Caminar, caminar solo
en el paraje. Cualquier paraje despoblado. Eso es una experiencia inigualable.
La soledad se transforma en otra cosa.
Recuerdo aquella vez
que deambulé, por horas, entre las praderas milagrosas de la Gran Sabana. Me
subí mi mochila a los hombros, bien parapetada de algunas viandas, con una radio casetera portátil, en la que escucharía el El Mesías de
Handel. Siempre he amado esa maravilla de composición, me parece un milagro. Lo
que haría cuando estuviera lejos del campamento que habíamos instalado con un
querido hermano, mi entrañable Simón.
Habíamos enviudado, él
de esposa, yo de hermana. Habíamos perdido también a una gran amiga (que era
como una hermana para nosotros) en el mismo evento. Cuando él volvió de su luto
(se había ido por largo tiempo a tierras extranjeras, para llorar a su modo la
viudez) nos convertimos en hermanos más inseparables de lo que ya éramos. Ese
fue el legado de Marianella. Nos enseñó a querernos con su despedida. Es que
hasta yéndose nos dejó siempre una enseñanza. Pero debo parar estos recuerdos
porque las lágrimas se atravesarían como un ancho río en la memoria y no podría
seguir evocando la extrañeza.
Lo cierto es que en
fechas navideñas y a la vuelta de unos pocos años de haber sufrido tal pérdida,
Simón se paró en la puerta de mi casa, con la camioneta encendida, y me dijo:
¿por qué no nos vamos a la Gran Sabana? Yo le contesté, pero qué. ¿Estás loco? Yo
tengo cosas que hacer y que si la navidad y tal y qué sé yo, como por no
abandonar ese jolgorio de la bohemia en que se habían convertido nuestras
ciudadanas vidas. A lo que, sencillamente, él me replicó, con una sonrisa en la
cara, pero con voz firme: Luisito, tú no aguantas dos pedidas, tú no tienes
voluntad. Así que móntate en la camioneta y vámonos. Lo cual me hizo tanta
gracia, que no pude más que responderle: Al menos, déjame llevarme una mochila.
Antes de partir, algunos amigos y familiares nos decían, ¿pero ustedes están
locos? ¿Van a recibir el año nuevo en medio de la soledad? Sí, ¿y cuál es el
problema? replicábamos los dos. Nadie comprendía.
No recuerdo exactamente
todos los libros u otros enseres que me llevé. Sí recuerdo que llevábamos,
entre otros, a San Juan (Simón no paraba de leerlo), a Donne, a Milosz, a
Cadenas, a Sánchez Peláez, a Pessoa y a Rimbaud. Pero lo que recuerdo con la
más alta fidelidad es que yo iba con mi Mesías a la vanguardia, entre un buen arsenal
de música. Detrás de los asientos llevábamos oculta una buena dosis de licor (algo
más de media caja de anís), para que de ellas no se enamorasen los guardias de
las innumerables alcabalas que tendríamos que cruzar. Las pusimos allí como un
“Rompa el vidrio en caso de emergencia”. Pero no bebimos ni una gota, ni en la
ida ni en la estancia.
Narro estos detalles
porque lo exige la memoria. Pero al grano.
Una vez instalados,
hice lo que interiormente me había prometido, caminar, caminar por horas (solo
y sin rumbo fijo, pero memorizando mi camino) con el Mesías en mi mochila.
Simón tenía que guardar reposo debido a la mala digestión que le causaran unos
granos enlatados. Una vez internado en la soledad de la sabana, la primera e
insondable experiencia fue la del silencio, un silencio extraño, colmado de
susurros que no sabría definir como sonoros o insonoros, un ser o estar tan silencioso
como nuestra idea del vacío o de la quietud del no ser, si es que de ello
podemos tener alguna idea. Y tentado estuve de no acometer la experiencia que
llevaba encomendada, ésa de romper ese cristal de la creación con los
armoniosos canturreos de otra creación.
Pero, una vez allí,
tenía que vivir la experiencia de la humana creación en el seno de la creación
divina. Al haber caminado unos cuantos kilómetros entre la alfombra de espigas,
quise acometerla. Escuchar esa belleza que palpita en los trinos del Mesías en
el marco del verdadero silencio, lo cual hice por muy largo rato, mientras reavivaba
la andanza. No puedo decir que la experiencia no hubiere resultado milagrosa,
pues es como un canto al canto de la naturaleza, tan extraña y sin motivos como
resulta de sólo contemplarla, de palpar su orden y concierto en apariencia
vasto y, sin embargo, mínimo entre la noche del cosmos. Era como caminar en el
aire, acariciando las espigas con los pies. Me detuve. Me acosté. Mire el
cielo. La música se detuvo, tenía que detenerse. Sólo mirar y sentir. Nunca he
vivido una experiencia tan alegre, con esa alegría que no se grita, aunque
adentro grite de intensidad, porque es el grito de lo que no necesita
exclamarse, es tan hondo el fondo desde donde brota esa alegría, que la voz no
llega a entonarse, no se nos hace perentoria la dicción, puesto que ya se ha
instalado otra conexión. Si algo quisiera decir nuestra voz interior, la
acallaríamos. Le diríamos: calla, sólo escucha. Esa alegría que es el más
precioso regalo y que una absurda e inveterada costumbre se ha empeñado en
acallar. Los seres humanos nos hemos dedicado a refrenar y hasta negar nuestra
natural necesidad de conexión con el orbe natural, con el cosmos, con las voces
del firmamento. Podría uno caminar por días enteros, hasta el fin de la
existencia, en tales parajes. Recuerdo que inicié mi regreso cuando vi la
primera aldea, la primera presencia humana dentro de aquella inmensidad. Fue
como el diapasón que indicaba la hora de mi regreso. Y también, claro, volvía
incitado por ver cómo seguía Simón de su malestar, el cual no fue más que
eso.
Muchas otras cosas
hermosas nos tocó ver y vivir, como aquella luna de intenso color violeta, que
aún considero como una de las vistas más milagrosas que hayan contemplado mis
ojos, o el largo aventón que le dimos a una jovencísima pareja Pemón desde las
afueras de Santa Elena de Uairén cuando, sin mucho convencimiento, ya
regresábamos a la ciudad. Ella era una princesa e iban a una aldea familiar
para celebrar su casamiento. Los rostros más candorosamente hermosos que quepa
imaginar. Rodamos por horas, hasta que nos hicieron la seña convenida, para
internarnos en una trocha a campo abierto, por la que rodamos igualmente un par
de horas. La pareja no cabía en su felicidad, pues como nos habían dicho,
hubieran tenido que caminar unos dos o tres días para llegar al hogar…
Pero ésa es otra
historia, la historia de otro caminar. Y éste acaso sea un modo de celebrar el
día de los Santos Inocentes.
lacl, 28 de Diciembre,
2020
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