A monster calls.
Hace
unos tres o cuatro días surgieron, en retahíla, algunos bocetos en torno al
sentir. Y este hermoso film que, por obra del maravilloso azar, he visto anoche
algo empezado, vino a hacerle juego a los tejidos de la psique. Maravilloso el
escarceo allí tendido entre sentido y realidad, incluso, entre una cierta
negación del sentir que clama por salir a flote, mientras batalla con la
arrasadora realidad. Y todo esto, sin dejar de señalar el muy bien dispuesto
juego de cuentos dentro de un cuento. Cuentos que vienen a dar al traste con
cierto cliché sobre el arte de contar…
Una
película en la que la fábula mantiene un duelo a muerte con lo inexorable: la
pérdida de lo más preciado, el amor más puro, ese amor tan grande que no
podemos imaginar que sucumba con la muerte. Para colmo, es la historia de esa pérdida
en una edad en la que el ser humano se debate en un paso crucial (como el que
implica toda iniciación), cual es el de soltar la rienda -en tanto que persona,
en tanto que ser individuado-, la edad en que se comienza a soltar el hilo, a
alargarlo y alargarse uno con él mientras se
interna en el afuera, en ese misterio que podemos llamar vida, lo que es
lo mismo que decir para incursionar en el misterio de vivir, el paso en el que
un tanto melancólicamente le damos una despedida a la niñez.
Un film
que, a primeras luces, me ha parecido magnífico. En realidad, casi que no me
atrevo a decir que me ha parecido magnífico desde una perspectiva intelectiva,
pues mi razón deductiva creo que llegó a obnubilarse en algún momento de la
experiencia, para darle paso a aquel desbordamiento de lo que significa “pensar”
con el corazón, tal como anotara James Hillman. En realidad, fue como un
arrollamiento del corazón. Un film conmovedor, para volver a ver en el más
absoluto de los silencios.
Salud
lacl
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