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Salvador Garmendia - Palabra Mayor
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Ya yo pagué
Salvador Garmendia
Todo el folklore es elitesco y el cuatro, su emblema nacional, es el más elitesco de los instrumentos. Es cierto que muchos centenares de venezolanos pueden acompañarse un valsecito en esas cuatro cuerdas; pero hay un solo Freddy Reyna y es el único que se atrevería a tocar a Bach en esa clave. No es exageración. Sé que él puede hacerlo si lo quiere y a lo mejor ya lo hizo o se lo dejó a alguno de sus hijos, porque los Reyna están hecho de música.
Pero antes hubo otro, aunque éste vino del lado de la picaresca. Antes, tuvimos a Jacinto Pérez el Rey del Cuatro, un personaje quevedesco hasta en su misma estampa; larguirucho y huesudo, a quien sólo le faltaban la capa agujereada y el chambergo mohoso para dibujarse en un rincón de Sevilla, a la luz de un farol. Era un histrión, que nos envolvía con su labia en plena calle sin darnos tiempo para respirar y cuando se iba, ya sabíamos que nuestros bolsillos pesaban menos; pero habíamos presenciado una demostración irreprochable de ingenio y picardía. Era como si hubiéramos pagado una entrada.
Vivió gran parte de su vida en La Charneca, al lado de una negra suya (¿por qué no?: él le decía “mi negra”), de cuya existencia verdadera nadie que yo sepa tuvo conocimiento pleno. El acostumbraba anunciar la muerte repentina de su compañera con cierta regularidad, sobre todo entre la gente de la radio, donde no había quien no lo conociera; todo, con el propósito de pasar el sombrero y recoger para el entierro. No sé si ella estaba enterada de estos manejos, pero en los hechos, se comportaba como una suerte de Ifigenia doméstica, que una y otra vez ofrecía su cuello para detener el naufragio de la economía familiar. También, de algo había que vivir, cuando no había donde “matar un tigre”.
Pero el cuatro en manos de Jacinto era una explosión de sonidos, que chisporroteaban en el aire como las pelotas de colores del malabarista. Sólo con las potencias del oído, Jacinto había reconstruido la afinación del cuatro. Levantó una octava la cuerda de abajo y de esta manera hizo posible la ejecución punteada como en la vihuela o la guitarra; después le fue fácil pasar de un anónimo y arisco Pajarillo llanero al austríaco y almidonado Danubio Azul, sin aguársele el ojo. Él fue el primero al que se le ocurrió poner en práctica esa otra vuelta de clavija, que le puso voz de tenor al instrumento. El invento era suyo, o por lo menos él estaba seguro de que lo era y por eso guardaba el secreto como la fórmula suprema del alquimista. Al fin y al cabo, de ese oro vivía. Era su truco personal, su baraja marcada. “¿Clásico, semiclásico, popular?”, preguntaba Jacinto a su auditorio con un tonito jactancioso, mirando de lado y alargando una ceja, y sabía que no iba a quedar mal como solista, porque en su repertorio figuraban por igual Estrellita de Ponce y La Ruperta, Fúlgida Luna y La Cumparsita, y hasta alguna vez se atrevió con lo que solía llamarse el Claro de Luna, de Beethoven.
Las anécdotas de la picaresca jacinteana podrían llenar un libro. En una ocasión se encontraba en un pasillo de la Radio Nacional, punteando distraídamente su cuatro, cuando acertó a pasar por allí el maestro Emil Friedman. Y como el oído del músico es un ojo que nunca se cierra, el maestro percibió algo en el aire y se detuvo. Cortésmente, le rogó que le permitiera revisar el instrumento. -”Es un prodigio -murmuró, mientras registraba las cuerdas. Con esta afinación usted ha convertido su cuatro en instrumento clásico”. Jacinto, consternado, se lamentaba después con nosotros: “!Me descubrió el musiú, coleguitas! Ahora, ¿qué hago? !Si lo riega por ahí me muero de hambre!”.
Que no haya más que un Freddy Reina y un solo Jacinto Pérez, es prueba de la condición aristocrática del cuatro y del folklore en general. Al fin y al cabo el folklore es una ciencia, y ésa es otra razón por la que procuro mantenerme respetuosamente alejado de él. Soy de los que escuchan sonar un tambor barloventeño y no sé si se trata de una curbeta, una mina o un culo e’ puya. Y así por el estilo. En mi ignorancia sin medida, todo me suena igual. Toques y estilos de tambor son para mí las fórmulas de un ritual hermético e indescifrable, que sólo está al alcance de los iniciados. Por eso, prefiero caminar hacia atrás, mientras hago una reverencia con el sombrero en la mano, como si dijera: Con todo respeto, lejos contigo. Tampoco sé distinguir entre un yaguaso y una marisela, dos de los pasos o figuras del joropo, que son siete y otros dicen que son diecisiete. Eso sí, estoy convencido de que ninguna de las partes de la suite llanera tiene el más remoto parentesco musical con Alma Llanera, de Pedro Elías Gutiérrez. Pero ésta ya no es folkore. La ciencia dio un paso atrás y dejó su lugar al patriotismo, y como todos somos patriotas…
Eso sí, no me cuento entre aquellos a quienes se les erizaba la piel con nuestro segundo Gloria al Bravo Pueblo. Lo soportaba con paciencia, de la misma manera que lo sigo haciendo con la bandera y el escudo: porque no tenemos otros y no se puede estar remendando los símbolos cada vez que nos hastiemos de ellos. Además, les hubiera pasado lo mismo que al joropo de Pedro Elías, que cada vez que lo “arreglan” empeora, y si no, acuérdense de los despropósitos de Xavier Cugat en Escuela de Sirenas. En todo caso, Alma Llanera es en sí mismo un arreglo. Un joropo al que se le cambió la sangre por agua de arroz. Joropo de botines de charol, chaleco y leontina de oro, zapateado con las manos atrás en un baile de 5 de Julio en la Casa Amarilla. Debo haber pasado una buena parte de mi vida, en tiempo real, escuchando joropos y otras especies populares. Era como una obligación. La buena acción del día. Y hoy, aún continúo preguntándome ¿qué quedó de todo aquéllo? Para que no se pierda todo, propongo desde ahora la creación de un Museo del Imaginario Nacional, donde figuren en primer lugar piezas de indudable originalidad y audacia como El Ruiseñor, de Lorenzo Herrera, desplegando su “elegante plumaje real”, el pobre y yo diría inconsolable colibrí “en una jaula cantando”, de Juan Vicente Torrealba, o el sorprendente Guanaguanare, ¿anónimo?, que puede volar picoteando, nada menos que sobre las olas de la mar serena, hasta terminar en ” la tarde gris y el cielo azul”, juntos por primera vez en una letra me parece que de Chelique Sarabia, y en lugar privilegiado el “terné” de Simón Díaz como el primer hervíboro incompleto que es alimentado por pericos y gavilanes, mediante una dieta de frutas criollas, supongo que a base de mamones, pomarrosas, cotoperíes, caimitos y lefarias. Se abrirá una sección especial, debidamente protegida, para las letras completas de Reynaldo Armas.
Cuando pienso en todo lo que ha ocurrido en el mundo con la música de nuestro siglo, siento con horror que no crecí ni me moví del patio de mi escuela, y sigo siendo el mismo muchachito de primaria, escuchando los mismos joropitos simplones que recibimos del país rural, sin que hasta el presente hayamos podido agregar nada o casi nada a esas tonadas rústicas y descoloridas. Asustado, me pregunto si es que estamos obligados a repetirnos en infinitas copias de un mismo arquetipo nacional, estéril e inmodificable. Y por último, proclamo que no reniego de lo popular, pero prefiero dejarlo a los que llegan, a los nuevos, a los que están en el deber de llenar una cuota.
No quiero decir con esto que pretendo vivir en un país de mentiras, donde las amas de casas friegan los corotos mientras escuchan lieders de Schubert o que mi vecino haga su cuadrito de la semana mientras rueda en el equipo de sonido una oratoria de Handel o las Gymnopédies de Erik Satie. !No, por Dios! No todo el mundo tiene que volverse chocho y aburrido. Déjennos a nosotros los raros, los maniáticos, los que van contra la corriente; déjennos masticar nuestras yerbas secretas y que los demás disfruten de los placeres sencillos, que halagan los sentidos y despiertan la alegre convivencia. Yo me curo en salud, diciendo con toda convicción: Tengo 60 años comiendo arepas… Ya yo pagué!
El Nacional, 22 Marzo 1997.
La foto fue tomada por Ricardo Armas.
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