Debido a la extensión de la novela, no vamos a anticipar comentarios a una obra que no los necesita, tan maravillosa es, de suyo, esta extraordinaria y acrisolada obra maestra.
Hace algunos años he subido un breve ensayo sobre esta obra. Quien tenga curiosidad por leer más sobre el Licenciado Vidriera, puede ir a visitar este link:
https://letrascontraletras.blogspot.com/2015/04/el-loco-vidriera-emisario-de-cervantes.html
Salud,
lacl
Novela del licenciado Vidriera, Miguel de Cervantes
PASEÁNDOSE
dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo
de un árbol durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como
labrador. Mandaron a un criado que le despertase; despertó y preguntáronle de
adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el
muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a
la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio.
Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también.
-Desa
manera -dijo uno de los caballeros-, no es por falta de memoria habérsete
olvidado el nombre de tu patria.
-Sea
por lo que fuere -respondió el muchacho-; que ni el della ni del de mis padres
sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.
-Con
mis estudios -respondió el muchacho-, siendo famoso por ellos; porque yo he
oído decir que de los hombres se hacen los obispos.
Esta
respuesta movió a los dos caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo,
como lo hicieron, dándole estudio de la manera que se usa dar en aquella
universidad a los criados que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba Tomás Rodaja,
de donde infirieron sus amos, por el nombre y por el vestido, que debía de ser
hijo de algún labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro, y a pocas
semanas dio Tomás muestras de tener raro ingenio, sirviendo a sus amos con
tanta fidelidad, puntualidad y diligencia que, con no faltar un punto a sus
estudios, parecía que sólo se ocupaba en servirlos. Y, como el buen servir del
siervo mueve la voluntad del señor a tratarle bien, ya Tomás Rodaja no era
criado de sus amos, sino su compañero.
Finalmente,
en ocho años que estuvo con ellos, se hizo tan famoso en la universidad, por su
buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes era estimado y
querido. Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era
en letras humanas; y tenía tan felice memoria que era cosa de espanto, e
ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que
por ella.
Sucedió
que se llegó el tiempo que sus amos acabaron sus estudios y se fueron a su
lugar, que era una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo
a Tomás, y estuvo con ellos algunos días; pero, como le fatigasen los deseos de
volver a sus estudios y a Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver a ella
a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado), pidió a sus
amos licencia para volverse. Ellos, corteses y liberales, se la dieron,
acomodándole de suerte que con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.
Despidióse
dellos, mostrando en sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que
ésta era la patria de sus señores); y, al bajar de la cuesta de la Zambra,
camino de Antequera, se topó con un gentilhombre a caballo, vestido
bizarramente de camino, con dos criados también a caballo. Juntóse con él y
supo cómo llevaba su mismo viaje. Hicieron camarada, departieron de diversas
cosas, y a pocos lances dio Tomás muestras de su raro ingenio, y el caballero
las dio de su bizarría y cortesano trato, y dijo que era capitán de infantería
por Su Majestad, y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de
Salamanca.
Alabó
la vida de la soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de
Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de
Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías; dibujóle dulce y
puntualmente el aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macarela, li
polastri e li macarroni. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre
del soldado y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las
centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la
hambre de los cercos, de la ruina de la minas, con otras cosas deste jaez, que
algunos las toman y tienen por añadiduras del peso de la soldadesca, y son la
carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo, y tan bien dichas,
que la discreción de nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear y la voluntad a
aficionarse a aquella vida, que tan cerca tiene la muerte.
El
capitán, que don Diego de Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena presencia,
ingenio y desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese con él a Italia, si
quería, por curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa y aun, si fuese
necesario, su bandera, porque su alférez la había de dejar presto.
Poco
fue menester para que Tomás tuviese el envite, haciendo consigo en un instante
un breve discurso de que sería bueno ver a Italia y Flandes y otras diversas
tierras y países, pues las luengas peregrinaciones hacen a los hombres
discretos; y que en esto, a lo más largo, podía gastar tres o cuatro años, que,
añadidos a los pocos que él tenía, no serían tantos que impidiesen volver a sus
estudios. Y, como si todo hubiera de suceder a la medida de su gusto, dijo al
capitán que era contento de irse con él a Italia; pero había de ser condición
que no se había de sentar debajo de bandera, ni poner en lista de soldado, por
no obligarse a seguir su bandera; y, aunque el capitán le dijo que no importaba
ponerse en lista, que ansí gozaría de los socorros y pagas que a la compañía se
diesen, porque él le daría licencia todas las veces que se la pidiese.
-Eso
sería -dijo Tomás- ir contra mi conciencia y contra la del señor capitán; y
así, más quiero ir suelto que obligado.
-Conciencia
tan escrupulosa -dijo don Diego-, más es de religioso que de soldado; pero,
comoquiera que sea, ya somos camaradas.
Llegaron
aquella noche a Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se pusieron donde
estaba la compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba a marchar la vuelta de
Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares que le venían a mano.
Allí notó Tomás la autoridad de los comisarios, la incomodidad de algunos
capitanes, la solicitud de los aposentadores, la industria y cuenta de los
pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de las boletas, las
insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes
más de los necesarios, y, finalmente, la necesidad casi precisa de hacer todo
aquello que notaba y mal le parecía.
Habíase
vestido Tomás de papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y púsose a lo
de Dios es Cristo, como se suele decir. Los muchos libros que tenía los redujo
a unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento, que en
las dos faldriqueras llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a Cartagena,
porque la vida de los alojamientos es ancha y varia, y cada día se topan cosas
nuevas y gustosas.
Allí
se embarcaron en cuatro galeras de Nápoles, y allí notó también Tomás Rodaja la
estraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo maltratan
las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones
y fatigan las maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas,
especialmente en el golfo de León, que tuvieron dos; que la una los echó en
Córcega y la otra los volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados, mojados
y con ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova; y,
desembarcándose en su recogido mandrache, después de haber visitado una
iglesia, dio el capitán con todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron
en olvido todas las borrascas pasadas con el presente gaudeamus.
Allí
conocieron la suavidad del Treviano, el valor del Montefrascón, la fuerza del
Asperino, la generosidad de los dos griegos Candia y Soma, la grandeza del de
las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha, la
rusticidad de la Chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la
bajeza del Romanesco. Y, habiendo hecho el huésped la reseña de tantos y tan
diferentes vinos, se ofreció de hacer parecer allí, sin usar de tropelía, ni
como pintados en mapa, sino real y verdaderamente, a Madrigal, Coca, Alaejos, y
a la imperial más que Real Ciudad, recámara del dios de la risa; ofreció a
Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se le
olvidase de Ribadavia y de Descargamaría. Finalmente, más vinos nombró el
huésped, y más les dio, que pudo tener en sus bodegas el mismo Baco.
Admiráronle
también al buen Tomás los rubios cabellos de las ginovesas, y la gentileza y gallarda
disposición de los hombres; la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas
peñas parece que tiene las casas engastadas como diamantes en oro. Otro día se
desembarcaron todas las compañías que habían de ir al Piamonte; pero no quiso
Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles,
como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al
Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría si ya no los
hubiesen llevado a Flandes, según se decía.
Despidióse Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y, así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes; por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que se están mirando unas a otras, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo.
Despidióse Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y, así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes; por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que se están mirando unas a otras, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo.
Desde
allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina; de Palermo le
pareció bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla,
la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia.
Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo
santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de
muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de
medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de
las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios, por
intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso
engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la
devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los
muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta
embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos
los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas.
Desde
allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido
Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran
Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese
en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en
las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo;
la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita,
su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos
alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de
su valor por todas las partes del orbe se estiende, dando causa de acreditar
más esta verdad la máquina de su famoso Arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen
número.
Por
poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso
en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero, habiendo
estado un mes en ella, por Ferrara, Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina
de Vulcano, ojeriza del reino de Francia; ciudad, en fin, de quien se dice que
puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo y su
maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde
allí se fue a Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes.
Fue
muy bien recebido de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a
Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había
visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía
a tomar las armas, para salir en campaña el verano siguiente.
Y,
habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que había visto, determinó
volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios; y como lo pensó lo puso
luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo del
despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo
pedía, y, por Francia, volvió a España, sin haber visto a París, por estar
puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus
amigos, y, con la comodidad que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios hasta
graduarse de licenciado en leyes.
Sucedió
que en este tiempo llegó a aquella ciudad una dama de todo rumbo y manejo.
Acudieron luego a la añagaza y reclamo todos los pájaros del lugar, sin quedar vademécum
que no la visitase. Dijéronle a Tomás que aquella dama decía que había estado en Italia y en Flandes, y, por ver si la conocía,
fue a visitarla, de cuya visita y vista quedó ella enamorada de Tomás. Y él,
sin echar de ver en ello, si no era por fuerza y llevado de otros, no quería
entrar en su casa. Finalmente, ella le descubrió su voluntad y le ofreció su
hacienda. Pero, como él atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en
ninguna manera respondía al gusto de la señora; la cual, viéndose desdeñada y,
a su parecer, aborrecida y que por medios ordinarios y comunes no podía
conquistar la roca de la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros modos, a su
parecer más eficaces y bastantes para salir con el cumplimiento de sus deseos.
Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás unos
destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la
voluntad a quererla: como si hubiese en el mundo yerbas, encantos ni palabras
suficientes a forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o
comidas amatorias se llaman veneficios; porque no es otra cosa lo que
hacen sino dar veneno a quien las toma, como lo tiene mostrado la experiencia
en muchas y diversas ocasiones.
Comió
en tan mal punto Tomás el membrillo, que al momento comenzó a herir de pie y de
mano como si tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al cabo
de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda que
un membrillo que había comido le había muerto, y declaró quién se le había
dado. La justicia, que tuvo noticia del caso, fue a buscar la malhechora; pero
ya ella, viendo el mal suceso, se había puesto en cobro y no pareció jamás.
Seis
meses estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele
decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos. Y, aunque
le hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo,
pero no de lo del entendimiento, porque quedó sano, y loco de la más estraña
locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse el
desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno
se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y suplicando con palabras y
razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real y
verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio de pies
a cabeza.
Para
sacarle desta estraña imaginación, muchos, sin atender a sus voces y rogativas,
arremetieron a él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase cómo no se
quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el
suelo dando mil gritos, y luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en sí
en cuatro horas; y cuando volvía, era renovando las plegarias y rogativas de
que otra vez no le llegasen. Decía que le hablasen desde lejos y le preguntasen
lo que quisiesen, porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser
hombre de vidrio y no de carne: que el vidrio, por ser de materia sutil y
delicada, obraba por ella el alma con más promptitud y eficacia que no por la
del cuerpo, pesada y terrestre.
Quisieron
algunos experimentar si era verdad lo que decía; y así, le preguntaron muchas y
difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza
de ingenio: cosa que causó admiración a los más letrados de la Universidad y a
los profesores de la medicina y filosofía, viendo que en un sujeto donde se
contenía tan extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se
encerrase tan grande entendimiento que respondiese a toda pregunta con
propiedad y agudeza.
Pidió
Tomás le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo,
porque al vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le dieron una
ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó
con una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna manera, y el
orden que tuvo para que le diesen de comer, sin que a él llegasen, fue poner en
la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le ponían alguna cosa de
fruta de las que la sazón del tiempo ofrecía. Carne ni pescado, no lo quería;
no bebía sino en fuente o en río, y esto con las manos; cuando andaba por las
calles iba por la mitad dellas, mirando a los tejados, temeroso no le cayese
alguna teja encima y le quebrase. Los veranos dormía en el campo al cielo
abierto, y los inviernos se metía en algún mesón, y en el pajar se enterraba
hasta la garganta, diciendo que aquélla era la más propia y más segura cama que
podían tener los hombres de vidrio. Cuando tronaba, temblaba como un azogado, y
se salía al campo y no entraba en poblado hasta haber pasado la tempestad.
Tuviéronle
encerrado sus amigos mucho tiempo; pero, viendo que su desgracia pasaba
adelante, determinaron de condecender con lo que él les pedía, que era le
dejasen andar libre; y así, le dejaron, y él salió por la ciudad, causando
admiración y lástima a todos los que le conocían.
Cercáronle
luego los muchachos; pero él con la vara los detenía, y les rogaba le hablasen
apartados, porque no se quebrase; que, por ser hombre de vidrio, era muy tierno
y quebradizo. Los muchachos, que son la más traviesa generación del mundo, a
despecho de sus ruegos y voces, le comenzaron a tirar trapos, y aun piedras,
por ver si era de vidrio, como él decía. Pero él daba tantas voces y hacía
tales estremos, que movía a los hombres a que riñesen y castigasen a los
muchachos porque no le tirasen.
-¿Qué
me queréis, muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches, atrevidos
como pulgas? ¿Soy yo, por ventura, el monte Testacho de Roma, para que me
tiréis tantos tiestos y tejas?
Por
oírle reñir y responder a todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos
tomaron y tuvieron por mejor partido antes oílle que tiralle.
Pasando
un día por la casa llana y venta común, vio que estaban a la puerta della
muchas de sus moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás que
estaban alojados en el mesón del infierno.
Preguntóle
uno que qué consejo o consuelo daría a un amigo suyo que estaba muy triste
porque su mujer se le había ido con otro.
-¡Ni
por pienso! -replicó Vidriera-; porque sería el hallarla hallar un perpetuo y
verdadero testigo de su deshonra.
-Dale
lo que hubiere menester; déjala que mande a todos los de su casa, pero no
sufras que ella te mande a ti.
Estando
a la puerta de una iglesia, vio que entraba en ella un
labrador de los que siempre blasonan de cristianos viejos, y detrás dél venía
uno que no estaba en tan buena opinión como el primero; y el Licenciado dio
grandes voces al labrador, diciendo:
De los
maestros de escuela decía que eran dichosos, pues trataban siempre con ángeles;
y que fueran dichosísimos si los angelitos no fueran mocosos.
Otro
le preguntó que qué le parecía de las alcahuetas. Respondió que no lo eran las
apartadas, sino las vecinas.
Las
nuevas de su locura y de sus respuestas y dichos se estendió por toda Castilla;
y, llegando a noticia de un príncipe, o señor, que estaba en la Corte, quiso
enviar por él, y encargóselo a un caballero amigo suyo, que estaba en
Salamanca, que se lo enviase; y, topándole el caballero un día, le dijo:
-Vuesa
merced me escuse con ese señor, que yo no soy bueno para palacio, porque tengo
vergüenza y no sé lisonjear.
Con
todo esto, el caballero le envió a la Corte, y para traerle usaron con él desta
invención: pusiéronle en unas árguenas de paja, como aquéllas donde llevan el
vidrio, igualando los tercios con piedras, y entre paja puestos algunos
vidrios, porque se diese a entender que como vaso de vidrio le llevaban. Llegó
a Valladolid; entró de noche y desembanastáronle en la casa del señor que había
enviado por él, de quien fue muy bien recebido, diciéndole:
-Ningún
camino hay malo, como se acabe, si no es el que va a la horca. De salud estoy
neutral, porque están encontrados mis pulsos con mi celebro.
Otro
día, habiendo visto en muchas alcándaras muchos neblíes y azores y otros
pájaros de volatería, dijo que la caza de altanería era digna de príncipes y de
grandes señores; pero que advirtiesen que con ella echaba el gusto censo sobre
el provecho a más de dos mil por uno. La caza de liebres dijo que era muy
gustosa, y más cuando se cazaba con galgos prestados.
El
caballero gustó de su locura y dejóle salir por la ciudad, debajo del amparo y
guarda de un hombre que tuviese cuenta que los muchachos no le hiciesen mal; de
los cuales y de toda la Corte fue conocido en seis días, y a cada paso, en cada
calle y en cualquiera esquina, respondía a todas las preguntas que le hacían;
entre las cuales le preguntó un estudiante si era poeta, porque le parecía que
tenía ingenio para todo.
Preguntóle
otro estudiante que en qué estimación tenía a los poetas. Respondió que a la
ciencia, en mucha; pero que a los poetas, en ninguna. Replicáronle que por qué
decía aquello. Respondió que del infinito número de poetas que había, eran tan
pocos los buenos, que casi no hacían número; y así, como si no hubiese poetas,
no los estimaba; pero que admiraba y reverenciaba la ciencia de la poesía
porque encerraba en sí todas las demás ciencias: porque de todas se sirve, de
todas se adorna, y pule y saca a luz sus maravillosas obras, con que llena el
mundo de provecho, de deleite y de maravilla.
-Yo
bien sé en lo que se debe estimar un buen poeta, porque se me acuerda de aquellos
versos de Ovidio que dicen:
Cum ducum fuerant olim Regnumque
poeta:
premiaque
antiqui magna tulere chori.
Sanctaque maiestas, et erat venerabile
nomen
vatibus; et large sape dabantur opes.
»Y
menos se me olvida la alta calidad de los poetas, pues los llama Platón
intérpretes de los dioses, y dellos dice Ovidio:
Est Deus in nobis, agitante calescimus illo.
At sacri vates, et Divum cura vocamus.
»Esto
se dice de los buenos poetas; que de los malos, de los churrulleros, ¿qué se ha
de decir, sino que son la idiotez y la arrogancia del mundo?
-¡Qué
es ver a un poeta destos de la primera impresión cuando quiere decir un soneto
a otros que le rodean, las salvas que les hace diciendo: «Vuesas mercedes
escuchen un sonetillo que anoche a cierta ocasión hice, que, a mi parecer,
aunque no vale nada, tiene un no sé qué de bonito!» Y en esto tuerce los
labios, pone en arco las cejas y se rasca la faldriquera, y de entre otros mil
papeles mugrientos y medio rotos, donde queda otro millar de sonetos, saca el
que quiere relatar, y al fin le dice con tono melifluo y alfenicado. Y si acaso
los que le escuchan, de socarrones o de ignorantes, no se le alaban, dice: «O
vuesas mercedes no han entendido el soneto, o yo no le he sabido decir; y así,
será bien recitarle otra vez y que vuesas mercedes le presten más atención,
porque en verdad en verdad que el soneto lo merece». Y vuelve como primero a
recitarle con nuevos ademanes y nuevas pausas. Pues, ¿qué es verlos censurar
los unos a los otros? ¿Qué diré del ladrar que hacen los cachorros y modernos a
los mastinazos antiguos y graves? ¿Y qué de los que murmuran de algunos
ilustres y excelentes sujetos, donde resplandece la verdadera luz de la poesía;
que, tomándola por alivio y entretenimiento de sus muchas y graves ocupaciones,
muestran la divinidad de sus ingenios y la alteza de sus conceptos, a despecho
y pesar del circunspecto ignorante que juzga de lo que no sabe y aborrece lo
que no entiende, y del que quiere que se estime y tenga en precio la necedad
que se sienta debajo de doseles y la ignorancia que se arrima a los sitiales?
Otra
vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran
pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos,
si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos,
que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en estremo, pues tenían
los cabellos de oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas,
los dientes de marfil, los labios de coral y la garganta de cristal
transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas; y más, que lo que sus
plantas pisaban, por dura y estéril tierra que fuese, al momento producía
jazmines y rosas; y que su aliento era de puro ámbar, almizcle y algalia; y que
todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha riqueza. Estas y otras
cosas decía de los malos poetas, que de los buenos siempre dijo bien y los
levantó sobre el cuerno de la luna.
Vio un
día en la acera de San Francisco unas figuras pintadas de mala mano, y dijo que
los buenos pintores imitaban a naturaleza, pero que los malos la vomitaban.
-Los
melindres que hacen cuando compran un privilegio de un libro, y de la burla que
hacen a su autor si acaso le imprime a su costa; pues, en lugar de mil y
quinientos, imprimen tres mil libros, y, cuando el autor piensa que se venden
los suyos, se despachan los ajenos.
Acaeció
este mismo día que pasaron por la plaza seis azotados; y, diciendo el pregón:
«Al primero, por ladrón», dio grandes voces a los que estaban delante dél,
diciéndoles:
-No
-respondió Vidriera-, sino que sabe cada uno de vosotros más pecados que un
confesor; más es con esta diferencia: que el confesor los sabe para tenerlos
secretos, y vosotros para publicarlos por las tabernas.
-De
nosotros, señor Redoma, poco o nada hay que decir, porque somos gente de bien y
necesaria en la república.
-La
honra del amo descubre la del criado. Según esto, mira a quién sirves y verás
cuán honrado eres: mozos sois vosotros de la más ruin canalla que sustenta la
tierra. Una vez, cuando no era de vidrio, caminé una
jornada en una mula de alquiler tal, que le conté ciento y veinte y una tachas,
todas capitales y enemigas del género humano. Todos los mozos de mulas tienen
su punta de rufianes, su punta de cacos, y su es no es de truhanes. Si sus amos
(que así llaman ellos a los que llevan en sus mulas) son boquimuelles, hacen
más suertes en ellos que las que echaron en esta ciudad los años pasados: si
son estranjeros, los roban; si estudiantes, los maldicen; y si religiosos, los
reniegan; y si soldados, los tiemblan. Estos, y los marineros y carreteros y
arrieros, tienen un modo de vivir extraordinario y sólo para ellos: el carretero
pasa lo más de la vida en espacio de vara y media de lugar, que poco más debe
de haber del yugo de las mulas a la boca del carro; canta la mitad del tiempo y
la otra mitad reniega; y en decir: «Háganse a zaga» se les pasa otra parte; y
si acaso les queda por sacar alguna rueda de algún atolladero, más se ayudan de
dos pésetes que de tres mulas. Los marineros son gente gentil, inurbana, que no
sabe otro lenguaje que el que se usa en los navíos; en la bonanza son
diligentes y en la borrasca perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen
pocos; su Dios es su arca y su rancho, y su pasatiempo ver mareados a los
pasajeros. Los arrieros son gente que ha hecho divorcio con las sábanas y se ha
casado con las enjalmas; son tan diligentes y presurosos que, a trueco de no
perder la jornada, perderán el alma; su música es la del mortero; su salsa, la
hambre; sus maitines, levantarse a dar sus piensos; y sus misas, no oír
ninguna.
-Esto
digo porque, en faltando cualquiera aceite, la suple la del candil que está más
a mano; y aún tiene otra cosa este oficio bastante a quitar el crédito al más
acertado médico del mundo.
Preguntándole
por qué, respondió que había boticario que, por no decir que faltaba en su
botica lo que recetaba el médico, por las cosas que le faltaban ponía otras que
a su parecer tenían la misma virtud y calidad, no siendo así; y con esto, la
medicina mal compuesta obraba al revés de lo que había de obrar la bien
ordenada.
-Honora medicum propter necessitatem, etenim
creavit eum Altissimus. A Deo enim est omnis medela, et a rege accipiet
donationem. Disciplina medici exaltavit caput illius, et in conspectu magnatum
collaudabitur. Altissimus
de terra creavit medicinam, et vir prudens non ab[h]orrebit illam. Esto dice -dijo- el Eclesiástico
de la medicina y de los buenos médicos, y de los malos se podría decir todo al
revés, porque no hay gente más dañosa a la república que ellos. El juez nos
puede torcer o dilatar la justicia; el letrado, sustentar por su interés
nuestra injusta demanda; el mercader, chuparnos la hacienda; finalmente, todas
las personas con quien de necesidad tratamos nos pueden hacer algún daño; pero
quitarnos la vida, sin quedar sujetos al temor del castigo, ninguno. Sólo los
médicos nos pueden matar y nos matan sin temor y a pie quedo, sin desenvainar
otra espada que la de un récipe. Y no hay descubrirse sus delictos,
porque al momento los meten debajo de la tierra. Acuérdaseme que cuando yo era
hombre de carne, y no de vidrio como agora soy, que a un médico destos de
segunda clase le despidió un enfermo por curarse con otro, y el primero, de
allí a cuatro días, acertó a pasar por la botica donde receptaba el segundo, y
preguntó al boticario que cómo le iba al enfermo que él
había dejado, y que si le había receptado alguna purga el otro médico. El
boticario le respondió que allí tenía una recepta de purga que el día siguiente
había de tomar el enfermo. Dijo que se la mostrase, y vio que al fin della estaba
escrito: Sumat dilúculo; y dijo: «Todo lo que lleva esta purga me
contenta, si no es este dilúculo, porque es húmido demasiadamente».
Por
estas y otras cosas que decía de todos los oficios, se andaban tras él, sin
hacerle mal y sin dejarle sosegar; pero, con todo esto, no se pudiera defender
de los muchachos si su guardián no le defendiera. Preguntóle uno qué haría para
no tener envidia a nadie. Respondióle:
Otro
le preguntó qué remedio tendría para salir con una comisión que había dos años
que la pretendía. Y díjole:
-Parte
a caballo y a la mira de quien la lleva, y acompáñale hasta salir de la ciudad,
y así saldrás con ella.
Pasó
acaso una vez por delante donde él estaba un juez de comisión que iba de camino
a una causa criminal, y llevaba mucha gente consigo y dos alguaciles; preguntó
quién era, y, como se lo dijeron, dijo:
-Yo
apostaré que lleva aquel juez víboras en el seno, pistoletes en la cinta y
rayos en las manos, para destruir todo lo que alcanzare su comisión. Yo me
acuerdo haber tenido un amigo que, en una comisión criminal que tuvo, dio una
sentencia tan exorbitante, que excedía en muchos quilates a la culpa de los
delincuentes. Preguntéle que por qué había dado aquella tan cruel sentencia y
hecho tan manifiesta injusticia. Respondióme que pensaba otorgar la apelación,
y que con esto dejaba campo abierto a los señores del Consejo para mostrar su
misericordia, moderando y poniendo aquella su rigurosa sentencia en su punto y
debida proporción. Yo le respondí que mejor fuera haberla dado de manera que
les quitara de aquel trabajo, pues con esto le tuvieran
a él por juez recto y acertado.
En la
rueda de la mucha gente que, como se ha dicho, siempre le estaba oyendo, estaba
un conocido suyo en hábito de letrado, al cual otro le llamóSeñor Licenciado;
y, sabiendo Vidriera que el tal a quien llamaron licenciado no tenía ni aun
título de bachiller, le dijo:
-Guardaos,
compadre, no encuentren con vuestro título los frailes de la redempción de
cautivos, que os le llevarán por mostrenco.
-¿En qué
lo veo? -respondió Vidriera-. Véolo en que, pues no tenéis qué hacer, no
tendréis ocasión de mentir.
-Desdichado
del sastre que no miente y cose las fiestas; cosa maravillosa es que casi en
todos los deste oficio apenas se hallará uno que haga un vestido justo,
habiendo tantos que los hagan pecadores.
De los
zapateros decía que jamás hacían, conforme a su parecer, zapato malo; porque si
al que se le calzaban venía estrecho y apretado, le decían que así había de
ser, por ser de galanes calzar justo, y que en trayéndolos dos horas vendrían
más anchos que alpargates; y si le venían anchos, decían que así habían de
venir, por amor de la gota.
Un
muchacho agudo que escribía en un oficio de Provincia le apretaba mucho con
preguntas y demandas, y le traía nuevas de lo que en la ciudad pasaba, porque
sobre todo discantaba y a todo respondía. Éste le dijo una vez:
En la
acera de San Francisco estaba un corro de ginoveses; y,
pasando por allí, uno dellos le llamó, diciéndole:
Topó
una vez a una tendera que llevaba delante de sí una hija suya muy fea, pero muy
llena de dijes, de galas y de perlas; y díjole a la madre:
De los
pasteleros dijo que había muchos años que jugaban a la dobladilla, sin que les
llevasen [a] la pena, porque habían hecho el pastel de a dos de a cuatro, el de
a cuatro de a ocho, y el de a ocho de a medio real, por sólo su albedrío y
beneplácito.
De los
titereros decía mil males: decía que era gente vagamunda y que trataba con
indecencia de las cosas divinas, porque con las figuras que mostraban en sus
retratos volvían la devoción en risa, y que les acontecía envasar en un costal
todas o las más figuras del Testamento Viejo y Nuevo y sentarse sobre él a
comer y beber en los bodegones y tabernas. En resolución, decía que se
maravillaba de cómo quien podía no les ponía perpetuo silencio en sus retablos,
o los desterraba del reino.
Acertó
a pasar una vez por donde él estaba un comediante vestido como un príncipe, y,
en viéndole, dijo:
-Yo me
acuerdo haber visto a éste salir al teatro enharinado el rostro y vestido un
zamarro del revés; y, con todo esto, a cada paso fuera del tablado, jura a fe
de hijodalgo.
-Débelo
de ser -respondió uno-, porque hay muchos comediantes que son muy bien nacidos
y hijosdalgo.
-Así
será verdad -replicó Vidriera-, pero lo que menos ha menester la farsa es
personas bien nacidas; galanes sí, gentileshombres y de espeditas lenguas.
También sé decir dellos que en el sudor de su cara ganan su pan con inllevable
trabajo, tomando contino de memoria, hechos perpetuos gitanos, de lugar en
lugar y de mesón en venta, desvelándose en contentar a otros, porque en el
gusto ajeno consiste su bien propio. Tienen más, que con
su oficio no engañan a nadie, pues por momentos sacan su mercaduría a pública
plaza, al juicio y a la vista de todos. El trabajo de los autores es increíble,
y su cuidado, extraordinario, y han de ganar mucho para que al cabo del año no
salgan tan empeñados, que les sea forzoso hacer pleito de acreedores. Y, con
todo esto, son necesarios en la república, como lo son las florestas, las
alamedas y las vistas de recreación, y como lo son las cosas que honestamente
recrean.
Decía
que había sido opinión de un amigo suyo que el que servía a una comedianta, en
sola una servía a muchas damas juntas, como era a una reina, a una ninfa, a una
diosa, a una fregona, a una pastora, y muchas veces caía la suerte en que
serviese en ella a un paje y a un lacayo: que todas estas y más figuras suele
hacer una farsanta.
Preguntóle
uno que cuál había sido el más dichoso del mundo. Respondió queNemo;
porque Nemo novit Patrem, Nemo sine crimine vivit, Nemo sua sorte contentus,
Nemo ascendit in coelum.
De los
diestros dijo una vez que eran maestros de una ciencia o arte que cuando la
habían menester no la sabían, y que tocaban algo en presumptuosos, pues querían
reducir a demostraciones matemáticas, que son infalibles, los movimientos y
pensamientos coléricos de sus contrarios. Con los que se teñían las barbas
tenía particular enemistad; y, riñendo una vez delante dél dos hombres, que el
uno era portugués, éste dijo al castellano, asiéndose de las barbas, que tenía
muy teñidas:
Otro
traía las barbas jaspeadas y de muchas colores, culpa de la mala tinta; a quien
dijo Vidriera que tenía las barbas de muladar overo. A otro, que traía las
barbas por mitad blancas y negras, por haberse descuidado, y los cañones
crecidos, le dijo que procurase de no porfiar ni reñir con nadie, porque estaba
aparejado a que le dijesen que mentía por la mitad de la
barba.
Una
vez contó que una doncella discreta y bien entendida, por acudir a la voluntad
de sus padres, dio el sí de casarse con un viejo todo cano, el cual la noche
antes del día del desposorio se fue, no al río Jordán, como dicen las viejas,
sino a la redomilla del agua fuerte y plata, con que renovó de manera su barba,
que la acostó de nieve y la levantó de pez. Llegóse la hora de darse las manos,
y la doncella conoció por la pinta y por la tinta la figura, y dijo a sus
padres que le diesen el mismo esposo que ellos le habían mostrado, que no
quería otro. Ellos le dijeron que aquel que tenía delante era el mismo que le
habían mostrado y dado por esposo. Ella replicó que no era, y trujo testigos
cómo el que sus padres le dieron era un hombre grave y lleno de canas; y que,
pues el presente no las tenía, no era él, y se llamaba a engaño. Atúvose a
esto, corrióse el teñido y deshízose el casamiento.
Con
las dueñas tenía la misma ojeriza que con los escabechados: decía maravillas de
su permafoy, de las mortajas de sus tocas, de sus muchos melindres, de
sus escrúpulos y de su extraordinaria miseria. Amohinábanle sus flaquezas de
estómago, su vaguidos de cabeza, su modo de hablar, con más repulgos que sus
tocas; y, finalmente, su inutilidad y sus vainillas.
-¿Qué
es esto, señor licenciado, que os he oído decir mal de muchos oficios y jamás
lo habéis dicho de los escribanos, habiendo tanto que decir?
-Aunque
de vidrio, no soy tan frágil que me deje ir con la corriente del vulgo, las más
veces engañado. Paréceme a mí que la gramática de los murmuradores y el la,
la, la de los que cantan son los escribanos; porque, así como no se puede
pasar a otras ciencias, si no es por la puerta de la gramática, y como el
músico primero murmura que canta, así, los maldicientes, por donde comienzan a
mostrar la malignidad de sus lenguas es por decir mal de los escribanos y
alguaciles y de los otros ministros de la justicia, siendo un oficio el del
escribano sin el cual andaría la verdad por el mundo a sombra de tejados,
corrida y maltratada; y así, dice el Eclesiástico: In manu Dei
potestas hominis est, et super faciem scribe imponet honorem. Es el
escribano persona pública, y el oficio del juez no se puede ejercitar
cómodamente sin el suyo. Los escribanos han de ser libres, y no esclavos, ni
hijos de esclavos: legítimos, no bastardos ni de ninguna mala raza nacidos.
Juran de secreto fidelidad y que no harán escritura usuraria; que ni amistad ni
enemistad, provecho o daño les moverá a no hacer su oficio con buena y
cristiana conciencia. Pues si este oficio tantas buenas partes requiere, ¿por
qué se ha de pensar que de más de veinte mil escribanos que hay en España se
lleve el diablo la cosecha, como si fuesen cepas de su majuelo? No lo quiero
creer, ni es bien que ninguno lo crea; porque, finalmente, digo que es la gente
más necesaria que había en las repúblicas bien ordenadas, y que si llevaban
demasiados derechos, también hacían demasiados tuertos, y que destos dos
estremos podía resultar un medio que les hiciese mirar por el virote.
De los
alguaciles dijo que no era mucho que tuviesen algunos enemigos, siendo su
oficio, o prenderte, o sacarte la hacienda de casa, o tenerte en la suya en
guarda y comer a tu costa. Tachaba la negligencia e ignorancia de los
procuradores y solicitadores, comparándolos a los médicos, los cuales, que sane
o no sane el enfermo, ellos llevan su propina, y los procuradores y
solicitadores, lo mismo, salgan o no salgan con el pleito que ayudan.
-No lo
entiendo -repitió el que se lo preguntaba.
Oyó
Vidriera que dijo un hombre a otro que, así como había entrado en Valladolid,
había caído su mujer muy enferma, porque la había probado la tierra.
De los
músicos y de los correos de a pie decía que tenían las esperanzas y las suertes
limitadas, porque los unos la acababan con llegar a serlo de a caballo, y los
otros con alcanzar a ser músicos del rey. De las damas que llaman cortesanas
decía que todas, o las más, tenían más de corteses que de sanas.
Estando
un día en una iglesia vio que traían a enterrar a un viejo, a bautizar a un
niño y a velar una mujer, todo a un mismo tiempo, y dijo que los templos eran
campos de batalla, donde los viejos acaban, los niños vencen y las mujeres
triunfan.
Picábale
una vez una avispa en el cuello, y no se la osaba sacudir por no quebrarse;
pero, con todo eso, se quejaba. Preguntóle uno que cómo sentía aquella avispa,
si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa debía de ser
murmuradora, y que las lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes a
desmoronar cuerpos de bronce, no que de vidrio.
Y,
subiéndose más en cólera, dijo que mirasen en ello, y verían que de muchos
santos que de pocos años a esta parte había canonizado la Iglesia y puesto en
el número de los bienaventurados, ninguno se llamaba el capitán don Fulano, ni
el secretario don Tal de don Tales, ni el Conde, Marqués o Duque de tal parte,
sino fray Diego, fray Jacinto, fray Raimundo, todos
frailes y religiosos; porque las religiones son los Aranjueces del cielo, cuyos
frutos, de ordinario, se ponen en la mesa de Dios.
Decía
que las lenguas de los murmuradores eran como las plumas del águila: que roen y
menoscaban todas las de las otras aves que a ellas se juntan. De los gariteros
y tahúres decía milagros: decía que los gariteros eran públicos prevaricadores,
porque, en sacando el barato del que iba haciendo suertes, deseaban que
perdiese y pasase el naipe adelante, porque el contrario las hiciese y él
cobrase sus derechos. Alababa mucho la paciencia de un tahúr, que estaba toda
una noche jugando y perdiendo, y con ser de condición colérico y endemoniado, a
trueco de que su contrario no se alzase, no descosía la boca, y sufría lo que
un mártir de Barrabás. Alababa también las conciencias de algunos honrados
gariteros que ni por imaginación consentían que en su casa se jugase otros
juegos que polla y cientos; y con esto, a fuego lento, sin temor y nota de
malsines, sacaban al cabo del mes más barato que los que consentían los juegos
de estocada, del reparolo, siete y llevar, y pinta en la del punto.
En
resolución, él decía tales cosas que, si no fuera por los grandes gritos que
daba cuando le tocaban o a él se arrimaban, por el hábito que traía, por la
estrecheza de su comida, por el modo con que bebía, por el no querer dormir
sino al cielo abierto en el verano y el invierno en los pajares, como queda
dicho, con que daba tan claras señales de su locura, ninguno pudiera creer sino
que era uno de los más cuerdos del mundo.
Dos
años o poco más duró en esta enfermedad, porque un religioso de la Orden de San
Jerónimo, que tenía gracia y ciencia particular en hacer que los mudos
entendiesen y en cierta manera hablasen, y en curar locos, tomó a su cargo de
curar a Vidriera, movido de caridad; y le curó y sanó, y
volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso. Y, así como le vio sano,
le vistió como letrado y le hizo volver a la Corte, adonde, con dar tantas
muestras de cuerdo como las había dado de loco, podía usar su oficio y hacerse
famoso por él.
Hízolo
así; y, llamándose el licenciado Rueda, y no Rodaja, volvió a la Corte, donde,
apenas hubo entrado, cuando fue conocido de los muchachos; mas, como le vieron
en tan diferente hábito del que solía, no le osaron dar grita ni hacer preguntas;
pero seguíanle y decían unos a otros:
-¿Éste
no es el loco Vidriera? ¡A fe que es él! Ya viene cuerdo. Pero tan bien puede
ser loco bien vestido como mal vestido; preguntémosle algo, y salgamos desta
confusión.
Todo
esto oía el licenciado y callaba, y iba más confuso y más corrido que cuando
estaba sin juicio.
Pasó
el conocimiento de los muchachos a los hombres; y, antes que el licenciado
llegase al patio de los Consejos, llevaba tras de sí más de docientas personas
de todas suertes. Con este acompañamiento, que era más que de un catedrático,
llegó al patio, donde le acabaron de circundar cuantos en él estaban. Él,
viéndose con tanta turba a la redonda, alzó la voz y dijo:
-Señores,
yo soy el licenciado Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el licenciado
Rueda; sucesos y desgracias que acontecen en el mundo, por permisión del cielo,
me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto. Por las
cosas que dicen que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré
cuando cuerdo. Yo soy graduado en leyes por Salamanca, adonde estudié con
pobreza y adonde llevé segundo en licencias: de do se puede inferir que más la
virtud que el favor me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar
de la Corte para abogar y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré venido a
bogar y granjear la muerte. Por amor de Dios que no
hagáis que el seguirme sea perseguirme, y que lo que alcancé por loco, que es
el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas,
preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis que el que os respondía bien, según
dicen, de improviso, os responderá mejor de pensado.
Escucháronle
todos y dejáronle algunos. Volvióse a su posada con poco menos acompañamiento
que había llevado.
Salió
otro día y fue lo mismo; hizo otro sermón y no sirvió de nada. Perdía mucho y
no ganaba cosa; y, viéndose morir de hambre, determinó de dejar la Corte y
volverse a Flandes, donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no
se podía valer de las de su ingenio.
-¡Oh
Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las
de los virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes
desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!
Esto
dijo y se fue a Flandes, donde la vida que había comenzado a eternizar por las
letras la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el
capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario