Estamos tan solos como el sol
en la soledad del firmamento,
pero cuántos luceros nos acompañan.
Nacemos y morimos tan solos
como la soledad del aire
en esta instancia de luz
que nos acompaña,
desde el primer parpadeo
hasta el último suspiro,
y, sin embargo, cuánta dicha
hallamos en los corpúsculos
y diminutas briznas que,
extasiadas, bailan entre sí,
suspendidas en aérea danza
cuando un prisma iluminado
se filtra por el resquicio
de una ventana.
Vivimos tan solos
como la soledad del agua,
que gusta de acariciarse
entre las piedras o las nubes,
mientras canta a su paso
con su voz sin cuerdas,
pero con vocales
de un abecedario
que inscrito viene
en el letrario del alma.
Decían los antiguos que el alma
es espejo del cielo
y que cosmos es nombre
para significar aquello
que suspira en cada pecho.
Marchamos tan solos
como la soledad de la tierra,
que en su errante deambular
ignora aquello celeste
que le cifra y le signa.
"La tierra está en el cielo",
dijo alguna vez un teólogo poeta.
Y un día desaparecerá,
acaso tan sola como nació,
reapareciendo,
como todo lo que desaparece,
cambiando de luz o forma,
pero inserta por siempre
en el abanico de lo que creado fue,
adornando, como un lunar,
la piel sin fin
que viste al dragón.
lacl, 15 de enero de 2024, justo ahora, al saludar un nuevo día.
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