Más allá de la controversia de si el Sr. Henry A. Smith fuera o no rigurosamente estricto al citar al
Jefe Seattle, más allá de las posibles adiciones que se hayan podido incorporar
a la carta (la ha citado incluso Joseph Campbell), el documento es una bella
propuesta. Y si mantiene el espíritu de la comunicación originaria, eso es
lo que ha de importarnos. Nadie tiene por qué creer que La Odisea de Homero fue
dictada por éste y pensar que los relatores no le agregaran nuevos pasajes y, sobre todo, belleza a
la fábula original en el correr de los siglos. Como dijera alguna vez Nietzsche, Homero son todos los hombres...
Salud!
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Carta del Gran Jefe
Seattle, de la tribu de los Swamish, a Franklin Pierce Presidente de los Estados
Unidos de América.
En 1854, el Presidente
de los Estados Unidos de América, Franklin Pierce, hizo una oferta
por una gran extensión de tierras en el noreste de los Estados Unidos, en la
que vivían los indios Swaminsh, ofreciendo en contrapartida crear de una
reserva para el pueblo indígena. La respuesta del Jefe indio Seattle, que
trascribimos a continuación, ha sido considerada, a través del tiempo como uno
de los más bellos y profundos manifiestos a favor de la defensa del medio
ambiente.
El Gran Jefe de
Washington envió palabra de que desea comprar nuestra tierra. El Gran Jefe nos
envía también palabras de amistad y buena voluntad. Apreciamos mucho esta
delicadeza porque sabemos la poca falta que le hace nuestra amistad. Vamos a
considerar su oferta, pues sabemos que, de no
hacerlo, el hombre blanco vendrá con sus armas de fuego y tomara nuestras
tierras. El Gran Jefe de Washington puede confiar en la palabra del Gran Jefe
Seattle, con la misma certeza que confía en el retorno de las estaciones. Mis
palabras son inmutables como las estrellas del
firmamento.
¿Cómo se puede comprar
o vender el cielo o el calor de la tierra?, esta idea nos parece extraña. Si no
somos dueños de la frescura del aire, ni del brillo del agua, ¿Cómo podrán
ustedes comprarlos?
Cada pedazo de esta
tierra es sagrado para mi pueblo, cada aguja brillante de pino, cada grano de
arena de las riberas de los ríos, cada gota de rocío entre las sombras de los
bosques, cada claro en la arboleda y el zumbido de cada insecto son sagrados en
la memoria y tradiciones de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los
árboles lleva consigo los recuerdos del hombre piel roja.
Los muertos del hombre
blanco olvidan la tierra donde nacieron cuando emprenden su paseo por entre las
estrellas, en cambio nuestros muertos, nunca pueden olvidar esta bondadosa
tierra, pues ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y
ella es parte de nosotros. Las flores
perfumadas son nuestras hermanas, el venado, el caballo, el gran águila, todos
son nuestros hermanos. Las escarpadas montañas, los húmedos prados, el calor de
la piel del potro y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.
Por esto, cuando el
Gran Jefe Blanco de Washington manda decir que desea comprar nuestra tierra,
pide mucho de nosotros. El Gran Jefe Blanco nos dice que nos reservará un lugar
donde podamos vivir cómodamente. El se convertirá en nuestro padre y nosotros
en sus hijos.
Por lo tanto, nosotros
vamos a considerar su oferta de comprar nuestra tierra. Pero eso no es fácil,
ya que esta tierra es sagrada para nosotros. Esta agua cristalina
que escurre por los riachuelos y corre por los ríos no es solamente agua, sino
también la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos la tierra, ustedes
deberán recordar que ella es sagrada, y deberán enseñar a sus hijos que ella es
sagrada y que los reflejos misteriosos sobre las aguas claras de los lagos
hablan de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo del agua
de los ríos es la voz del padre de mi padre. Los ríos son nuestros hermanos,
ellos calman nuestra sed. Los ríos llevan a nuestras canoas y nos dan peces para
alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deberán
recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también los
suyos, y por tanto deberéis tratar a los ríos con la misma dulzura con que se
trata a un hermano. Sabemos que el hombre
blanco no comprende nuestro modo de vida.
Tanto le importa un
trozo de nuestra tierra como otro cualquiera, pues es un extraño que llega en
la noche a arrancar de la tierra aquello que necesita. La tierra no es su
hermana, sino su enemiga y una vez conquistada la abandona, y prosigue su
camino dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle nada. Roba a la
tierra aquello que pertenece a sus hijos y no le importa nada. Tanto la tumba
de sus padres como los derechos de sus hijos son olvidados. Trata a su madre,
la tierra y a su hermano, el cielo, como cosas que se pueden comprar, saquear y
vender, como si fuesen corderos o collares que intercambian por otros objetos.
Su hambre insaciable devorará todo lo que hay en la tierra y detrás suyo dejaran
tan sólo un desierto.
Yo no entiendo, nuestro
modo de vida es muy diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades
apena los ojos del piel roja. Tal vez sea por que el hombre piel roja es un
salvaje y no comprende nada. No existe
un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar como se
abren las flores de los árboles en primavera, o el movimiento de las alas de un
insecto. Pero quizás también esto se deba a que soy un salvaje que no comprende
bien las cosas. El ruido de las ciudades parece insultar los oídos. Y yo me
pregunto, ¿ qué tipo de vida tiene el hombre si no puede escuchar el canto
solitario del chotacabras, ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde
de un lago?. Soy un piel roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave
susurro del viento sobre la superficie del lago, así como el olor de ese mismo
viento purificado por la lluvia del mediodía, o perfumado por la fragancia de
los pinos.
El aire es algo
precioso para el piel roja, ya que todos los seres comparten el mismo aliento,
el animal, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco
no siente el aire que respira, como un moribundo que agoniza durante muchos
días es insensible al hedor. Si les vendemos nuestras tierras deben recordar
que el aire es precioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con la
vida que sostiene. El viento que dio a nuestros antepasados el primer soplo de
vida, también recibió de ellos su último suspiro. Si les vendemos nuestras tierras,
ustedes deberán conservarlas sagradas, como un lugar en donde hasta el hombre
blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas.
Queremos considerar su
oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré una
condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a
sus hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto miles
de búfalos pudriéndose en las praderas, abandonados allí por el hombre blanco
que les disparo desde el caballo de hierro sin ni tan solo pararlo. Yo soy un
salvaje y no comprendo como el humeante caballo de hierro pueda importar más
que el búfalo al que nosotros sólo matamos para poder vivir. ¿Qué sería del hombre
sin los animales? Si todos los animales fuesen exterminados, el hombre también
perecería de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra a los animales
pronto habrá de ocurrirle también al hombre. Todas las cosas están
relacionadas entre sí.
Deben de enseñarle a
sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros antepasados. Digan
a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestro pueblo, a
fin de que sepan respetarla.
Es necesario que
enseñen a sus hijos, lo que nuestros hijos ya saben, que la tierra es nuestra
madre. Todo lo que ocurra a la tierra, le ocurrirá también a los hijos de la
tierra. Cuando los hombres escupen en el suelo, se están escupiendo así mismos.
Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que
pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas las cosas están ligadas
como la sangre que une a una familia. El sufrimiento de la tierra se convertirá
en sufrimiento para los hijos de la tierra. El hombre no ha tejido la red que
es la vida, solo es un hilo más de la trama. Lo que hace con la trama se lo
está haciendo a sí mismo.
Nuestros hijos han
visto cómo sus padres eran humillados mientras defendían su tierra. Nuestros
guerreros han sentido vergüenza, y ahora pasan sus días ociosos, mientras
contaminan sus cuerpos con comida dulce y agua de fuego. Importa poco donde
pasaremos el resto de nuestros días, no son demasiados. Unas pocas horas, unos
pocos inviernos y ninguno de los descendientes de las grandes tribus que alguna
vez vivieron sobre esta Tierra, estarán aquí para lamentarse sobre las tumbas
de una gente que un día tuvo poder y esperanza. Ni siquiera el hombre blanco,
cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, quedará exento del destino
común. Quizás seamos hermanos a pesar de todo, ya se verá algún día. Sabemos
una cosa que quizás el hombre blanco tal vez descubra algún día, el Dios
nuestro y el de ustedes es el mismo Dios. Ustedes creen que Dios les pertenece,
de la misma manera que desean que nuestras tierras les pertenezcan, pero no es
así. Él es el Dios de todos los hombres y su compasión se extiende por igual
entre los pieles rojas y los caras pálidas.
Esta tierra es preciosa,
y despreciarla es despreciar a su Creador y se provocaría su irá. También los
blancos se extinguirán, quizás antes que todas las otras tribus. Contaminan sus
lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios desechos. Ustedes caminan
hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que
los trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre
ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros, pues no
entendemos porqué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se
impregnan los rincones secretos de los densos bosques con el olor de tantos
hombres y se obstruye la visión del paisaje de las verdes colinas con un
enjambre de alambres de hablar.
¿Dónde está el
matorral? Destruido
¿Dónde está el águila?
Desapareció
Es el final de la vida
y el inicio de la supervivencia.
Edward S. Curtis
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