Sobre Oscar Wilde, Jorge Luis
Borges. Otras inquisiciones (1952)
Abrimos, un poco tarde, el mes de Noviembre, con esta joya
de disquisición borgiana. La lectura como gratitud, como dichosa aventura, como
placer, eso es lo que, en mi caso personal, he sentido siempre al leer a Wilde.
Por ello deseo compartir la maravilla de esta semblanza de Don Jorge Luis,
entre ese género por él cultivado y que ha preferido catalogar como el de inquisiciones, pues
apunta justo al blanco de esa virtud de Wilde de escribir no sólo con gracia,
sino en estado de gracia.
Salud!
lacl
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Mencionar el nombre de Wilde es mencionar a un dandy que
fuera también un poeta, es evocar la imagen de un caballero dedicado al pobre
propósito de asombrar con corbatas y metáforas. También es evocar la noción del
arte como un juego selecto o secreto -a la manera del tapiz de Hugh Vereker y
del tapiz de Stefan George- y del poeta como un laborioso monstrorum
artifex (Plinio, XXVIII, 2). Es evocar el fatigado crepúsculo
del siglo XIX y esa opresiva pompa de invernadero o de baile de máscaras.
Ninguna de estas evocaciones es falsa, pero todas corresponden, lo afirmo, a
verdades parciales y contradicen, o descuidan, hechos notorios.
Consideremos, por ejemplo, la noción de que Wilde fue una
especie de simbolista. Un cúmulo de circunstancias la apoya: Wilde, hacia 1881,
dirigió a los estetas y diez años después a los decadentes; Rebeca West
pérfidamente lo acusa (Henry James, III) de imponer a la última de estas
sectas "el sello de la clase media"; el vocabulario del poema The
Sphinx es estudiosamente magnífico; Wilde fue amigo de Schwob y de
Mallarmé. La refuta un hecho capital: en verso o en prosa, la sintaxis de Wilde
es siempre simplísima. De los muchos escritores británicos, ninguno es tan
accesible a los extranjeros. Lectores incapaces de descifrar una página de
Kipling o una estrofa de William Morris empiezan y concluyen la misma
tarde Lady Windermere's Fan. La métrica de Wilde es espontánea o
quiere parecer espontánea; su obra no encierra un solo verso experimental, como
este duro y sabio alejandrino de Lionel Johnson: Alone with Christ,
desolate else, left by mankind.
La insignificancia técnica de Wilde puede
ser un argumento a favor de su grandeza intrínseca. Si la obra de Wilde
correspondiera a la índole de su fama, la integrarían meros artificios del tipo
de Les Palais Nomades o de Los Crepúsculos del Jardín.
En la obra de Wilde esos artificios abundan, recordemos el undécimo capítulo
de Dorian Gray o The Harlot's House o Symphony
in Yellow- pero su índole adjetiva es notoria. Wilde puede prescindir de
esos purple patches (retazos de púrpura); frase cuya invención
le atribuyen Ricketts y Hesketh Pearson, pero que ya registra el exordio de la
epístola a los Pisones. Esa atribución prueba el hábito de vincular al nombre
de Wilde la noción de pasajes decorativos.
Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto
un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho
comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón. The
Soul of Man under Socialism no sólo es elocuente; también es justo.
Las notas misceláneas que prodigó en la Pall Mall Gazette y en
el Speaker abundan en perspicuas observaciones que exceden las
mejores posibilidades de Leslie Stephen o de Saintsbury. Wilde ha sido acusado
de ejercer una suerte de arte combinatoria, a lo Raimundo Lulio; ello es
aplicable, tal vez, a alguna de sus bromas ("uno de esos rostros
británicos que, vistos una vez, siempre se olvidan"), pero no al dictamen
de que la música nos revela un pasado desconocido y acaso real (The Critic
as Artist) o aquel de que todos los hombres matan la cosa que aman (The
Ballad of Reading Gaol) o a aquel otro de que arrepentirse de un acto es
modificar el pasado (De Profundis) o a aquel,[1] no indigno
de León Bloy o de Swedenborg, de que no hay hombre que no sea, en cada momento,
lo que ha sido y lo que será (ibídem). No transcribo esas líneas para
veneración del lector; las alego como indicio de una mentalidad muy diversa de
la que, en general, se atribuye a Wilde. Éste, si no me engaño, fue mucho más
que un Moréas irlandés; fue un hombre del siglo XVIII, que alguna vez
condescendió a los juegos del simbolismo. Como Gibbon, como Johnson, como
Voltaire fue un ingenioso que tenía razón además. Fue, "para de una vez
decir palabras fatales, clásico en suma".[2] Dio al siglo
lo que el siglo exigía -comedies larmoyantes para los más y
arabescos verbales para los menos- y ejecutó esas cosas disímiles con una
suerte de negligente felicidad. Lo ha perjudicado la perfección; su obra es tan
armoniosa que puede parecer inevitable y aun baladí. Nos cuesta imaginar el
universo sin los epigramas de Wilde; esa dificultad no los hace menos
plausibles.
Una observación lateral. El nombre de Oscar Wilde está
vinculado a las ciudades de la llanura; su gloria, a la condena y la cárcel.
Sin embargo (esto lo ha sentido muy bien Hesketh Pearson) el sabor fundamental
de su obra es la felicidad. En cambio, la valerosa obra de Chesterton,
prototipo de la sanidad física y moral, siempre está a punto de convertirse en
una pesadilla. La acechan lo diabólico y el horror; puede asumir, en la página
más inocua, las formas del espanto. Chesterton es un hombre que quiere recuperar
la niñez; Wilde, un hombre que guarda, pese a los hábitos del mal y la
desdicha, una invulnerable inocencia.
Como Chesterton, como Lang, como Boswell, Wilde es de
aquellos venturosos que pueden prescindir de la aprobación de la crítica y aun,
a veces, de la aprobación del lector, pues el agrado que nos proporciona su
trato es irresistible y constante.
Notas
[1] Cf. La curiosa tesis de Leibniz, que tanto
escándalo produjo en Arnauld, La noción de cada individuo
encierra a priori todos los hechos que a éste le ocurrirán.
Según este fatalismo dialéctico, el hecho de que Alejandro el Grande moriría en
Babilonia es una cualidad de ese rey, como la soberbia.
[2] La sentencia es de Reyes, que la aplica al hombre mexicano (Reloj de Sol, pág. 58).
En Otras inquisiciones (1952)
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