Hoy me siento de luto. Aunque sentir acaso no sea la palabra correcta, precisa. No es que me sienta de luto, sino que estoy de luto cerrado. Un luto por todos.
Todos los que se han ido, todos los que van cayendo, minuto a minuto, como el incansable y silencioso segundero de un reloj de expiaciones y espiraciones. Pero ese luto no es un himno funéreo a los cortejos de la muerte, sino compasión por tanta vida no vivida, por tanto rechazo al exiguo suspiro que nace con un grito y se va con un silencio. Mi luto es por la muerte en vida vivida.
A veces intuyo que al expirar se inicia, para todos nosotros, un “ser no siendo” al que llegamos desde un “no siendo ser”… No puedo explicar tal intuición, me resulta imposible, no encuentro palabras para ello. O, al menos, no me asisten a mí en esta hora extraña. Sólo este claquear, este tartamudeo.
No sé si a todo ser humano ataque, en algún momento de soledad, este duelo neurálgico, inmensurable, definitivo. Mas sospecho que es la impiedad la que pauta los compases de una música sin ritmo ni cadencia.
Todos morimos un poco cada día, eso es innegable. Vamos en camino hacia la muerte; somos sus hijos, como bien dijera siempre mi padre.
Ayer partió de estas praderas una señora a la que nunca conocí en persona, sino por mano interpuesta y a través de esta pantalla o ventana que es el mundo real virtualizado, gracias a un canal inextricable de redes y dígitos que “apixela” nuestros rostros y los regala a todo ser que a él se aventure o asome. Un alma de este mundo. Ella solía asomarse a la ventana. Simpatizaba con los contenidos poéticos y odiaba las injusticias. Nunca fuimos más allá del intercambio de palabras que uno deja entre los casilleros de este palomar que es una red tal como la que he intentado definir.
Pues bien. Ayer, cuando en la fachada de su casa (o lo que llamamos muro), apareció una nota para anunciar el suceso de su propia desencarnación, sentí de pronto como un golpe silencioso y seco. Ese mismo que se lleva a nuestras madres, hermanos y amigos y hasta (¡dioses y hados, no lo quieran!) hijos y amantes. Ipso facto pensé en mi madre, quien vino en todo su esplendor, una vez más, como tantas veces ha venido a hacer presencia. Y una ola de compasión me envolvió.
Hoy vuelvo a orar y a implorar por una palabra vertebradamente poética (pues orar es poetizar); por un advenimiento de la compasión en todo pecho humano. No hay que predicar una religión en particular para que la compasión encarne en nosotros. Bastaría sólo con que nos pongamos en los zapatos del otro, existencialmente hablando, migrar al otro por los aires, aunque sea por un breve instante. No hablo desde ningún istmo de religiosidad. Hablo del espíritu que a todo pecho insufla, sea ateo o creyente, sea crédulo o incrédulo. Porque la compasión es una red o cedazo de otro orden, es como una grieta que se abre en el aire o en los cielos y por la que se cuelan luz y oscuridad, misterio o enigma, pero –también- algo insondable que jamás lograremos tasar, medir ni sopesar, algo que trasciende al cosmos y acaso le dé sentido a nuestro breve respirar: el (se me eriza la piel toda al sentirlo) avatar o cualidad de un corazón que es capaz de sentir por los demás, sentir por el resto, sentir por el cosmos. Esa cualidad que va y ve más allá de todo cosmos y es la que, inopinada (y casi arrinconada) da sentido a nuestro vivir.
lacl, 09 de Julio, 2020.
Galería de Orfeo
El colibrí y la flor
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