EL
REINO DE HERMES Walter Muschg
La magia es una oscura profesión que
deja amplio margen a patrañas y quimeras. Es difícil distinguirla del engaño.
Ya el oficio de chamán debe haber sido el campo de acción para embaucadores y
malhechores empedernidos, que se jactaban de sus ficticias aventuras en el Más
Allá y contenían la risa mientras su público escuchaba con temor o entusiasmo
sus palabras. Del frenesí al fraude, de lo demoniaco al crimen, sólo hay un
paso. Por eso en todas las épocas el charlatán acompaña al mago auténtico.
Finge ser un hombre divertido o seductor, liberador o brutalmente dominante; en
una forma u otra, lo único que le importa es su propia persona. Con sus
maquinaciones explota a los crédulos, juega con ellos en una forma audaz o diabólica.
Los conduce al engaño o a la destrucción, como el Flautista de Hamelín,
poniendo ante sus ojos el espejismo del camino que conduce al monte de la
felicidad.
En el himno homérico a Hermes, se
ensalza a este dios como el acompañante de las almas al infierno y como dios de
los poetas y los ladrones. Este himno lo describe como Un embaucador genial; ya
en la cuna roba los bueyes sagrados de Apolo, pero contesta tan astutamente al
interrogatorio, que Apolo admite en su círculo al "astro cambiante" y
entabla con él una estrecha amistad. Le permite existir junto a él como poeta,
sólo se reserva rigurosamente el don profético. Hermes le regala a su vez la
lira, por él inventada. La lira, el instrumento de Apolo,
es el invento del dios ladrón, quien se la entrega a Apolo con palabras que la
destinan a convertirse en el alegre juguete y e! deleite del género humano.
Hermes, el hijo de la Maya, tiene muchos
semblantes. Era también el dios del mago, que con su báculo regalaba fortuna y
enviaba sueños, era el dios taimado del ganado y el fraude, del comercio
lucrativo, el mediador entre el mundo inferior y el superior. En él está
encarnada toda ambigüedad beneficiosa y en él se realiza la unión de la poesía
y los misterios
de ultratumba. Evidentemente, ya los griegos
consideraban el ilusionismo como una forma de poesía, pero distinguiéndola
nítidamente del alto arte apolíneo. Existe una región de la literatura en la
que Hermes ha reinado en todos los tiempos. En ella viven figuras cuyo elemento
es la anarquía y el fraude y que aun así participan de la consagración poética.
Aquí pululan innumerables productos de cruzamiento en los que aflora el fondo
mágico prístino de toda imaginación. También grandes poetas se han detenido
aquí, temporalmente o para siempre. El mito de Hermes brilla de lleno en el Fausto
de Goethe.
En los ilusionistas mágicos sigue
trasgueando el presentimiento chamanista de lo suprasensible. Ya no deben o ya
no pueden ejercer la magia ritual, pero siguen soñando las grandes aventuras
del alma sin espiritualizarlas en la poesía. Su hechizo consiste en que aún
trasmiten espontáneamente la dicha y el terror de sus alucinaciones. Aún existe
para ellos la unidad de mundo interior y exterior, aunque sólo sea como puro
desvarío. Son en parte niños, en parte chiflados enfermizos. Los infantiles
permanecen toda su vida en el paraíso, los enfermos son la atormentada presa de
sus demonios. Pero aquí también se traslapan salud y enfermedad, felicidad y
maldición. Los aparentemente dichosos pueden obrar como duendes malignos, los
incurables, realizar cosas maravillosas. Como saben que se les considera
inoportunos e indeseables, se valen de estimulantes para olvidar su situación
desconsolada. Hasta que llega el día en que se convierten en esclavos de la
droga y pierden el resto
de su dignidad. Así sucede a menudo, pero no siempre La diferencia entre
el poeta y el depravado se manifiesta allí donde este proceso no sigue el curso
acostumbrado.
También entre los videntes se cuentan
pocos elegidos. En todas épocas aparecen profetas que son considerados mensajeros del
diablo porque predican un dios derribado o que está por venir. También los
siervos del diablo se consideran elegidos; ensalzan la carnalidad, la
violencia, un ídolo humano o un concepto convertible en fetiche. Como apóstoles de este
ídolo arrastran a las masas tras de sí y fundan una religión, erigiéndose en
sus sumos sacerdotes. El falso vidente sucumbe a la primera oportunidad a la
tentación del poder y se transforma
en
el tirano ambicioso de una secta. Estos criminales santificados entablan la
lucha con los sacerdotes de la iglesia dominante; en esto se parecen a los
verdaderos profetas, y ¡qué difícil es a menudo distinguirlos de éstos! El
fallo queda en suspenso, sobre todo si proclamaron su fe en forma poética. Pues
algunos de ellos son verdaderos poseídos, aunque su visión los vuelva
chiflados. Se extravían en galimatías clericales y crean un lenguaje secreto
que extrajeron de libros misteriosos o que a veces inventan ellos mismos.
Conocen el efecto de la superstición de la palabra, del juego ocultista con
sonidos y números en que se basa la adivinación. Ningún fundador de una secta puede
pasarse sin malabarismos verbales. El lenguaje secreto es un hijo predilecto no
sólo de los místicos medievales y modernos -la misma Santa Hildegarda de Bingen
escribió glosas en un lenguaje y una escritura que ella misma inventó-, sino
también de los poetas, hasta Stefan George. El gusto por jugar enigmáticamente
con las palabras también fue característico de Goethe, Hebel y Morike, quienes
se complacieron en componer adivinanzas sin hacer de esto, claro está, una religión.
Según la leyenda, Homero murió de aflicción por no poder resolver sus
adivinanzas, Los oráculos délficos, que transmitían en verso los gritos
frenéticos de la pitonisa, eran famosos por su sentido enigmático -la palabra
sacerdotal siempre tiene cierto dejo ilusionista.
La interpretación triple de la Biblia que se
acostumbraba en -la Edad Media -historice,
moraliter, mystice-
no se debía a la iluminación del predicador, sino a
decretos eclesiásticos y debía ajustarse
a un esquema estricto; a veces se prestaba a que los clérigos hicieran juegos
de palabras que ya en aquel tiempo eran objeto de burla. Esas muestras de
habilidad están emparentadas con las prácticas de mística verbal que florecían
en los cultos esotéricos de la Antigüedad. En estos campos reina Hermes, no
Apolo. La gnosis elevó al dios de los ladrones y la magia a Hermes Trimegistos,
el espíritu universal “tres veces
grande”. Los escritos de esta secta son una de las fuentes principales del
misticismo y la alquimia verbal.
El cantor nace como un hijo de la
naturaleza, pero las Musas no siempre lo educan para servir a los poderosos.
Puede suceder que su naturalidad le impida convertirse en un miembro honorable
de la sociedad. En los principios y los fines de las culturas el cantor
pertenece de por sí al pueblo vagabundo. Pero también en tiempos clásicos debe
haberse dado el caso de que un rapsoda no se subordinara sin recaídas a su
medio aristócrata, sino que siguiera siendo un inquieto huésped del palacio. El
más famoso poeta cortesano de la vieja India, Kalidasa, fue boyero antes de
convertirse en una de las "nueve perlas" de la corte más esplendorosa
de su tiempo, en la que, según se cuenta, lo asesinó una de sus amantes. El bebedor
Li-tai-po llegó a la corte imperial china como aventurero errabundo, participó
en una sublevación y fue condenado al destierro, pero
obtuvo
el perdón al poco tiempo y se dice que murió de una borrachera. Tales eran los
vagabundos llenos de incontenible vigor y de embriaguez de los sentidos, para
quienes el orden de la naturaleza estaba muy por encima de las leyes hechas por
el hombre. Desdeñaban cualquier ligadura social y despreciaban ganarse el pan
por considerarlo un fraude a la vida, que ellos querían saborear en su plenitud
paradisíaca. Estos amantes del mundo cortan sin ningún escrúpulo los frutos que
les apetecen, y no conciben que se les tenga por criminales. Los griegos
poseyeron con Arquíloco, uno de sus primeros grandes cantores líricos, el
modelo del indómito poeta natural. Ya su ascendencia -era el hijo bastardo de
un gran señor y una esclava- lo condenó al conflicto con sus contemporáneos. Su
pobreza lo arrastró fuera de su patria y lo hizo regresar del extranjero a
Paros. Le fue negada la mano de su amada debido a su oscuro origen y a su
temperamento apasionado, y tomó venganza componiendo poemas injuriosos de mala
fama.
La ebria alegría de vivir es privilegio
de la juventud; ésta la siente como algo divino y tiene un derecho eterno para hacerlo.
Quiere vivir con despilfarro y prefiere morir joven a encanecer en medio de
honores. Sin embargo, si no muere, tiene que alargar artificialmente su
inocencia, pues no es capaz de vivir en sobriedad. Los hombres de este tipo, al
envejecer, se entregan al libertinaje para probarse a sí mismos y probar a los
demás que son inquebrantables. A partir de ese momento se parecen a los magos
fracasados; no pueden resistir a la tentación de olvidar su creciente miseria
en la embriaguez, y continúan su frenesí con mala conciencia. Se rozan contra
la resistencia que les opone el odiado medio ambiente, hasta abrirse heridas, y
se descarrilan por debilidad, se desangran en su guarida o se dan por vencidos
cuando han sido heridos de muerte. También en su caso es difícil decir si son
rebeldes ingenuos o cobardes histéricos. Los inquebrantados, aquellos que hasta
el final están satisfechos con su estado, son menos de lo que se cree. Los
enemigos más violentos del orden son a menudo hombres que embozan su
desesperación. En ellos arde la nostalgia por la vida honorable que alguna vez conocieron
o que buscaron por camino equivocado.
Los poetas no sólo han creado la cultura,
sino que una y otra vez la aniquilaron, cuando les pareció poco vital. Estaban
de acuerdo con los que la combatían: con el pueblo oprimido, y hasta con la
ralea aventurera que escapa de las redes de la ley o queda aprisionada en
ellas. En el fondo la sociedad nunca estuvo orientada para fomentar el talento poético.
Éste quedó incomprendido las más de las veces, y no es sorprendente que a
menudo tomara un rumbo extraviado, se convirtiera en rebelde o rodara a la
destrucción. Nadie se ha puesto a contar estas pérdidas siempre volvía a suceder
lo mismo, la guerra entre el hombre imaginativo y la sociedad no tuvo fin. En
el momento en que un poeta adoptara conscientemente la actitud de un outsider, se declaraba la guerra entre
él y los hombres, y ya ni siquiera contaba como circunstancia atenuante lo que
lograse como artista. Se veía en él al agente de todas las fuerzas
incontrolables, al instigador espiritual de todo intento subversivo cuando no
al cabecilla, y se le señalaba sin piedad como responsable. Si sus logros artísticos
eran innegables, se los presentaba como la obra de un bribón. Este nombre es el
insulto predilecto que se aplica al genio antipático, y no por pura casualidad.
El que ha Sido declarado ajeno a la sociedad es capaz de arrojar al suelo su
honor de ciudadano y vivir en la naturaleza, como un amigo de los niños y los
animales, de los bufones y los rebeldes. Otros renuncian a romper abiertamente
con la sociedad, pero miran con envidia a sus hermanos. Para éstos, el juego
más desenfrenado no es ridículo, el crimen más espantoso no es malo sin más ni
más. Schiller, Balzac, Gotthelf, Dostoyevski crearon sus monstruos morales a
base de una afinidad interior con ellos. Hasta el reservado Conrad Perdinand
Meyer llegó a decir que probablemente había cometido una falta grave en una
vida anterior, y que por eso había reencarnado como el poeta Meyer. La vida anterior
de que hablaba era su imaginación. También el reino de Hermes pertenece al
reino de la poesía. Hay que conocerlo, para poder decir dónde comienza y dónde acaba
la poesía, cuáles son sus rangos y en qué punto se convierte en falsa magia. Lo
que allí se muestra a menudo parece ser únicamente la deformación diabólica o
patológica de la poesía, y muchas veces no es más que eso. Así como la naturaleza
produce en los reinos vegetal y animal las criaturas más extrañas, la belladona
y las serpientes venenosas, para alcanzar su objeto, así también la poesía nace
de seres que son una abominación o un horror para el hombre civilizado. En estas
tinieblas crecen las formas de la poesía elemental, pero en ellas echan también
sus raíces las grandes obras de arte. El poeta pordiosero puede alcanzar una
grandeza junto a la cual toda literatura se convierte en caricatura. Cuando los
dioses caen y los reinos se desploman y, como dice Gottfried Kel1er, "las
grandes culebras mágicas, los dragones de oro y los espíritus subterráneos del
alma humana" rompen sus cadenas, también el espíritu poético se libera en
forma de puro instinto natural y adopta las formas más caprichosas. Es entonces
cuando renace la poesía, o cuando muestra en su agonía una vez más su rostro
más antiguo. Seres dudosos reviven en ella la vida vivida, para honrar el juego
inútil de quienes tan sólo conocen el formalismo entumecido de la clase
dominante. Profetas sin dios vagan en compañía de conjuradores de demonios, músicos
ambulantes con juglares, sacerdotes con demagogos fraudulentos y poetas venidos
a menos. Así sucedió en la Invasión de los Bárbaros, en la alta Edad Media, en
la guerra de los Treinta Años, en la desintegración de la burguesía moderna.
Historia
trágica de la literatura, Walter Muschg
Renato Braz and the Paul Winter Consort perform Anabela
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