El poeta y el político difícilmente han de
conjuntarse.
Que entren en pacto o asociación es algo sumamente
improbable.
Si se les pide que transiten juntos una misma vereda y que, luego, nos den su relación, es probable que anoten o traigan noticias de disímiles paisajes.
Pero más probable es, todavía, que el poeta anote un paisaje que el político no ve.
Desconfía del poeta que ve el mismo panorama que nos pinta el político.
Si se les pide que transiten juntos una misma vereda y que, luego, nos den su relación, es probable que anoten o traigan noticias de disímiles paisajes.
Pero más probable es, todavía, que el poeta anote un paisaje que el político no ve.
Desconfía del poeta que ve el mismo panorama que nos pinta el político.
(lacl, Agosto 12, 2009. Amanecer.)
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Esta anotación
fue escrita bajo la visión moderna que tenemos de la política y sus cultores, esto
es, como aquellas personas que se dedican, no a desarrollar un trabajo en función
de la “polis” y del bien común, sino que miran la política como el vehículo
perfecto para hacerse del poder. De allí que siempre haya mantenido que un
poeta (al menos, un poeta cabal, a la manera en que lo definiera Whitman en sus
prólogos a Hojas de hierba) difícilmente pueda conjuntarse con un político, al
igual que difícilmente pueda hacerlo con un gobierno o un gobernante, sin
correr el riesgo de mancillar su aura. El poder, de por sí, siempre ha estado
demasiado cerca de las bajezas y más bajos instintos de que el hombre pueda ser
presa. Y algunos de los pocos
casos en que uno puede hacer excepción es en aquellos de que nos dejara
evidencia el mundo de la antigüedad, en que se dieron ejemplos de gobernantes-filósofos
o emperadores-poetas, lo que (sin embargo) no fuera garantía de que el poder
ejercido en su hora no fuera, de alguna manera, injusto con “los súbditos”.
A
continuación dejamos un maravilloso relato de Borges, El espejo y la máscara,
en el que esta relación toma otros visos, absolutamente inusitados para la hora
que se vive hoy a lo largo y ancho del orbe.
Salud!
lacl
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JORGE LUIS BORGES: EL ESPEJO Y LA MÁSCARA
Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el
noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo:
-Las proezas más claras pierden su lustre si no se las
amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú
serás mi Virgilio. ¿ Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará
inmortales a los dos?
-Sí, Rey -dijo el poeta-. Yo soy el Ollan. Durante doce
inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las
trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos
de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan
a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas
metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto
examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones,
las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de
Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las
matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis
rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel,
incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla. Sólo una
cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.
El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos
largos y ajenos, le dijo con alivio:
-Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el
ruiseñor ya cantó en Inglaterra. Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando
regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la corte y
ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada
letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real
costumbre ni de tus inspiradas vigilias-
-Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro-dijo el poeta,
que era también un cortesano.
Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.
Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones,
presentó el panegírico. Lo declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al
manuscrito. El Rey lo iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto,
hasta los que agolpados en las puertas, no descifraban una palabra. Al fin el
Rey habló.
-Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada
vocablo su genuina acepción y a cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron
los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado
los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada
es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has
manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades,
los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se
perdiera toda la literatura de Irlanda -omen absit- podría
reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a
transcribir dos veces.
Hubo un silencio y prosiguió.
-Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos
no corre más a prisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha
palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a los
vikings. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo
de nuestra aprobación, toma este espejo que es de plata.
-Doy gracias y comprendo -dijo el poeta. Las estrellas del
cielo retornaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las selvas
sajonas y el poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo
repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes. Como si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La
página era extraña. No era una descripción de la batalla, era la batalla. En su
desorden bélico se agitaban el Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos
de Irlanda y los que guerrearían, centenares de años después, en el principio
de la Edda Mayor. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía
regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las normas Comunes. La
aspereza alternaba con la dulzura. Las metáforas eran arbitrarias o así lo
parecían.
El Rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras
que lo rodeaban y habló de esta manera:
-De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de
cuanto se ha cantado en Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo
aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí
los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del único ejemplar.
De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra
más alta.
Agregó con una sonrisa: -Somos figuras de una fábula y es
justo recordar que en las fábulas prima el número tres.
El poeta se atrevió a murmurar: -Los tres dones del
hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad. El Rey prosiguió: -Como prenda
de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.
-Doy gracias y he entendido -dijo el poeta. El aniversario
volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un
manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el
tiempo, había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy
lejos o haber quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con
él. Los esclavos despejaron la cámara.
-¿No has ejecutado la oda? -preguntó el Rey; -Sí -dijo
tristemente el poeta-. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.
-¿Puedes repetirla?.: -No me atrevo.
-Yo te doy el valor que te hace falta -declaró el Rey.
El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a
pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una
plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos
maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.
-En los años de mi juventud -dijo el Rey- navegué hacia el
ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En
otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi
murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente
surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas son maravillas,
pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué
hechicería te lo dio?
-En el alba -dijo el poeta- me recordé diciendo unas
palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que
había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.
-El que ahora compartimos los dos -el Rey musitó-. El de
haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca
expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que
será el último.
Le puso en la diestra una daga. Del poeta sabemos que se
dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los
caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.
Forma parte de "El libro de arena", Jorge Luis
Borges.
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