nuestros días.
A mí la verdad poco me importa cuál de los dos
bandos del momento resultaría premiado con los ulteriores “beneficios” de una
victoria política sobre su antagonista. Prefiero pensar que existe una
alternativa distinta y provechosa para todos los venezolanos, que sume y no que
reste. Me preocupa, eso sí, que no estemos los venezolanos buscando nuestro
propio camino como nación. Me preocupa que, gracias a la común estupidez o
desidia de los simples mortales, espectadores de la polis entre quienes me
incluyo, unos pocos -como una y otra vez ha sucedido a lo largo de la historia
de todas las civilizaciones- se arroguen el trono temporal que dictamine la
propiedad de uno de los pocos bienes que tenemos, si no el único: el soledoso
derrotero de nuestra libertad, nuestra posibilidad única e indivisible de ser
persona y nuestra opción de refocilarnos o no con nuestra interioridad o con el
mundo exterior. Me preocupa que todavía se piense que quien está con uno, está
al lado del Tío Sam y que quien está con el otro, está al lado de un San
Nicolás Marxista. Eso es tan absurdo como que una turba se mate porque unos y
otros siguen a distintos equipos de fútbol. Me niego a semejante reduccionismo.
Tal no puede ser nunca jamás el norte de nuestra brújula. Nosotros tenemos que
buscar en nuestras raíces, sí, pero sin evadir la posible, repito, al menos
posible, colaboración entre los pueblos.
Tenemos que lidiar –y saber lidiar bien– con la
brutalidad implícita en nuestra humana naturaleza, cuando en ella se corrompen
los principios básicos de toda convivencia humana. Principios que, sin
pestañeos ni sonrojos, han violado una y otra vez, quienes hoy se adornan con
palabras de vacuo altruismo, cuando y sólo cuando están sobre el podio. De lo
que se trata es de predicar y de construir, desde cada uno de nosotros, una
verdadera revolución de la ética, desinteresada, franca, persistente,
contagiosa. Sin ello es muy poco lo que podremos avanzar.
Quiero finalizar rescatando para este artículo
unas impublicadas palabras que escribí en Enero de 2002:
“…tengamos presente que mientras más lunático es
el estado del paciente, más impredecibles serán sus reacciones. Y que si hoy
tenemos a un títere mesiánico azuzando al país con peroratas de vikingo, es
porque nosotros lo pusimos allí; porque, una vez más, olvidamos los errores de
nuestro brevísimo pasado; porque, en gran medida, nosotros también hemos estado
enfermos de locura como nación, porque siempre hemos antepuesto bolsillo,
estómago, hígado o rapacidad a causa común, a bienestar del colectivo. Y eso es
lo más importante a destacar en este momento: si aquella franja de nuestro ser
que sabe conjugarse y congraciarse con la idea de grupo, buscando aquello que
los humanistas bautizaron como “bien común”, está pasando -en este breve rizo
de nuestra historia- por un rapto de singular claridad en lo que atañe a fin y
premisa de lo que nos es caro y deseable para nuestro pueblo, incluso en un
sentido tribal, entonces persistamos en mantener nuestros sentidos en continuo
estado de alerta; no permitamos que se diluya en nuestras manos la experiencia
de este malestar. Acusemos el golpe y tratemos de sacar algo bueno y creador de
ello. Es una oportunidad de oro la que se nos brinda: la de que, por una vez,
terminemos de empezar algo. Si somos honestos, ése es uno de los emblemas que
identifican nuestra idiosincrasia: poco no es lo que dejamos a medias.
Terminemos de empezar a construir con jovialidad y verdadero espíritu de
sacrificio esa casa grande y respirable que todos, como nación, nos merecemos;
esa casa grande del espíritu que reside en todo ser humano y que tantos patanes
y politiqueros han dejado como la más paupérrima barraca de una estrecha
realidad…”
Caracas,
30 de Abril de 2004
Luis
A. Contreras
Publicado
en el desaparecido portal http://www.elmeollo.net/
No hay comentarios.:
Publicar un comentario