Una joya de cuento. Hacemos justicia al publicarlo acá. Digno de aparecer en cualquier antología de la cuentística. Hacemos alusión, en nuestro título, a una frase clave, que aparece dos veces en un texto colmado de imaginación poética. No encuentro, en estos momentos, nuestra vieja pero bien cuidada edición de ARCO SECRETO. En lo que lo haga, agregaré una foto del ejemplar...
Salud!
lacl
ARCO SECRETO, Gustavo Díaz Solís
I
La habitación estaría a oscuras si no
fuera por esas verdes cuchillas de luz que agita el viento nocturno. Hace
calor. El calor vive en la sombra como presencia metálica y humana. David
reposa en la cama, desnudo, febril. Quisiera dormir, pero está seco de sueño.
En sus sienes golpea la imagen de aquel hombre repulsivo. La almohada sofoca.
Bruscamente, la tira al suelo. Se oye un sonido aplastado y, después, la
almohada brota, blanca, en la sombra baja. Ahora de costado toma un cigarrillo.
La luz de la cerilla hace oscurísima la habitación. Pasa suavemente el humo
sobre la brasa que late viva y roja en el humo. Caen como súbitas cortinas las
paredes amarillas y las cosas emergen lentamente en la sombra, como si miraran.
El cuerpo destaca, casi negro, sobre la
cama, y en el silencio parecen abolidas las cosas de afuera.
Ahora él recuerda. Recuerda que cuando
llegó a este campamento petrolero, pensó que su estada no dejaría huella. Sería
libre, verdaderamente libre, porque no dejaría huella. Sin embargo, la experiencia
de aquellos meses recurre en golpetazos a las sienes. Encuentra difícil detener
las imágenes que pasan resbalando, superponiéndose, revocándose,
multiplicándose en la fuga infinita de cierta estructura absurda de pulpo entre
espejos.
Ahora recuerda. Era la media tarde de un
día de marzo y por la ancha ventana él se había asomado al nuevo paisaje.
Afuera la luz, toda la luz en el caliente día de verano. Y en la luz, bajo el
cielo exaltado, las casitas rojas, verdes, blancas. Y una calle-carretera entrelazando
las casitas; y una muralla oscura de selva, allá en la lejanía zarca. Sus ojos
abiertos a la luz coruscante y, en lo hondo, vagas, imprecisas sensaciones.
Pero más adentro, en el secreto de la sangre, los impulsos tendían, seguros,
sus arcos innumerables.
Apartándose de la ventana, había entrado
al dormitorio. Se quitó los zapatos y la camisa blanda de sudor. Terminó de
desnudarse y se metió, tibio, elástico, bajo la ducha. Abrió el grifo y el agua
de transparencia plomiza salió violenta, gruesa de frescura. Saltó el agua en
la cabeza y los hombros; le azotó las espaldas que brillaron con luz de cobre.
El pelo vino sobre la frente. Los músculos del abdomen levantaban suaves
colinitas de cobre y sombra. Y el agua fresca que lo cubría todo, abajo, sobre
los pies amarillos, caía ruidosamente.
Después vistió de limpio y salió. Caminó
hacia el este, hacia el Club de los empleados. La casa del Club, amplia, verde
y blanca, estaba desierta durante aquella hora. Solo, detrás del bar, un mozo
de servicio leía en un diario, completamente desprevenido de su oficio. Él se
proveyó de un magazine grande y brillante que estaba sobre una mesa de mimbre y
fue a sentarse a un corredor abierto al aire. Llegaba desde el oeste un vago
trepidar de maquinarias. A poco descansó en las piernas lo que leía y miró al
frente, lejos, las casitas alineadas de los obreros. Más acá contrastaban las
casas de los empleados. A su derecha pendía hacia el sur un pedazo de carretera
polvoriento, por el que a ratos pasaba algún camión ruidoso; algún oscuro,
silencioso caminante. Aquí, en un plano inferior, la piscina verde, pulida y
honda de nubes altas. Detrás de la piscina, una alargada caseta de madera, la
cancha de bowling. A su izquierda, al fondo de una hondonada pequeña alinderada
por grandes árboles, dos canchas de tennis. Y rodeándolo todo bajo un sol de
fuego, los verdes courts de golf, esponjosos, ondulantes.
Quieto frente al paisaje, se había sentido
solo, separado, concreto en el aire. Allí terminaban veinticinco años urgentes:
la universidad, los amigos, los libros, alguna mujer, los viajes. Y él
constataba que cada experiencia de aquellos años se manifestaba en la manera
como estaba allí, aparentemente quieto frente al paisaje. Él era lo que había
sido.
De pronto, por una puertecilla lateral
asomó el mozo de servicio. Él percibió agudamente la presencia extraña del
muchacho que sonreía. Le ordenó un refresco, y a poco el muchacho volvió con
una bandejita sobre la que tintineaba un vaso pesado, alto y frígido.
Entonces por allí cruzó un lagarto verde y
oro. Vibraba, como untado de colibrí. Inquieto, el lagarto se detuvo sobre el
piso blanco que espejeaba de sol. De ninguna parte apareció, suave, un gato
negro, lustroso. El gato miró al lagarto verde y oro bajo el sol. Agudo de sigilo,
el gato comenzó a encogerse, encogerse. Así debió estar susceptible a las más
sutiles impresiones, porque volvió la cabeza hacia arriba, donde él estaba, y
lo miró con el fuego frío de dos almendras de azufre. Luego volvió a
concentrarse sobre el lagarto, que vibraba desapercibido en el sol. Así estuvo
el gato durante varios segundos, tenso, vigilante. De pronto estaba sobre el
lagarto. Se le vio ondular, negrísimo, redondo de brillos y de eléctrica
armonía. De bajo la cabeza asomó la cola del lagarto, agotada, como la punta de
un látigo. La cola del gato ondulaba elásticamente, viva de una certeza
escondida en lo secreto de la sangre.
En el silencio sonó, agudísima, una
sirena. El gato huyó, ágil. Llevaba el lagarto atravesado, convulso, en la boca
delicada.
Todavía la sirena gemía hondamente cuando
él se puso de pie, conmovido. El aire comenzó a llenarse de un ruido numeroso.
El ruido despertaba, crecía en la luz, se desplazaba sobre las cosas, como
derramándose. Después, un gran silencio se hizo en la fuga del eco clamoroso
que se perdía más allá de las últimas casas.
Llegaba gente al Club. Adentro de la casa
sonó música estridente. Sobre los courts aparecieron pequeños grupos. Algunas
parejas bajaban en silencio hacia las canchas.
Él se había sentido casi molesto ante todo
aquel movimiento inesperado. Por la puertecilla lateral salieron animadamente
una mujer y un hombre. Ella, de pelo rojizo recogido y oscuros ojos grises. El
hombre, rubicundo, pesado. Le saludaron con breves inclinaciones de cabeza y en
una mesa verde y ancha comenzaron a jugar al ping-pong. Él desde su asiento,
aparte, miraba cómo la pelotica blanca saltaba nerviosamente del hombre a la
mujer, de la mujer al hombre. Inesperadamente, desde la caseta del bowling
llegó un estrépito formidable. Él se sintió como electrizado. Sudó rápidamente.
Aún tenía el vaso helado en la mano. Succionó entonces con fuerza y produjo un
ruido indiscreto. La pelotica cayó al suelo en ese momento, brincando. La
mujer, de pronto sola, única, sonrió con benevolencia. Él vio extraviadamente
las grandes nalgas del hombre agachado, y se encaminó a la cancha del bowling.
Allí había alguna gente que jugaba, y al
cabo de las pistas pulidas dos muchachos borrosos. Miró tan ávidamente el
juego, que le invitaron a participar. Tomó tiza en los dedos y atrajo una
pesada bola, negra y brillante. Juntó las cejas y miró finalmente hacia el
fondo. Se irguió en equilibrio sobre la tensión de sus músculos, luego inclinó
el tronco y partió, suave. La bola se fue velozmente por el brillo de la pista
y al fondo explotó en los bolos que fueron aventados. Detrás, hubo un ruido
sordo en el cojinete y se vio al muchacho saltar para no ser alcanzado.
Ante el elogio de los otros, sus ojos
flameaban. Tenía las cejas abiertas, sonreía. Sentíase descargado,
corporalmente feliz.
Aquella noche comió en el mess-hall, que
era un salón-comedor muy iluminado, lleno de olor de guisos vagos y donde unos
mesoneritos cetrinos servían entre comensales rubicundos. Cuando salió afuera,
respiró el aire húmedo de la noche. Sentíase la presencia oscura de la selva.
Las casas, las luces, las instalaciones, todo aparecía transitorio en oposición
de aquel mundo vegetal que emergía de la noche. Un silencio vivo, formidable,
burbujeaba entre los árboles.
Él se encontraba ligero y apto, seguro en
su contenida, separada humanidad. Por eso aceptó lo que le sugiriera el
compañero de mesa, uno de esos individuos anónimos, nacidos con vocación de
acompañantes. Tomaron una camioneta, y por un brazo muy pendiente de la carretera
bajaron al poblado criollo, húmedo y triste en sus luces mortecinas. El
vehículo trepó las gibosas callejas agrietadas que oleaban frente a la luz de
los faros. Pasó umbrales foscos, hombres y mujeres hieráticos, vestidos de
telas claras. Él, aparte, ignoraba al otro, oscuramente, y experimentaba una
compasión violenta, un disgusto avergonzado ante aquella sordidez, inexplicable
pero real, aquella miseria. El automóvil dobló una esquina ruidosa que
obstaculizaban agrios olores de borrachos. Por último, se detuvo bruscamente
frente a una casita torcida.
La patrona les dio la bienvenida que
pretendió ser malhumorada. El compañero se introdujo con soltura de
parroquiano, pero él quedó a la zaga, sofrenado de cautela, de secreta voluntad
de distinguirse. En el recibo penumbroso estaban varias muchachas hacinadas
promiscuamente en un diván destartalado. Él vio con sorpresa una vieja mecedora
que allí había y tomó asiento en ella, inexplicablemente. Todavía estaba honda
y tibia de contacto humano. Entonces comenzó a mecerse frente a las muchachas y
a la patrona, que sonaba plata entre las manos gordas. Sintió cómo su presencia
les era impertinente, les molestaba, les desnudaba tristes vivencias sepultadas
bajo costra, como llagas. Continuó meciéndose, sin embargo. Su figura destacaba
totalmente extraña en la habitación un poco amorfa; y él sentíase separado de
los otros, distinto, intocado por aquella sordidez. Las muchachas
pintarrajeadas le miraban desde la sombra con ojos amarillos, vítreos de
frustración y de vergüenza. Entre ellas y él se estableció un antagonismo que
parecía revivir remotas jerarquías, remotos yugos de bota imperativa y látigo
arbitrario. Él sentía todo esto, aparte en la penumbra, y continuaba meciéndose
petulantemente, con petulancia que no era, sin embargo, sino lealtad
inconsciente a su linaje. Ellas lo miraban con ojos tristes de bestias
vergonzantes.
De pronto él paró de mecerse y preguntó
con voz pulcra, extraordinaria:
— ¿Hay cerveza aquí?
Y una de las muchachas, halada de su
fascinación, respondió desde la sombra:
— ¿Señor?
II
Al día siguiente había ingresado al
Departamento de Cartografía, cuyo jefe levantó la vista de unos mapas al
sentirlo frente al escritorio y produjo un gruñido interrogativo.
Él lo reconoció al instante y presentó sus
credenciales. Era, en efecto, el mismo que había visto la noche anterior en el
mess-hall y que le había producido impresión repulsiva. Allá lo había advertido
por el ruido que producía cuando masticaba. Entonces le había observado con
asco la boca, por cuyo canto chorreaba grasa y en la que faltaba un canino; y
el mirar tardo; y el movimiento flácido del cuello que abultaba el paso
laborioso de los bocados. Recordaba que, por último, el otro se había retirado
después de ensuciar el mantel al limpiarse la boca y las manos, y ya sobre el
umbral había producido un eructo agrio y profundo que sobresaltó a los
comensales.
Y él había tenido que estar de pie frente
al escritorio, mientras el otro decía su plática inaugural, a la que no
prestaba atención, por tenerla puesta en el recuerdo de lo que viera la noche
pasada en el comedor. Y por momentos, ya insoportable la voz y el gesto y la
figura toda, él había bajado los ojos hasta los zapatos puntiagudos que
destacaban bajo el escritorio. Terminó por fin de hablar y entre gruñidos se
echaba de nuevo sobre los mapas, cuando él se retiró, tomado de una total y
concreta oposición al otro.
En aquella obligada subordinación, algo
fundamental se rebelaba en él. Se exaltaba en él un sentimiento del que no
podía saberse dónde terminaba lo personal y comenzaba lo colectivo. A poco fue
una profunda sensación de desagrado la que experimentaba en presencia de aquel
hombre, que sutilmente trataba a su vez de sojuzgarlo, de ratificar su jerarquía.
Aquella aversión se diseminaba sin posible detenimiento. No era una
localización racional, era la sensación total de una antipatía de sangre, una
oposición inconsciente, medular, que demandaba liberación. Frente a aquel
hombre grasiento, frente a aquel patán que pretendía encubrir con lentitud de
gesto y de palabra la evidente condición de advenedizo, él afirmaba la vida,
clara y sincera como un cuchillo.
Pasaban los días, y él constataba cómo en
el otro se manifestaba, cada vez más, la posibilidad inmanente de ser el objeto
de un desahogo violento, de una suprema instancia de liberación. Sin embargo,
los empleados del Departamento nada de esto percibían. Nada podían percibir de
este secreto proceso. Por las mañanas, por las tardes, él se ocupaba en sus trabajos
de cartografía. Pero sentía que a través de los compartimientos de la oficina,
desde el escritorio del otro hasta su mesa de dibujo, estaba tendida,
conectándolos, una corriente de repulsión cada vez más alta. Preimaginaba
entonces tantas escenas, que el proceso le parecía fatal, determinado. En
parajes absurdos, anulada toda circunstancia, él se veía frente a la figura
repugnante: la cara grasienta, la camisa blanca de mangas largas, los
pantalones grises, los zapatos puntiagudos, los ojos. Sin armas, en el sitio
irreal, sólo las dos fuerzas contradictorias. Y él, que de pronto saltaba sobre
el otro, y las manos duras como garfios que volaban al cuello blanduzco y
apretaban, apretaban, hasta el límite, hasta la pesada inercia de la carne.
Había huido de estas prefiguraciones
mortales; había huido hacia la vida, hacia la luz, hacia los abiertos caminos
del verano. Se extenuaba en los deportes. Fue de cacería con otros, varias
veces. Jugaba al tennis casi todas las tardes, hasta que comenzaba el rumoreo
de los mosquitos que proliferaban en los pantanos escondidos detrás de los
árboles. Pero aun en la cancha, mientras jugaba, sentía que desde arriba el
otro, en otro sitio, seguía sus movimientos, vigilaba. Él regresaba entonces a
la casa del Club, alegremente iluminada, y en un banquillo alto se sentaba al
bar, abrigado en su grueso sweater de lana.
Seguramente la necesitaba tanto que ella
estaba allí, esperándolo. Él se apartaba del bar y tomaba asiento frente a la
mesa de mimbre donde había revistas y periódicos. Desde allí la miraba.
Mirándola, recordaba su sonrisa benévola cuando la tarde en que él había
llegado, ella se entretenía al ping-pong. Separada de sus ojos por la pista de
baile, ella jugaba a las cartas. Él, desde la mesa, no se cansaba de mirarla. Y
aunque él leyera, sentía que no dejaba de estar comunicado con ella, que en
realidad no estaban separados. La miraba jugar con los otros: oía su voz
precisa y fuerte. Pero él a esa distancia no entendía lo que ella hablaba.
Cuánta compensación recibía, sin embargo, cuando ella al salir lo miraba,
siempre tan desocupado de su lectura, y sonreía.
Una tarde él había subido de la cancha.
Llegó arriba cansado, duro, un poco frío, pálido. Ella estaba allí con los
otros, como siempre, cejijunta frente a los naipes. Esta vez él pasó de largo.
Saludó a unos conocidos, rehusó sentarse y salió. Salió al atardecer grave, en
el que también había estrellas. Sintióse solo, segregado, sutil en la dimensión
vasta, la sangre replegada en reductos invisibles. De pronto oyó que la puerta
a su espalda había sido abierta. Oyó la voz de ella, cordial, enaltecida. Ella
venía acompañada. Los otros eran una pareja que partió en un automóvil, casi
sin ruido. Ella le pasó cerca y saludó sin coquetería, con abierta amabilidad que
parecía personal. Él la miró caminar. Miró sus hombros anchos, casi varoniles,
bajo la tela liviana; su pelo rojo, su cuello descubierto, su andar sencillo,
sin voluptuosidad. Ella tomó un automóvil negro, polvoriento, y cuando él
comenzaba a moverse, le hizo señas, trató de expresar que le invitaba. Él se
acercó y agradeció en una manera pobre y difícil que le produjo disgusto. Ella
insistió, tibiamente. Él temió denunciarse y entró. Cerró con cuidado y energía
la portezuela y cuando ella presionó el botón de arranque con el pie izquierdo,
él le había mirado gravemente el muslo sólido, redondo bajo la falda clara, y
la pierna larga y blanca, brillante como mica.
Sostuvieron un diálogo intrascendente y
hasta penoso. Él hablaba poco inglés y ella, según le confesó excusándose, sólo
sabía del castellano lo que exigían compras elementales. Él dio su nombre y
ella el suyo. Ella había venido de Tulsa, Oklahoma, con su marido, quien era
experto en sismógrafos. No tenía hijos. Actualmente él estaba en Caracas, gestionando
traslado. Todo lo expresó precisamente, imitando con gracia un informe de
identificación.
El automóvil corría hacia el sur. Ya era
noche. Atrás habían dejado las luces del campamento. A ambos lados de la
carretera se alzaba la profunda muralla de los árboles y se oía un croar
apresurado y numeroso. Él miraba con vaguedad hacia el lado derecho del camino.
Ella parecía atender sólo a la conducción del automóvil. Pero en la luz que
difundía el tablero, en el calor monótono que exhalaba el motor, él sentía su
presencia inminente, actuante sobre su piel y sus sentidos.
De pronto ella dijo, sin dejar de mirar
hacia delante:
—Usted pensará que yo trato de
enamorarlo.
Él se replegó desde la médula, casi
visiblemente, mientras preparaba una respuesta en inglés.
—Ésa es una preocupación muy femenina
–afirmó, abstractamente.
Ella sonrió sin desatender el camino.
Después no habían dicho más. El motor se oía ronco. El automóvil corría,
tableteando un poco en la oscuridad. Pero él la percibía viva de espera, tensa
y emocionante como una intriga. Ella lo percibía varonil y alerta, tendido en
la sombra como un esbelto arco.
Desde un sitio ancho de la carretera,
regresaron. Regresaron al campamento, donde todo se veía limpio y verde,
reciente bajo la noche. Entraron por el portalón de la cerca, donde había una
garita que tenía adentro un borroso vigilante. Él la guió, y a poco ella detuvo
el automóvil, sin apagar el motor. Entonces se habían mirado a los ojos,
serios, extranjeros, pero con algo interno en común, un poco abochornados de
que se les viera tanto en ellos. El dio las gracias y trató de abrir la
portezuela, pero sin lograrlo. Ella entonces atrajo con destreza el freno de
mano y se inclinó un poco sobre él para abrirla. Súbitamente, su mano había
saltado sobre el cuello descubierto, se aferraba con delicada seguridad sobre
la piel sudada. Ella levantó la cabeza y lo miró sin sorpresa en los ojos
negrísimos, profundos de concreta hombría. Él le miró los ojos ensombrecidos,
abiertos de voluntad corporal. Por un momento no existió circunstancia. Ella lo
apretaba crecientemente, le acariciaba las espaldas con lenta franqueza. Él
tenía un hombro tibio y redondo en la mano tensa, leve y tensa como una garra.
De pronto ella lo apartó blandamente, con seguridad.
—Aquí no. Mejor entremos –musitó. Y
entraron.
Aquellos días que siguieron habían sido
luminosos. Cálidos días de luz azul, alta sobre los árboles vivos en el viento
que arrastraba las nubes. Detrás de la muralla de árboles proliferaba la muerte
en los tibios pantanos escondidos. Mas para ellos sólo había horas cálidas y
luminosas, los ojos a la zaga de las nubes, hechizados en el vórtice lento de
la entrega verdadera.
Sin embargo, las prefiguraciones
recurrieron en la calma que advenía después de aquellas horas plenas. La
aversión ya estaba en el tuétano, en la sangre, alerta, vigilante, lista para
el salto hacia la liberación.
¡Ah!, pero aquéllas habían sido noches
tibias. Tibias, silenciosas noches, en el refugio de la habitación íntima, como
una sola estrella en el oscuro azul que no movía el viento. Ellos allí tan
silenciosos, tan puros, dormidos a veces en desnuda confianza. Silenciosos,
puros, cada uno aparte, sin unión de amor que fuera infortunado. Cada uno aparte
y perfecto, como olvidada llama, sólo coexistiendo en un mismo hechizo de
líneas singulares. Ella a su lado. En la penumbra, viva su carne donde la luz
se detenía como en la carne de las peras. Él a su lado, dorado y tibio como
ciervo descansando. No había palabras. Sólo los gestos fundamentales. No había
antes, ni después. No había palabras. Sólo la plenitud del momento, suspendido
como una sola estrella en el oscuro azul que no movía el viento.
Pero las lluvias, que a su llegada habían
sido rápidas, atravesadas de sol caliente, comenzaron a caer casi sin
interrupciones. La humedad invadía, ablandaba la luz y cubría las cosas con un
peludo moho grisazul. La vegetación había cobrado exuberancia que oprimía, que
derramaba una vasta tristeza en el paisaje.
Con el regreso de su marido, ella tuvo que
volver a su anterior realidad, al quehacer de las angostas cosas diarias.
También él volvía a sus cálculos y a sus mapas, a la inevitable presencia del
otro, que parecía saber de su mutilación y la reavivaba con saña sutil,
inadvertida para los otros. Pero ellos retornaban a lo cotidiano con una
especial sabiduría. Por entonces llovía copiosamente, cerrando los caminos. La
oscuridad venía pronto en las tardes húmedas, a menudo frías. Venía sobre la
muralla de los árboles que cercaba el campamento, entre nubarrones y humo bajo
de niebla. Anochecía sin estrellas. Él miraba caer la lluvia frente a la ancha
ventana, miraba llegar la noche. Caía el agua verticalmente, como para siempre,
y se iba fragorosamente por las torrenteras de las calles negrísimas, mojadas
de brillos planos.
III
Ahora el viento nocturno mueve la seda del
silencio. El calor se deposita como caucho, blandamente, sobre las cosas. Las
cosas de David desde la sombra miran. David apaga el cigarrillo. La brasa
chilla débilmente en el vidrio del cenicero, y en el silencio que se rehace el
reloj destila el tiempo. Late adentro el duro corazón oscuro y vivo. El viento
afuera hace rumor de agua. Las imágenes se desplazan, lentas. Pasan gelatinosas
figuras, sombras alargadas, revientan burbujas de lenta gelatina. Suenan cobres
violentos, y un pulpo sordo se traga toda el agua de los espejos verdes y el
silencio se estira pulido y fino como piel de pozo en la noche. El sueño nace
en los huesos, como humo. Como humo se abre paso entre la carne sólida y se
esparce, como humo. Desde el horario quieto de la sombra un gato de azufre
mira.
De pronto, un blando aire gris pasa sobre
el cuerpo secretamente vivo en el humo del sueño. Desaparece ligero por la
puerta de la habitación. Pero en la puerta reaparece, vuelve, vuelve.
Desaparece de nuevo, vuelve. Aire negro de sombra alada y loca pasa sobre el
cuerpo secretamente vivo en el humo del sueño. Silencio, en el reloj galopa un
caballo de plata, pequeñito. Vuelve el rápido ruido de seda y sombra negra y
hielo negro por el aire. Pasa; pasa y choca duramente contra la tela metálica
que cubre la ventana. Los ojos del hombre se abren, emergen, disipan el humo
del sueño. La punta de una aguja de lumbre de vida horada la sombra y busca el
ruido cálido y negro que vuelve por el aire y pasa. El viento llega cargado de
nocturno ruido de agua, lejos. Desaparece el cuerpo negro de hielo y se oye
chocar duramente en la otra habitación. Las cosas se repliegan ciegas y duras.
La sombra se agita de láminas verdes. Viene ruido de viento y de agua cerca,
crece, y entonces se oye la lluvia caer, totalmente. El hombre se incorpora, se
alza desnudo, como viva llama. Viene de nuevo el cuerpo negro, viene frente a
él por el aire, y pasa. Y el aire golpea hielo en el rostro y en la sangre,
donde aún hay burbujas de humo de sueño. El hombre salta a un lado. Pasa el
cuerpo negro y choca pesadamente contra la tela metálica de la ventana. Salta
el hombre a otro lado, abre el closet y palpa y toma la raqueta de tennis.
Salta luego dentro de la sombra verde llena de ruido de lluvia, el cuerpo vivo
como llama de cobre ágil. Vuelve el cuerpo negro, alado y negro, desplazando
aire de hielo en el aire. El hombre cruza un raquetazo en la sombra y no tiene
resistencia. Desaparece el cuerpo negro, alado. La lluvia cae sin prisa,
rumorosa, afuera. Vuelve el cuerpo negro, vuelve. Otro raquetazo en la sombra,
y otro, y otro. Desaparece por la puerta el cuerpo negro de muerte. Viene de
nuevo, viene, pasa. Choca con ruido pesado. Vuelve, vuelve, pasa. Desaparece,
se oye desde el corredor el ruido gris que va, ciego, en el aire. Salta al
corredor. Gira el cuerpo pulido de brillos móviles. Viene por el aire verde el
negro cuerpo alado. Pasa. Otro raquetazo cruza. La tela metálica suena con
estruendo corto. Cae una cosa negra y agitada en un rincón amarillo en sombra.
Aletea, rasguña la pared con las alas negras de seda tensa. El hombre salta y
se encorva y oprime el marco de la raqueta contra el animal oscuro que aletea en
el rincón. El animal de negra seda aletea fuerte, más fuerte. El hombre deja la
raqueta sobre el animal y vuelve a la habitación. Mira dentro del closet con
los dedos finos de instinto que palpan las repisas. Los dedos encuentran un
largo cuchillo enfundado. El hombre desenvaina el cuchillo y regresa con la
hoja que fluye de la mano como una cosa viva que acompaña. En el rincón la
raqueta tabletea sobre el animal torpe y negro, caído del tiempo. Las alas
rasguñan la pared amarilla en sombra. Ya no hay oscuridad para los ojos del
hombre. El hombre acerca la punta del cuchillo al aleteo del animal. Toca el
cuerpo blanduzco y revienta burbujas de hielo en la sangre que pesa en los
brazos y corre por la espalda. Entra la punta en la carne escondida bajo la piel
de urna, repulsiva. El animal chilla, lastimeramente. El brazo del hombre hunde
más el cuchillo en el cuerpo repugnante. El animal chilla. Voltea la cabeza a
un lado, la cabeza de perro pequeñito. Ya no hay sombra para los ojos del
hombre. La cabeza del animal, agobiada, voltea a un lado y a otro, brusca. El
animal abre los ojos de rata ojos de pájaro ojos de semilla de papaya. Se queja
y muestra los dientecillos de pez y se queja, lastimeramente. El brazo levanta
el cuchillo y lo hunde otra vez, otra vez en el cuerpo de seda blanduzco.
Chilla el animal y muestra sangre en los dientecillos de pez tragado por una
rata. Aletea brusco y por debajo del ala ancha y negra saca una garra pequeña
de ave abortada. Afuera suena la lluvia, pausada, rumorosa. El hombre respira
anhelosamente, caliente en la sombra, como viva llama de cobre verde. El animal
gime, convulso, agobiado. La punta del cuchillo se hunde otra vez, otra vez. El
hombre suda, perfectamente solo. Hunde el filo, toca hueso, hace girar el mango
del cuchillo en la mano dura como garra. El aleteo en el rincón es ahora
epiléptico, convulso, irregular. Sale de bajo el ala de seda la garra pequeña
de ave abortada, fría y violácea de muerte. Entonces se hace un silencio grave
donde sólo se oye la respiración llena del hombre y el ruido de la lluvia que
afuera cae, como para siempre. Las alas negras del animal se derraman sobre el
suelo, anchas de entrega y de muerte. David se estira como lenta llama de
aceite, solo y único como un antiguo ídolo vuelto a la vida en otro tiempo. El
brazo cae al flanco del hermoso muslo de cobre y ceniza. Se apaga la hoja del
cuchillo. La cabeza de David se inclina sobre el pecho que brilla verde y todo
el ruido de la lluvia y del viento se esconde en el pelo negrísimo.
ARCO SECRETO Y OTROS CUENTOS, Monte Ávila Editores, Caracas, 1973
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