Encomio de la memoria. Del Nacimiento o Pesebre, una semblanza.
Porque son mundos vivos, en cada uno de ellos va una historia humana, un rastro, un pueblo, nuestro paso mínimo en medio de la inmensidad del cosmos. Querámoslo o no, hay una huella cultural profunda y, por lo tanto, cultual, del mundo de ayer que se fue levantando estoicamente como una hiedra en el muro de los días. Hiedra que podíamos percibir en las palabras de la madre, o en las lecciones de catequismo que, incluso en las escuelas laicas, se impartían a los imberbes. Y aunque estas lecciones pretendieran ganarnos para el catolicismo, lo que realmente lograron fue crearnos un corpus mítico y vivo de un pueblo ancestral. Y aquellas parábolas creadas (o, mejor, difundidas) para apuntalar una religión basada en la delación de un beso traidor se quedaron sin alma, sin techo y sin piso. En fin, al menos con el infante que fui no se logró el resultado deseado, el pespunte de sentido común que trae ya el infante no me lo permitió, por fortuna. Así que de los pesebres o nacimientos, lo que quedó marcado, para siempre, en nuestro corazón fue el anunciamiento de lo bello, lo bueno en el sentido de lo amablemente correcto, la anunciación de un prodigio para todos los seres humanos, humildemente representado en el advenimiento de una vida en medio de la más misérrima de las condiciones, en una barraca prestada.
Los pesebres o nacimientos son mundos vivos, en cada uno de ellos va una historia humana, renovada año a año, como el rastro de un pueblo que nos designaba, en presente, a todos los seres humanos. La pequeña e increíble historia de una aldea que a todos nos significaba o encarnaba en ese paso ínfimo bajo la arrobadora estampa de la noche, manto del cosmos.
Siempre me atacó esa presunción, desde mis primeros días, desde aquellos tiempos en que veía el amor con que mi madre levantaba sus nacimientos o pesebres. Al correr de los años, nada esperaba con tanto amoroso afán como que llegaran las navidades, para ayudar a mi madre a hacer ese mundo... Apostarle las luces, fabricarle estrellas tras un biombo en el que se dibujaba el cielo, esparcir las aguas de los arroyuelos transitando en quebradas la región (los hacíamos con hileras o tiras de traslúcido plástico enhebradas con tiras de papel plateado), colocarle las fuentes o glorietas que servían de mentideros a los habitantes de la pequeña comarca -siempre a su vera había un par de enamorados, una panadera y pastor de ovejas- e inventarle otras historias a hombres y luceros…
El Nacimiento o Pesebre vienen pues, a significar en nuestras costumbres algo que excede una doctrina de creencias, juramentos y penitencias. Simboliza la promesa de lo bello, de la vida que se renueva en armonía y año tras año, de la comarca de la que formamos parte; es un convite si se quiere mínimo, pero multiplicado a millares, a un convivir en paz entre los hombres.
Por fortuna, en casa cultivamos aún esa memoria. Una memoria colectiva que muchas personas han echado al cesto; y razón, en mi opinión muy personal, de que la cíclica promesa anual haya perdido tanto de su aura y magia. Al menos, en las costumbres de mi propia comarca, esa aldea en la que, en tiempos no tan lejanos, se sembraba la promesa de una renovación acompañada de un auto de fe, si se quiere, embadurnado de místico sentido de vida en colectivo.
-
lacl, anotación, 30 / 11 / 2018.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario