Cuán bello hilar de
la palabra el de Don Alberto. En la línea de los grandes prosistas de nuestra
América, sin más. Su prosa nos recuerda el arte de nuestros grandes prosistas,
como Alfonso Reyes en México, Mariano Picón Salas en Venezuela, Jorge Luis
Borges en la Argentina. Palabras mayores. Un hilar que no le teme a la
elegancia. Algo que es de extrañar en esta actualidad sin contenidos. Porque la
elegancia, en lo que toca a lengua y escritura, no es un lujo ni culto del
ripio, sino amor a la palabra. Y se tiene amor a la palabra porque se le tiene amor
a los valores fundamentales de lo humano, entre los que debería siempre
destacarse al verbo. Sin verbo no somos nada, no hay cultura, ni tendríamos
arte. Don Alberto, como un jurado defensor de tales valores escribe una muy
bien apuntada glosa en la que no falta la gracia.
La carta me ha
llegado por bondad de mi prima Natalia Lauro. Quien a su vez la ha tomado del
blog Venezuela Sinfónica.
En la publicación referida
hay un detalle que me encanta. Y es una de las gráficas que acompañan al texto.
Aquella de Don Antonio Estévez dirigiendo uno de sus ensayos. Me encanta ver
que ha dejado sus zapatos a un lado para dirigir desde la comodidad de un
descalzado…
Reproducimos la carta
del poeta Alberto Arvelo Torrealba al maestro Antonio Estévez. Y agrego en
ofrenda la primera versión no dirigida por el maestro Estévez de su vibrante
Cantata criolla, ocasión en la que Don Antonio le pidiera al Director Felipe
Izcaray que dedicara la ejecución de los músicos a la memoria de sus primeros
intérpretes: al magnífico Don Teodoro Capriles y a nuestro amado tío Antonio
Lauro.
La dirección de la publicación
de donde tomo el texto de la carta es la siguiente:
¡Salud!
lacl
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Agregamos la carta y
algunas gráficas…
Acarigua, 6 de
diciembre de 1961
Señor
Profesor Antonio
Estévez
Caracas.
Querido y admirado
amigo:
Conocía su estupenda
Cantata Criolla sólo por grabaciones. Hoy, después de haberla escuchado en el
estadio de Maracay, con intervención de la Orquesta Sinfónica de Venezuela, de
los solistas Antonio Lauro y Teo Capriles y de varios selectos grupos de
Caracas; y tras el cordial entusiasmo con que usted, su gentil esposa y todos
los artistas del proscenio nos agasajaron después del acto a mí y a mi mujer,
al reconocernos entre la multitud, quiero reiterar y ampliar por escrito lo que
en esta oportunidad esbocé en breves palabras imprevistas.
Convalecía entonces
de fuertes quebrantos de salud, y la emoción, es cierto, halló campo favorable
para conmoverme en forma inusitada al comienzo del acto, casi hasta inhibirme
de gozarlo en plenitud. Esa sacudida afectiva se revivió en los episodios del
aljibe de arena. Pero contrariamente a lo que podría presumirse, cuando
resonaron los cascos del caballo, heraldos del vaquero sombrío; cuando el solo
de Lauro, trágico y desafiante, hondo de llanería diablesca, encarnó la
presencia del espanto, y los coros la tremoliaron hasta desvanecerla, y sobre
todo; cuando la voz de Capriles, inmensa y solitaria estiró aquel ”sabana,
sabana, tierra que hace sudar y querer”, como enrumbada hacia las señeras
soledades “sin jorobas”, entonces aspiré una saludable sensación del patio
familiar tranquilo. Entré en mi mundo. Me di cuenta de que aquella era la misma
gente mía, mis propios hijos mayores, a quienes puse una vez a pelear por
prepotencias ideales, y que ahora tornan a mí, vestidos de gala, ricos y
enaltecidos, pero con el mismo amor y el mismo dolor de la patria con que de mí
se fueron.
Mucho debe mi poesía
a los preclaros músicos y compositores que la han interpretado. Majadero
inquisidor de mis propios versos, aún de aquellos ya incorporados a mis libros,
creo, sin embargo, que la mínima retribución al regalo de un aire musical
selecto para una poesía, es mantener ésta intocada, inmune a la propia
inconformidad, como reverencia espiritual a la música que la enaltece. Tal
regla, con todo, he dejado de cumplirla con respecto a “Florentino el que cantó
con el Diablo”. Hecho por el cual debo a usted y al público una explicación.
A principios de 1950,
decidí reestructurar la versión originaria de ese poema, para darla a la
edición extraordinaria del “El Nacional” de ese año. Como quedaban pocos meses
para el arreglo, y dado el carácter antagónico de los personajes, procedí, en
fiel introversión de sus fueros, a darles plazo fijo para presentar su pliego
de puntas, réplicas y contraréplicas en la ampliación de la porfía. Vencido ese
lapso, con el juicio contradictorio de los coplistas aún en fogueo, dí por
clausurada la nueva versión y la mandé puntualmente al periódico. Pero los
pensamientos rivales quedaron trabajando, en los términos toldados del
subconsciente. Ardides del decir, retruques, saetas, refranes alusivos,
retruécanos, alardeos epigramáticos, se multiplicaban, esgrimidos por los
contrincantes, en clave recíproca. En virtud de esta íntima querella, a raíz de
publicada la nueva versión, ya se gestaba otra de mayor amplitud, aún sin yo
quererlo.
Para ese momento –
agosto de 1950 –según me lo explicaba en Roma el insigne profesor Plaza, ya
usted tenía casi lista la CANTATA CRIOLLA. Acaecieron, a partir de entonces,
varios hechos artísticos extraordinarios.
En primer lugar,
usted se impuso la tarea titánica, perdiendo quizás varios años de trabajo, de
rehacer la partitura, precisamente en la parte de la misma que debía llevarle
más tiempo: todo El Reto, más el comienzo de La Porfía. De este modo, la
CANTATA CRIOLLA, interpretaba en su mitad inicial, la versión de 1950, mientras
que el resto de la obra, quedaba sin cambios de fondo, concordado a la versión
originaria de 1941.
Por otra parte, al
estrenar usted su obra, la música rebalsó la poesía. Por el cauce estrecho de
mi Apure coplero, usted puso a correr el Orinoco de su fantástica imaginación
musical. A los versos del contrapunteo se asociaron, despertando sugestiones insospechadas,
los austeros contornos de las melodías. A cada lado de las estrofas
interpretadas, y por ende a la vera de todo el poema, quedaron, por magia de la
música, cual en la vecindad de los ríos después de las crecidas, inmensos
charcos luminosos, grávidos de imágenes inéditas. Por eso en los últimos toques
que di a mi obra al forjar en 1957 la versión definitiva, tuvo que haber algo,
acaso mucho de la interpretación a esos ecos de su interpretación.
Finalmente esa
música, como una clarinada, como un alerta de gallos madrugueros, reactivó el
espíritu combativo de mis personajes. Y sucedió lo que tenía que suceder. En la
nueva planificación de la obra los copleros rivales en contumacia casi
anárquica, se prevalieron de mi entusiasmo, para desbordarse en el desahogo
ilimitado de sus argumentos reprimidos.
Así nació, con
posterioridad a la CANTATA CRIOLLA, la versión última de mi poema. La última
digo, porque me propongo no ceder ni un palmo ante el influjo de los
personajes. Están ahora otra vez en tranca de viva reyerta, pidiéndome que siga
la porfía. Categóricamente enfatizo que no lo lograrán.
Sé que el jinete del
trote sombrío anda diciendo por los hatos de Barinas que pedirá la nulidad del
poema porque en su último canto hubo milagro, patentizado en adelanto
fraudulento de la aurora. Son alharacas y artificios muy propios de él. Jurista
de altura, bien sabe que las leyes naturales no admiten prueba en contrario.
Bien sabe también que si algo aparece como axiomático en mi poema, es el haber
cruzado yo impávido, entre las dos figuras querellosas, sin diferencias ni
desigualdades.
Más todavía. En
alardeo de ésta imparcialidad, bien puedo confesar ahora cuando ya solo soy un
tercero en la litis, que si alguna tentación de preferencia tuve en el poema,
fue hacia el Diablo. Florentino es más fresco de lirismo, más ágil de epigrama,
más sabio de imagen pechera, mas brujo de rasgueo en las cuerdas, más rico de
atropello en el cantar. Pero el grave Autócrata de la Tiniebla es más hondo,
mas poeta, más músico, más humano en las resonancias de la tragedia y la
amargura. Rebelión y sufrimiento son el signo cardinal satánico. Cuando en el
último drama de Byron, Caín pregunta: “¿Qué hacer para alcanzar destello de la
eternidad?” – “Sufrir! ya estás en ella” fue la respuesta del díscolo y
taciturno Arcángel Desterrado.
Para mí fue el propio
Diablo, por confiado en su prepotencia retórica, pero acaso menos zahorí que su
adversario, el que invirtió el lógico desenlace de la tremenda supremacía
controvertida. Porque él no ha debido aceptar nunca la asonancia aguda de la
primera vocal que le planteó su contrincante para el último episodio de la
instancia. Y si la aceptó, ufano de su baquía poética, pregonando que los
graves y los agudos le dan lo mismo, ha debido cambiar tal rima, después de la
segunda réplica. Olvidó, y eso le costó un triunfo que él mismo ya había
pregonado, que esa asonancia es asaz propicia para exultar pompa y arrobamiento
religiosos, y sobre todo para la evocación mariana en cadenas, ráfaga final de
desespero, con que Florentino logró enmudecerlo.
Esa es la realidad.
Lo del milagro, con los “lebrunos del día” surgentes en la alta madrugada, es
una despechada fabulación del Tenebroso, quien ya otra vez fue sorprendido por
el alba, según pintoresco pasaje de Milton. Acaso se propone coaccionarme
moralmente para que yo siga la porfía. Mas “sepa el cantador sombrío” que me
inhibo definitivamente de la misma, la cual él y su adversario bien pueden
continuar por su sola cuenta; y que si insiste en la sediciente acción de
nulidad, la cual por lo demás ya está prescrita, remitiré todos los recaudos
poéticos y musicales relativos al caso al señor Obispo de mi jurisdicción
eclesiástica, para que éste decida la controversia, ya que los milagros, como
figura jurídica, pertenecen al Derecho Canónico.
Siento mucho mi
distinguido amigo, que no me sea dable finalizar esta carta con un juicio
técnicamente apreciativo de su gran obra, por ser yo un perfecto profano en la
especialidad artística donde usted campea. Mi vieja llanería sí puede, en
cambio, intuir la siguiente apreciación objetiva:
Armonizando
antítesis, como en dialéctica de embrujo, su Cantata se nos revela sosegadora e
inquietante, llana y profunda, universal y criolla, popular y erudita, real y
fantasmagórica. Su fondo permanente es rebeldía. Su fuerza humana, la
virtualidad de conmover muchedumbres y de pasmar maestros. Su proeza artística,
hacernos oír, bajo el cielo de América, con virgen voz americana, el ronco son
de los remos con que aún golpean a los siglos los trágicos barqueros de la
Estigia y el Aqueronte. Dentro de lo musical, la concurrencia de esos rasgos
tipifica el signo demoníaco. Lo cual da a usted, sitio de honor entre los
grandes músicos de inspiración diabólica que patrullea Paganini.
Por todo eso empiezo
a sospechar, dilecto amigo, que entre los dos copleros, fraternos en el arte,
antagónicos en el rumbo y en la meta de la esperanza, usted ha tenido también
su poquito de preferencia por el Diablo.
De usted,
cordialmente,
Alberto Arvelo
Torrealba
Estévez, Lauro, Capriles
Alvarado, Lauro, Estevez, Sevillano, Capriles. En la UCV, Aula Magna, 1977
Antonio Estévez: Cantata criolla
(Felipe Izcaray, 1987)
Alberto Arvelo Torrealba
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