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lunes, 11 de abril de 2011

Ya no hay más “Estudios”.


Ya no hay más “Estudios”. (*)

(09 de Abril de 2011)

En los últimos tiempos no he sabido más que de clínicas, salas de emergencia y algo de retenido desasosiego por la salud de mamá, quien siempre ha sido más sana que un roble. Afortunadamente y con el favor del cielo, las cosas comienzan a decantarse favorablemente.

Ayer, por desgracia, recibí la infausta noticia de que otro espacio más para el libre ejercicio del alma, como lo es un cuidado recinto de libros, cierra sus puertas. La Librería Estudios de La Castellana dejará de ser ese sagrado rincón en el que las ideas y el espíritu gozaban de verdadera libertad para la discusión, la disquisición, el encuentro e, incluso, la disensión, si advertimos que las ideas suelen ser más libres que quienes las forjan y, sobre todo, que quienes las toman por dogma…

El querido Javier Marichal, advirtiéndome jocosamente que como yo me he convertido en una suerte de “cronista en la materia”, me llamó para transmitirme la mala noticia de este nuevo cierre de un espacio abnegadamente consagrado al comercio de la cultura, tan acorralada de suyo por la moderna mercachiflería de la sub-cultura, esa farsa que en buena medida ha logrado desplazar el culto y riego del espíritu y de las ideas a las catacumbas en que rumorea una secta de conjurados contra el statu quo de la inopia.

Su llamada acaeció justo cuando ingresaba a mamá apuradamente en una sala de emergencias, de la que devino un procedimiento de alivio a los surtidores del corazón, como para hacer con ello una metáfora del atribulado corazón que palpita en la psique colectiva. Ojalá que fuera tan sencillo y que, con la simple colocación de un dispositivo capaz de ensanchar los surtidores de la sangre, se lograse alimentar y aliviar no sólo el corazón del cuerpo, sino -por sobre todo- el corazón del alma, ése que precisamente ha olvidado lo que es la concordia entre los hombres, aquellos que nuestros ancestros denominaban con la frase “de buena voluntad”.

Muchos de mis pensamientos de este año se vienen vaciando en un cuaderno que he titulado “Inscripciones en el dolmen”. El título hace juego con la imagen de la portada, pero obedece más bien al sistemático acorralamiento a que se ve sometido el más libre y puro de los albedríos: el de las ideas que nacen en el alma. Creo que algo tiene que ver lo que allí descargo con toda esa connivencia de los estados (amparados detrás de la sacrosanta presencia del "Estado") en contra de la más llana libertad.

Ayer, en un momento de reposo y soledad en medio de la anónima multitud de una atestada cafetería de hospital, recogía yo, para mi fuero interior, un hai ku de Issa, acaso puntualmente exacto en esta hora de sobrecogimiento para con ese desprotegido individuo que alienta en la humanidad entera:

Un gorrión
entra y sale
de la prisión.

Y antes de mi vuelta al hospital, porque acaso lo considere algo oportuno, agrego una de las inscripciones en el dolmen…

(lacl)

(*)  Algunos meses después de esta publicación volví a hablar con Javier Marichal, quién me comentó que todo había sido un engaño, que la librería no cerró y que probablemente fue una jugada para deshacerse de él como librero encargado. Hay que ver, no solamente con las plazas y mentideros, de la política, sino con eso que llaman "el mundo del libro", igualmente signado por las vicisitudes y contingencias que el ser humano despliega en todos los órdenes de su vida social...

[21/01/11]

Vivimos como muertos.
Esta frase es el colofón (o deberé decir, mejor, resultado)
de un largo e intrincado vericueto del pensar,
mientras era uno más de la fila, tediosa y resignada,
compuesta por eslabones de subordinación,
cuando no de soledosa desesperación, pero muy
obstinados todos en hacer presencia, algún día,
ante el solemne cajero del banco.
Y conste que no evado mi lugar en ese absurdo carrusel.
Todo comenzó con la irrupción de la siguiente frase:
Te amo montaña.
Declaratoria que me robó el alma al verla estampada
en una columna de concreto de una autopista de Caracas.
Eso fue hace treinta años, en medio del sopor de la tarde,
viajando en un carro por puesto atestado de anonimatos,
rumbo a unas clases de letras convenientemente nocturnas.
Tal declaración, tan escueta y vertical, tan concisa como
un rezo, tan disímil sobre el cemento de un pilar sirviendo
de marco a una verde e inobservada montaña, irrumpió
en mí como un relámpago, ensanchó mis pulmones
e iluminó el aire de la tarde.
Y entre pecho y garganta se agolparon
una feliz agonía y una absurda certeza.
La agonía de los hombres intentado edificar
un vivir que es descamino del ver y del ser,
deshilvanación de la tímida certeza que, al unísono,
palpita en la savia, hierve en la sangre.
Y, siendo uno más de la fila, dando cuenta
del burocrático padecimiento de toda cadena humana,
vino a mí este adágico intento, como para
completar aquel lejano florecimiento:
Te amo montaña,
vivimos como muertos.

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